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Si lo que vieron les llenó de asombro, mayor aún fue la sorpresa de los recién llegados. Cuatro hombres de elevada estatura estaban allí. Dos de ellos empuñaban lanzas de hoja ancha y reluciente. Los otros dos llevaban arcos grandes, casi de la altura de ellos y grandes carcajes repletos de flechas largas con penachos verdes. Todos ceñían espadas y estaban vestidos de verde y castaño de varias tonalidades, como para poder desplazarse mejor sin ser notados en los claros de Ithilien. Guantes verdes les cubrían las manos, y tenían los rostros encapuchados y enmascarados de verde, con excepción de los ojos que eran vivos y brillantes. Inmediatamente Frodo pensó en Boromir, pues esos Hombres se le parecían en estatura y porte, y también en la forma de hablar.

—No hemos encontrado lo que buscábamos —dijo uno de ellos—. Pero, ¿qué hemos encontrado?

—Orcos no son —dijo otro, soltando la empuñadura de la espada, a la que había echado mano al ver el centelleo de Dardo en la mano de Frodo.

—¿Elfos? —dijo un tercero, poco convencido.

—¡No! No son Elfos —dijo el cuarto, el más alto de todos y al parecer el jefe—. Los Elfos no se pasean por Ithilien en estos tiempos. Y los Elfos son maravillosamente hermosos, o por lo menos eso se dice.

—Lo que significa que nosotros no lo somos, supongo —dijo Sam—. Muchas, muchísimas gracias. Y cuando hayáis terminado de discutir acerca de nosotros, tal vez queráis decirnos quiénes sois vosotros, y por qué no dejáis descansar a dos viajeros fatigados.

El más alto de los hombres verdes rió sombríamente.

—Yo soy Faramir, Capitán de Gondor —dijo—. Mas no hay viajeros en esta región: sólo los servidores de la Torre Oscura o de la Blanca.

—Pero nosotros no somos ni una cosa ni otra —dijo Frodo—. Y viajeros somos, diga lo que diga el Capitán Faramir.

—Entonces, decidme en seguida quiénes sois, y qué misión os trae —dijo Faramir—. Tenemos una tarea que cumplir, y no es éste momento ni lugar para acertijos o parlamentos. ¡A ver! ¿Dónde está el tercero de vuestra compañía?

—¿El tercero?

—Sí, el fisgón que vimos allá abajo con la nariz metida en el agua. Tenía un aspecto muy desagradable. Una especie de orco espía, supongo, o una criatura al servicio de ellos. Pero se nos escabulló con una zancadilla de zorro.

—No sé dónde está —dijo Frodo—. No es más que un compañero ocasional que encontramos en el camino, y no respondo por él. Si lo encontráis, perdonadle la vida. Traedlo o enviadlo a nosotros. No es otra cosa que una miserable criatura vagabunda, pero lo tengo por un tiempo bajo mi tutela. En cuanto a nosotros, somos Hobbits de la Comarca, muy lejos al norte y al oeste, más allá de numerosos ríos. Frodo hijo de Drogo es mi nombre, y el que está conmigo es Samsagaz hijo de Hamfast, un honorable hobbit a mi servicio. Hemos venido hasta aquí por largos caminos, desde Rivendel, o Imladris como la llaman algunos. —Faramir se sobresaltó al oír este nombre y escuchó con creciente atención—. Teníamos siete compañeros: a uno lo perdimos en Moria, de los otros nos separamos en Parth Galen a orillas del Rauros: dos de mi raza; había también un Enano, un Elfo y dos Hombres. Eran Aragorn y Boromir, que dijo venir de Minas Tirith, una ciudad del Sur.

—¡Boromir! —exclamaron los cuatro hombres a la vez—. ¿Boromir hijo del Señor Denethor? —dijo Faramir, y una expresión extraña y severa le cambió el rostro—. ¿Vinisteis con él? Éstas sí que son nuevas, si dices la verdad. Sabed, pequeños extranjeros, que Boromir hijo de Denethor era el Alto Guardián de la Torre Blanca, y nuestro Capitán General; profundo dolor nos causa su ausencia. ¿Quiénes sois pues vosotros, y qué relación teníais con él? ¡Y daos prisa, pues el sol está en ascenso!





—¿Conocéis las palabras del enigma que Boromir llevó a Rivendel? —repitió Frodo.

Busca la Espada Quebrada

que está en Imladris.

—Las palabras son conocidas por cierto —dijo Faramir, asombrado—. Y es prueba de veracidad que tú también las conozcas.

—Aragorn, a quien he nombrado, es el portador de la Espada Quebrada —dijo Frodo— y nosotros somos los Medianos de que hablaba el poema.

—Eso lo veo —dijo Faramir, pensativo—. O veo que podría ser. ¿Y qué es el Daño de Isildur?

—Está escondido —respondió Frodo—. Sin duda aparecerá en el momento oportuno.

—Necesitamos saber más de todo esto —dijo Faramir— y conocer los motivos de ese largo viaje a un este tan lejano, bajo las sombras de... —señaló con la mano sin pronunciar el nombre—. Mas no en este momento. Tenemos un trabajo entre manos. Estáis en peligro, y no habríais llegado muy lejos en este día, ni a través de los campos ni por el sendero. Habrá golpes duros en las cercanías antes de que concluya el día. Y luego la muerte, o una veloz huida de regreso al Anduin. Dejaré aquí dos hombres para que os custodien, por vuestro bien y por el mío. Un hombre sabio no se fía de un encuentro casual en estas tierras. Si regreso, hablaré más largamente.

—¡Adiós! —dijo Frodo, con una profunda reverencia—. Piensa lo que quieras, pero soy un amigo de todos los enemigos del Enemigo Único. Os acompañaríamos, si nosotros los Medianos pudiéramos ayudar a los Hombres que parecen tan fuertes y valerosos, y si la misión que aquí me trae me lo permitiese. ¡Que la luz brille en vuestras espadas!

—Los Medianos son, en todo caso, gente muy cortés —dijo Faramir—. ¡Hasta la vista!

Los hobbits volvieron a sentarse, pero nada se contaron de los pensamientos y dudas que tenían entonces. Muy cerca, justo a la sombra moteada de los laureles oscuros, dos hombres montaban guardia. De vez en cuando se quitaban las máscaras para refrescarse, a medida que aumentaba el calor del día, y Frodo vio que eran hombres hermosos, de tez pálida, cabellos oscuros, ojos grises y rostros tristes y orgullosos. Hablaban entre ellos en voz baja, empleando al principio la Lengua Común, pero a la manera de antaño, para expresarse luego en otro idioma que les era propio. Con profunda extrañeza Frodo advirtió, al escucharlos, que hablaban la lengua élfica, o una muy similar; y los miró maravillado, pues entonces supo que eran sin duda Dúnedain del Sur, del linaje de los Señores de Oesternesse.

Al cabo de un rato les habló; pero las respuestas de ellos fueron lentas y prudentes. Se dieron a conocer como Mablung y Damrod, soldados de Gondor, y eran Montaraces de Ithilien; pues descendían de gentes que habitaran antaño en Ithilien, antes de la invasión. Entre estos hombres el Señor Denethor escogía sus adelantados, que cruzaban secretamente el Anduin (cómo y por dónde no lo dijeron) para hostigar a los orcos y a otros enemigos que merodeaban entre Ephel Dúath y el Río.

—Hay casi diez leguas desde aquí a la costa oriental del Anduin —dijo Mablung— y rara vez llegamos tan lejos en nuestras expediciones: hemos venido a tender una emboscada a los Hombres de Harad. ¡Malditos sean!