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—Boromir está muerto —dijo Aragorn—. Yo estoy ileso, pues no me encontraba aquí con él. Cayó defendiendo a los hobbits mientras yo estaba arriba en la colina.

—¡Los hobbits! —gritó Gimli—. ¿Dónde están entonces? ¿Dónde está Frodo?

—No lo sé —respondió Aragorn con cansancio—. Boromir me dijo antes de morir que los orcos se los habían llevado atados; no creía que estuvieran muertos. Yo lo envié a que siguiera a Merry y a Pippin, pero no le pregunté si Frodo o Sam estaban con él: no hasta que fue demasiado tarde. Todo lo que he emprendido hoy ha salido torcido. ¿Qué haremos ahora?

—Primero tenemos que ocuparnos del caído —dijo Legolas—. No podemos dejarlo aquí como carroña entre esos orcos espantosos.

—Pero hay que darse prisa —dijo Gimli—. Él no hubiese querido que nos retrasáramos. Tenemos que seguir a los orcos, si hay esperanza de que alguno de la Compañía sea un prisionero vivo.

—Pero no sabemos si el Portador del Anillo está con ellos o no —dijo Aragorn—. ¿Vamos a abandonarlo? ¿No tendríamos que buscarlo primero? ¡La elección que se nos presenta ahora es de veras funesta!

—Pues bien, empecemos por lo que es ineludible —dijo Legolas—. No tenemos ni tiempo ni herramientas para dar sepultura adecuada a nuestro amigo. Podemos cubrirlo con piedras.

—La tarea será pesada y larga; las piedras que podrían servirnos están casi a orillas del Río.

—Entonces pongámoslo en una barca con las armas de él y las armas de los enemigos vencidos —dijo Aragorn—. Lo enviaremos a los Saltos de Rauros, y lo dejaremos en manos del Anduin. El Río de Gondor cuidará de que ninguna criatura maligna deshonre los huesos de Boromir.

Buscaron deprisa entre los cuerpos de los orcos, juntando en un montón las espadas y los yelmos y escudos hendidos.

—¡Mirad! —exclamó Aragorn—. ¡Hay señales aquí! —De la pila de armas siniestras recogió dos puñales de lámina en forma de hoja, damasquinados de oro y rojo; y buscando un poco más encontró también las vainas, negras, adornadas con pequeñas gemas rojas—. ¡Éstas no son herramientas de orcos! —dijo—. Las llevaban los hobbits. No hay duda de que fueron despojados por los orcos, pero que tuvieron miedo de conservar los puñales, conociéndolos en lo que eran: obra de Oesternesse, cargados de sortilegios para desgracia de Mordor. Bien, aunque estén todavía vivos, nuestros amigos no tienen armas. Tomaré éstas, esperando contra toda esperanza que un día pueda devolvérselas.

—Y yo —dijo Legolas— tomaré las flechas que encuentre, pues mi carcaj está vacío.

Buscó en la pila y en el suelo de alrededor y encontró no pocas intactas, más largas que las flechas comunes entre los orcos. Las examinó de cerca.

Y Aragorn, mirando los muertos, dijo:

—Hay aquí muchos cadáveres que no son gente de Mordor. Algunos vienen del Norte, de las Montañas Nubladas, si algo sé de orcos y sus congéneres. Y a estos otros nunca los he visto. ¡El atavío no es propio de los orcos!

Había cuatro soldados más corpulentos que los orcos, morenos, de ojos oblicuos, piernas gruesas y manos grandes. Estaban armados con espadas cortas de hoja ancha y no con las cimitarras curvas habituales en los orcos, y tenían arcos de tejo, parecidos en tamaño y en forma a los arcos de los Hombres. En los escudos llevaban un curioso emblema: una pequeña mano blanca en el centro de un campo negro; una S rúnica de algún metal blanco había sido montada sobre la visera de los yelmos.



—Nunca vi estos signos —dijo Aragorn—. ¿Qué significan?

—S representa a Sauron, por supuesto —dijo Gimli.

—¡No! —exclamó Legolas—. Sauron no usa las runas élficas.

—Nunca usa además su verdadero nombre, y no permite que lo escriban ni lo pronuncien —dijo Aragorn—. Y tampoco usa el blanco. El signo de los Orcos de Barad-dûr es el Ojo Rojo. —Se quedó pensativo un momento—. La S es de Saruman, me parece —dijo al fin—. Hay mal en Isengard, y el Oeste ya no está seguro. Tal como lo temía Gandalf: el traidor Saruman ha sabido de nuestro viaje, por algún medio. Es verosímil también que ya esté enterado de la caída de Gandalf. Entre los que venían persiguiéndonos desde Moria, algunos pudieron haber escapado a la vigilancia de Lórien, o quizás pudieron evitar esa tierra y llegar a Isengard por otro camino. Los orcos son rápidos. Pero Saruman tiene muchas maneras de enterarse. ¿Recuerdas los pájaros?

—Bueno, no tenemos tiempo de pensar en acertijos —dijo Gimli—. ¡Llevemos a Boromir!

—Pero luego tendremos que resolver los acertijos, si queremos elegir bien el camino —dijo Aragorn.

—Quizá no haya una buena elección —dijo Gimli.

Tomando el hacha, el enano se puso a cortar unas ramas. Las ataron con cuerdas de arco, y extendieron los mantos sobre la armazón. Sobre estas parihuelas rudimentarias llevaron el cuerpo de Boromir hasta la costa, junto con algunos trofeos de la última batalla. No había mucho que caminar, pero la tarea no les pareció fácil, pues Boromir era un hombre grande y muy robusto.

Aragorn se quedó a orillas del agua cuidando de las parihuelas, mientras Legolas y Gimli se apresuraban a volver a Parth Galen. La distancia era de una milla o más, y pasó bastante tiempo antes de que regresaran remando con rapidez en dos barcas a lo largo de la costa.

—¡Ocurre algo extraño! —dijo Legolas—. Había sólo dos barcas en la barranca. No pudimos encontrar ni rastros de la otra.

—¿Estuvieron los orcos allí? —preguntó Aragorn.

—No vimos ninguna señal —respondió Gimli—. Y los orcos habrían destruido todas las barcas, o se las habrían llevado, junto con el equipaje.

—Examinaré el suelo cuando lleguemos allí —dijo Aragorn.

Extendieron a Boromir en medio de la barca que lo transportaría aguas abajo. Plegaron la capucha gris y la capa élfica y se las pusieron bajo la cabeza. Le peinaron los largos cabellos oscuros y los dispusieron sobre los hombros. El cinturón dorado de Lórien le brillaba en la cintura. Junto a él colocaron el yelmo, y sobre el regazo el cuerno hendido y la empuñadura y los fragmentos de la espada, y a sus pies las armas de los enemigos. Luego de haber asegurado la proa a la popa de la otra embarcación, lo llevaron al agua. Remaron tristemente a lo largo de la orilla, y entrando en la corriente rápida del Río dejaron atrás los prados verdes de Parth Galen. Los flancos escarpados de Tol Brandir resplandecían: era media tarde. Mientras iban hacia el sur los vapores del Rauros se elevaron en una trémula claridad como una bruma dorada. La furia y el estruendo de las aguas sacudían el aire tranquilo.

Tristemente, soltaron la barca funeraria: allí reposaba Boromir, en paz, deslizándose sobre el seno de las aguas móviles. La corriente lo llevó, mientras ellos retenían su propia barca con los remos. Boromir flotó junto a ellos y luego se fue alejando lentamente, hasta ser sólo un punto negro en la luz dorada, y de pronto desapareció. El rugido del Rauros prosiguió, invariable. El Río se había llevado a Boromir, hijo de Denethor, y ya nadie volvería a verlo en Minas Tirith, de pie en la Torre Blanca por la mañana, como era su costumbre. Pero más tarde en Gondor se dijo mucho tiempo que la barca élfica dejó atrás los saltos y las aguas espumosas y que llevó a Boromir a través de Osgiliath y más allá de las numerosas bocas del Anduin, y al fin una noche salió al Gran Mar bajo las estrellas.