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A

La Compañía se ha disuelto y sus integrantes emprenden caminos separados. Frodo y Sam continúan solos su viaje a lo largo del río Anduin, perseguidos por la sombra misteriosa de un ser extraño que también ambiciona la posesión del Anillo. Mientras, hombres, elfos y enanos se preparan para la batalla final contra las fuerzas del Señor del Mal.

J. R. R. Tolkien

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS

II

LAS DOS TORRES

Minotauro

Título original: The Lord of the Rings II. The Two Towers

Primera edición en inglés: 1954

Traducción: Matilde Horne y Luis Domènech

© George Allen & Unwin Ltd., 1966

Ilustrado por Alan Lee

ISBN: 978-84-450-7750-4

Tres anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.

Siete para los Señores Enanos en casas de piedra.

Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.

Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,

un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas

en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

LIBRO TERCERO



1

LA PARTIDA DE BOROMIR

Aragorn trepó rápidamente por la colina. De vez en cuando se inclinaba hasta el suelo. Los hobbits tienen el paso leve y no dejan huellas fáciles de leer, ni siquiera para un Montaraz, pero no lejos de la cima un manantial cruzaba el sendero, y Aragorn vio en la tierra húmeda lo que estaba buscando.

—Interpreto bien los signos —se dijo—. Frodo corrió a lo alto de la colina. ¿Qué habrá visto allí?, me pregunto. Pero luego bajó por el mismo camino.

Aragorn titubeó. Hubiera querido ir él mismo hasta el elevado sitial, esperando ver algo que lo orientase de algún modo, pero el tiempo apremiaba. De pronto dio un salto hacia adelante y corrió a la cima; atravesó las grandes losas y subió por los escalones. Luego, sentándose en el alto sitial, miró alrededor. Pero el sol parecía oscuro, y el mundo apagado y lejano. Se volvió desde el norte y dio una vuelta completa hasta mirar de nuevo al norte, y no vio nada excepto las colinas distantes, aunque allá a lo lejos la forma de un pájaro grande parecido a un águila planeaba en el cielo otra vez y descendía a tierra en círculos amplios y lentos.

Aún mientras observaba alcanzó a oír unos sonidos débiles en el bosque que se extendía allá abajo al oeste del Río. Se enderezó. Eran gritos, y entre ellos reconoció con horror las voces roncas de los orcos. Un instante después resonó de súbito la llamada profunda y gutural de un cuerno, y los ecos golpearon las colinas y se extendieron por las hondonadas, elevándose sobre el rugido de las aguas en un poderoso clamor.

—¡El cuerno de Boromir! —gritó Aragorn—. ¡Boromir está en dificultades! —Se lanzó escalones abajo, y se alejó saltando por el sendero—. ¡Ay! Hoy me persigue un destino funesto, y todo lo que hago sale torcido. ¿Dónde está Sam?

Mientras corría los gritos aumentaron, pero la llamada del cuerno era ahora más débil y más desesperada. Los aullidos de los orcos se alzaron, feroces y agudos, y de pronto el cuerno calló. Aragorn bajó a todo correr la última pendiente, pero antes que llegara al pie de la colina, los sonidos se apagaron, y cuando dobló a la izquierda para correr tras ellos, comenzaron a retirarse hasta que al fin ya no pudo oírlos. Sacando la espada brillante y gritando ¡Elendil! ¡Elendil!se precipitó entre los árboles.

A una milla quizá de Parth Galen, en un pequeño claro no lejos del lago, encontró a Boromir. Estaba sentado de espaldas contra un árbol grande, y parecía descansar. Pero Aragorn vio que estaba atravesado por muchas flechas empenachadas de negro; sostenía aún la espada en la mano, aunque se le había roto cerca de la empuñadura. En el suelo y alrededor yacían muchos orcos.

Aragorn se arrodilló junto a él. Boromir abrió los ojos y trató de hablar. Al fin salieron unas palabras, lentamente.

—Traté de sacarle el Anillo a Frodo —dijo—. Lo siento. He pagado. —Echó una ojeada a los enemigos caídos; veinte por lo menos estaban tendidos allí cerca—. Partieron. Los Medianos: se los llevaron los orcos. Pienso que no están muertos. Los orcos los maniataron.

Hizo una pausa y se le cerraron los ojos, cansados. Al cabo de un momento habló otra vez.

—¡Adiós, Aragorn! ¡Ve a Minas Tirith y salva a mi pueblo! Yo he fracasado.

—¡No! —dijo Aragorn tomándole la mano y besándole la frente—. Has vencido. Pocos hombres pueden reclamar una victoria semejante. ¡Descansa en paz! ¡Minas Tirith no caerá!

Boromir sonrió.

—¿Por dónde fueron? ¿Estaba Frodo allí? —le preguntó Aragorn.

Pero Boromir no dijo más.

—¡Ay! —dijo Aragorn—. ¡Así desaparece el heredero de Denethor, Señor de la Torre de la Guardia! Un amargo fin. La Compañía está deshecha. Soy yo quien ha fracasado. Vana fue la confianza que Gandalf puso en mí. ¿Qué haré ahora? Boromir me ha obligado a ir a Minas Tirith, y mi corazón así lo desea, ¿pero dónde están el Anillo y el Portador? ¿Cómo encontrarlos e impedir que la Misión termine en un desastre?

Se quedó un momento de rodillas doblado por el llanto, aferrado a la mano de Boromir. Así lo encontraron Legolas y Gimli. Vinieron de las faldas occidentales de la colina, en silencio, arrastrándose entre los árboles como si estuvieran de caza. Gimli esgrimía el hacha, y Legolas el largo cuchillo; no les quedaba ninguna flecha. Cuando desembocaron en el claro, se detuvieron con asombro, y en seguida se quedaron quietos un momento, cabizbajos, abrumados de dolor, pues veían claramente lo que había ocurrido.

—¡Ay! —dijo Legolas acercándose a Aragorn—. Hemos perseguido y matado a muchos orcos en el bosque, pero aquí hubiésemos sido más útiles. Vinimos cuando oímos el cuerno... demasiado tarde, parece. Temía que estuvieras mortalmente herido.