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—Sí, ¡malditos Sureños! —dijo Damrod—. Se dice que antiguamente hubo tratos entre Gondor y los reinos de Harad en el Lejano Sur; pero nunca una amistad. En aquellos días nuestras fronteras estaban al sur más allá de las bocas del Anduin, y Umbar, el más cercano de sus reinos, reconocía nuestro imperio. Pero eso ocurrió tiempo atrás. Muchas vidas de Hombres se han sucedido desde que dejamos de visitarnos. Y ahora, recientemente, hemos sabido que el Enemigo ha estado entre ellos y que se han sometido o han vuelto a Él (siempre estuvieron prontos a obedecer), como lo hicieron tantos otros en el Este. No hay duda de que los días de Gondor están condenados, tal es la fuerza y la malicia que hay en Él.

—Sin embargo, nosotros no vamos a quedarnos ociosos y permitirle que haga lo que quiera —dijo Mablung—. Esos malditos Sureños vienen ahora por los caminos antiguos a engrosar los ejércitos de la Torre Oscura. Sí, por los mismos caminos que creó el arte de Gondor. Y avanzan cada vez más despreocupados, hemos sabido, seguros de que el poder del nuevo amo es suficientemente grande, y que la simple sombra de esas colinas habrá de protegerlos. Nosotros venimos a enseñarles otra lección. Nos hemos enterado hace algunos días de que una hueste numerosa se encaminaba al norte. Según nuestras estimaciones, uno de los regimientos aparecerá aquí poco antes del mediodía, en el camino de allá arriba que pasa por la garganta. Puede que el camino la pase, ¡pero ellos no pasarán! No mientras Faramir sea capitán. Él es quien conduce ahora todas las empresas peligrosas. Pero un sortilegio le protege la vida, o tal vez el destino se la reserva para algún otro fin.

La conversación se extinguió en un silencio expectante. Todo parecía inmóvil, atento. Sam, acurrucado en el borde del helechal, espió asomando la cabeza. Los ojos penetrantes del hobbit vieron más Hombres en las cercanías. Los veía subir furtivamente por las cuestas, de uno en uno, en largas columnas, manteniéndose siempre a la sombra de los bosquecillos, o arrastrándose, apenas visibles en las ropas pardas y verdes, a través de la hierba y los matorrales. Todos estaban encapuchados y enmascarados, y llevaban las manos enguantadas, e iban armados como Faramir y sus compañeros. Pronto todos pasaron y desaparecieron. El sol subía por el Sur. Las sombras se encogían.

«Me gustaría saber dónde anda ese malandrín de Gollum —pensó Sam, mientras regresaba gateando a una sombra más profunda—. Corre el riesgo de que lo ensarten, confundiéndolo con un orco, o de que lo ase la Cara Amarilla. Pero imagino que sabrá cuidarse.» Se echó al lado de Frodo y se quedó dormido.

Despertó, creyendo haber oído voces de cuernos. Se puso de pie. Era mediodía. Los guardias seguían alertas y tensos a la sombra de los árboles. De pronto los cuernos sonaron otra vez, más poderosos, y sin ninguna duda allá arriba, por encima de la cresta de la loma. Sam creyó oír gritos y también clamores salvajes, pero apagados, como si vinieran de una caverna lejana. Luego, casi en seguida, un fragor de combate estalló muy cerca, justo encima del escondite de los hobbits. Oían claramente el tintineo del acero contra el acero, el choque metálico de las espadas sobre los yelmos de hierro, el golpe seco de las hojas sobre los escudos: los hombres bramaban y aullaban, y una voz clara y fuerte gritaba: — ¡Gondor! ¡Gondor!

—Suena como si un centenar de herreros golpearan juntos los yunques —le dijo Sam a Frodo—. ¡No me gustaría tenerlos cerca!





Pero el estrépito se acercaba. —¡Aquí vienen! —gritó Damrod—. ¡Mirad! Algunos de los Sureños han conseguido escapar de la emboscada y ahora huyen del camino. ¡Allá van! Nuestros hombres los persiguen, con el Capitán a la cabeza.

Sam, dominado por la curiosidad, salió del escondite y se unió a los guardias. Subió gateando un trecho y se ocultó en la fronda espesa de un laurel. Por un momento alcanzó a ver unos hombres endrinos vestidos de rojo que corrían cuesta abajo a cierta distancia, perseguidos por guerreros de ropaje verde que saltaban tras ellos y los abatían en plena huida. Una espesa lluvia de flechas surcaba el aire. De pronto, un hombre se precipitó justo por encima del borde de la loma que les servía de reparo, y se hundió a través del frágil ramaje de los arbustos, casi sobre ellos. Cayó de bruces en el helechal, a pocos pies de distancia; unos penachos verdes le sobresalían del cuello por debajo de la gola de oro. Tenía la túnica escarlata hecha jirones, la loriga de bronce rajada y deformada, las trenzas negras recamadas de oro empapadas de sangre. La mano morena aprisionaba aún la empuñadura de una espada rota.

Era la primera vez que Sam veía una batalla de Hombres contra Hombres, y no le gustó nada. Se alegró de no verle la cara al muerto. Se preguntó cómo se llamaría el hombre y de dónde vendría; y si sería realmente malo de corazón, o qué amenazas lo habrían arrastrado a esta larga marcha tan lejos de su tierra, y si no hubiera preferido en verdad quedarse allí en paz... Todos esos pensamientos le cruzaron por la mente y desaparecieron en menos de lo que dura un relámpago. Pues en el preciso momento en que Mablung se adelantaba hacia el cuerpo, estalló una nueva algarabía. Fuertes gritos y alaridos. En medio del estrépito Sam oyó un mugido o una trompeta estridente. Y luego unos golpes y rebotes sordos, como si grandes arietes batieran la tierra.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó Damrod a su compañero—. ¡Ojalá el Valar lo desvíe! ¡Mûmak! ¡Mûmak!

Asombrado y aterrorizado, pero con una felicidad que nunca olvidaría, Sam vio una mole enorme que irrumpía por entre los árboles y se precipitaba como una tromba pendiente abajo. Grande como una casa, mucho más grande que una casa le pareció, una montaña gris en movimiento. El miedo y el asombro quizá la agrandaban a los ojos del hobbit, pero el Mûmak de Harad era en verdad una bestia de vastas proporciones, y ninguna que se le parezca se pasea en estos tiempos por la Tierra Media; y los congéneres que viven hoy no son más que una sombra de aquella corpulencia y aquella majestad. Y venía, corría en línea recta hacia los espectadores, y de pronto, justo a tiempo, se desvió, y pasó a pocos metros, estremeciendo la tierra: las patas grandes como árboles, las orejas enormes tendidas como velas, la larga trompa erguida como una serpiente lista para atacar, furibundos los ojillos rojos. Los colmillos retorcidos como cuernos estaban envueltos en bandas de oro y goteaban sangre. Los arreos de púrpura y oro le flotaban alrededor del cuerpo en desordenados andrajos. Sobre la grupa bamboleante llevaba las ruinas de lo que parecía ser una verdadera torre de guerra, destrozada en furiosa carrera a través de los bosques; y en lo alto, aferrado aún desesperadamente al pescuezo de la bestia, una figura diminuta, el cuerpo de un poderoso guerrero, un gigante entre los Endrinos.

Ciega de cólera, la gran bestia se precipitó con un ruido de trueno a través del agua y la espesura. Las flechas rebotaban y se quebraban contra el cuero triple de los flancos. Los hombres de ambos bandos huían despavoridos, pero la bestia alcanzaba a muchos y los aplastaba contra el suelo. Pronto se perdió de vista, siempre trompeteando y pisoteando con fuerza en la lejanía. Qué fue de ella, Sam jamás lo supo: si había escapado para vagabundear durante un tiempo por las regiones salvajes, hasta perecer lejos de su tierra, o atrapada en algún pozo profundo; o si había continuado aquella carrera desenfrenada hasta zambullirse al fin en el Río Grande y desaparecer bajo el agua.