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—¡No! —dijo Gollum—. Sméagol no está contento. Y a Sméagol no le gustan las hierbas hediondas. Él no come hierbas ni raíces, no a menos que esté famélico o muy enfermo, pobre Sméagol.

—Sméagol irá a parar al agua bien caliente, cuando empiece a hervir, si no hace lo que se le pide —gruñó Sam—. Sam lo meterá en la olla, sí, mi tesoro. Y yo lo mandaría a buscar nabos también, y zanahorias, y aun patatas, si fuera la estación. Apuesto que hay muchas cosas buenas en las plantas silvestres de este país. Daría cualquier cosa por una media docena de patatas.

—Sméagol no irá. Oh, no, mi tesoro, esta vez no —siseó Gollum—. Tiene miedo, y está cansado, y este hobbit no es amable, no es nada amable. Sméagol no arrancará raíces y zanahorias y... patatas. ¿Qué son las patatas, mi tesoro, eh, qué son las patatas?

—Pa-ta-tas —dijo Sam—. La delicia del Tío, y un lastre raro y excelente para una panza vacía. Pero no encontrarás ninguna, no vale la pena que las busques. Pero sé el buen Sméagol y tráeme las hierbas, y tendré mejor opinión de ti. Y más aún, si das vuelta la hoja y no cambias de parecer, un día de éstos guisaré para ti unas patatas. Sí: pescado frito con patatas fritas servidos por S. Gamyi. No podrás decir que no a eso.

—Sí, sí que podríamos. Arruinar buenos pescados y patatas, chamuscarlos. ¡Dame ahora el pescado y guárdate las sssucias patatas fritas!

—Oh, no tienes compostura —dijo Sam—. ¡Vete a dormir!

En resumidas cuentas, tuvo que ir él mismo a buscar lo que quería; pero no le fue preciso alejarse mucho, siempre a la vista del sitio donde descansaba Frodo, todavía dormido. Durante un rato Sam se sentó a esperar, canturreando, y cuidando el fuego hasta que el agua empezó a hervir. La luz del día creció, calentando el aire; el rocío se evaporó en la hierba y las hojas. Pronto los conejos desmenuzados burbujeaban en la cazuela junto con el ramillete de hierbas aromáticas. Los dejó hervir cerca de una hora, pinchándolos de cuando en cuando con el tenedor, y probando el caldo, y más de una vez estuvo a punto de quedarse dormido.

Cuando le pareció que todo estaba listo retiró las cazuelas del fuego, y se acercó a Frodo en silencio. Frodo abrió a medias los ojos mientras Sam se inclinaba sobre él, y en este instante el sueño se quebró: otra dulce e irrecuperable visión de paz.

—¡Hola, Sam! —dijo—. ¿No estás descansando? ¿Pasa algo malo? ¿Qué hora es?

—Unas dos horas después del alba —dijo Sam—, y casi las ocho y media de acuerdo con los relojes de la Comarca, tal vez. Pero no pasa nada malo. Aunque tampoco nada de lo que yo llamaría demasiado bueno: no hay provisiones, no hay cebollas, no hay patatas. He preparado un poco de guiso para usted, y un poco de caldo, señor Frodo. Le sentará bien. Tendrá que beberlo en el jarro; o directamente de la olla, cuando se haya enfriado un poco. No he traído escudillas, ni nada apropiado.

Frodo bostezó y se desperezó.

—Tendrías que haber descansado, Sam —dijo—. Y encender un fuego en este paraje era peligroso. Pero la verdad es que tengo hambre. ¡Hmm! ¿Lo huelo desde aquí? ¿Qué has cocinado?

—Un regalo de Sméagol —dijo Sam—: un par de conejos jóvenes; aunque sospecho que ahora Gollum se ha arrepentido. Pero no hay nada con qué acompañarlos excepto algunas hierbas.

Sentados en el borde del helechal, Sam y Frodo comieron el guiso directamente de las cazuelas, compartiendo el viejo tenedor y la cuchara. Se permitieron tomar cada uno medio trozo del pan de viaje de los Elfos. Parecía un festín.





—¡Huuii, Gollum! —llamó Sam y silbó suavemente—. ¡Ven aquí! Aún estás a tiempo de cambiar de idea. Si quieres probar el guiso de conejo, todavía queda un poco. —No obtuvo respuesta—. Oh bueno, supongo que habrá ido a buscarse algo. Lo terminaremos.

—Y luego tendrás que dormir un rato —dijo Frodo.

—No se duerma usted, mientras yo echo un sueño, señor Frodo. Sméagol no me inspira mucha confianza. Todavía queda en él mucho del Bribón, el Gollum malvado, si usted me entiende, y parece estar cobrando fuerzas otra vez. Si no me equivoco, ahora trataría de estrangularme primero a mí. No vemos las cosas de la misma manera, y él no está nada contento con Sam. Oh no, mi tesoro, nada contento.

Terminaron de comer, y Sam bajó hasta el arroyo a lavar los cacharros. Al incorporarse, volvió la cabeza y miró hacia la pendiente. Vio entonces que el sol se elevaba por encima de los vapores, la niebla o la sombra oscura (no sabía a ciencia cierta qué era aquello) que se extendía siempre hacia el este, y que los rayos dorados bañaban los árboles y los claros de alrededor. De pronto descubrió una fina espiral de humo gris azulado, claramente visible a la luz del sol, que subía desde un matorral próximo. Comprendió con un sobresalto que era el humo de la pequeña hoguera, que no había tenido la precaución de apagar.

—¡No es posible! ¡Nunca imaginé que pudiera hacer tanto humo! —murmuró, mientras subía de prisa. De pronto se detuvo a escuchar. ¿Era un silbido lo que había creído oír? ¿O era el grito de algún pájaro extraño? Si era un silbido, no venía de donde estaba Frodo. Y ahora volvía a escucharlo, ¡esta vez en otra dirección! Sam echó a correr cuesta arriba.

Descubrió que una rama pequeña, al quemarse hasta el extremo, había encendido una mata de helechos junto a la hoguera, y el helecho había contagiado el fuego a la turba que ahora ardía sin llama. Pisoteó vivamente los rescoldos hasta apagarlos, desparramó las cenizas, y echó la turba en el agujero. Luego se deslizó hasta donde estaba Frodo.

—¿Oyó usted un silbido y algo que parecía una respuesta? —le preguntó—. Hace unos minutos. Espero que no haya sido más que el grito de un pájaro, pero no sonaba del todo como eso: más como si alguien imitara el grito de un pájaro, pensé. Y me temo que mi fuego haya estado humeando. Si por mi causa hubiera problemas, no me lo perdonaré jamás. ¡Ni tampoco tendré la oportunidad, probablemente!

—¡Calla! —dijo Frodo en un susurro—. Me pareció oír voces.

Los dos hobbits cerraron los pequeños bultos, se los echaron al hombro prontos para una posible huida, y se hundieron en lo más profundo de la cama de helechos. Allí se acurrucaron, aguzando el oído.

No había duda alguna respecto de las voces. Hablaban en tono bajo y furtivo, pero no estaban lejos, y se acercaban. De pronto, una habló claramente, a pocos pasos.

—¡Aquí! ¡De aquí venía el humo! ¡No puede estar lejos! Entre los helechos, sin duda. Lo atraparemos como a un conejo en una trampa. Entonces sabremos qué clase de criatura es.

—¡Sí, y lo que sabe! —dijo una segunda voz.

En ese instante cuatro hombres penetraron a grandes trancos en el helechal desde distintas direcciones. Dado que tratar de huir y ocultarse era ya imposible, Frodo y Sam se pusieron de pie de un salto y desenvainaron las pequeñas espadas.