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De improviso, capturada por los rayos horizontales, Frodo vio la cabeza de rey: yacía abandonada a la orilla del camino.

—¡Mira, Sam! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Mira! ¡El rey tiene otra vez una corona!

Le habían vaciado las cuencas de los ojos, y la barba esculpida estaba rota, pero alrededor de la frente alta y severa tenía una corona de plata y de oro. Una planta trepadora con flores que parecían estrellitas blancas se había adherido a las cejas como rindiendo homenaje al rey caído, y en las fisuras de la cabellera de piedra resplandecían unas siemprevivas doradas.

—¡No podrán vencer eternamente! —dijo Frodo. Y entonces, de pronto, la visión se desvaneció. El Sol se hundió y desapareció, y como si se apagara una lámpara, cayó la noche negra.

8

LAS ESCALERAS DE CIRITH UNGOL

Gollum le tiraba a Frodo de la capa y siseaba de miedo e impaciencia.

—Tenemos que partir —decía—. No podemos quedarnos aquí. ¡De prisa!





De mala gana Frodo volvió la espalda al Oeste y siguió al guía que lo llevaba a las tinieblas del Este. Salieron del anillo de árboles y se arrastraron a lo largo del camino hacia las montañas. También este camino corría un cierto trecho en línea recta, pero pronto empezó a torcer hacia el sur, para continuar al pie de la amplia meseta rocosa que poco antes habían divisado en lontananza. Negra y hostil se levantaba sobre ellos, más tenebrosa que el cielo tenebroso. A la sombra de la meseta el camino proseguía ondulante, la contorneaba, y otra vez torcía rumbo al este y ascendía luego rápidamente.

Frodo y Sam avanzaban con el paso y el corazón pesados, incapaces ya de preocuparse por el peligro en que se encontraban. Frodo caminaba con la cabeza gacha: otra vez el fardo lo empujaba hacia abajo. No bien dejaron atrás la Encrucijada, el peso del Objeto, casi olvidado en Ithilien, había empezado a crecer de nuevo. Ahora, sintiendo que el suelo era cada vez más escarpado, Frodo alzó fatigado la cabeza, y entonces la vio, tal como Gollum se la había descrito: la ciudad de los Espectros del Anillo. Se acurrucó contra la barranca pedregosa.

Un valle en largo y pronunciado declive, un profundo abismo de sombra, se internaba a lo lejos en las montañas. Del lado opuesto, a cierta distancia entre los brazos del valle, altos y encaramados sobre un asiento rocoso en el regazo de Ephel Dúath, se erguían los muros y la torre de Minas Morgul. Todo era oscuridad en torno, tierra y cielo, pero la ciudad estaba iluminada. No era el claro de luna aprisionado que en tiempos lejanos brotaba como agua de manantial de los muros de mármol de Minas Ithil, la Torre de la Luna, bella y radiante en el hueco de las colinas. Más pálida en verdad que el resplandor de una luna que desfallecía en algún eclipse lento era ahora la luz, una luz trémula, un fuego fatuo de cadáveres que no alumbraba nada y que parecía vacilar como un nauseabundo hálito de putrefacción. En los muros y en la torre se veían las ventanas, i

Así llegaron por fin al puente blanco. Allí el camino, envuelto en un débil resplandor, pasaba por encima del río en el centro del valle y subía zigzagueando hasta la puerta de la ciudad: una boca negra abierta en el círculo exterior de las murallas septentrionales. Unos grandes llanos se extendían en ambas orillas, prados sombríos cuajados de pálidas flores blancas. También las flores eran luminosas, bellas y sin embargo horripilantes, como las imágenes deformes de una pesadilla; y exhalaban un vago y repulsivo olor a carroña; un hálito de podredumbre colmaba el aire. El puente cruzaba de uno a otro prado. Allí, en la cabecera, había figuras hábilmente esculpidas de formas humanas y animales, pero todas repugnantes y corruptas. El agua corría por debajo en silencio, y humeaba; pero el vapor que se elevaba en volutas y espirales alrededor del puente era mortalmente frío. Frodo tuvo la impresión de que la razón lo abandonaba y que la mente se le oscurecía. Y de pronto, como movido por una fuerza ajena a su voluntad, apretó el paso, y extendiendo las manos avanzó a tientas, tambaleándose, bamboleando la cabeza de lado a lado. Sam y Gollum, se lanzaron tras él al mismo tiempo. Sam lo alcanzó y lo sujetó entre los brazos, en el preciso instante en que Frodo tropezaba con el umbral del puente y estaba a punto de caer.

—¡Por ahí no! ¡No, no, no por ahí! —murmuró Gollum, pero el aire que le pasaba entre los dientes pareció desgarrar el pesado silencio como un silbido, y la criatura se acurrucó en el suelo, aterrorizada.

—¡Deténgase, señor Frodo! —musitó Sam al oído de Frodo—. ¡Vuelva! Por ahí no, Gollum dice que no, y por una vez estoy de acuerdo con él.

Frodo se pasó la mano por la frente y quitó los ojos de la ciudad posada en la colina. Aquella torre luminosa lo fascinaba, y luchaba contra el deseo irresistible de correr hacia la puerta por el camino iluminado. Al fin con un esfuerzo dio media vuelta, y entonces sintió que el Anillo se le resistía, tirando de la cadena que llevaba alrededor del cuello; y también los ojos, cuando los apartó, parecieron enceguecidos un momento. Delante de él la oscuridad era impenetrable.

Gollum, reptando por el suelo como un animal asustado, se desvanecía ya en la penumbra. Sam, sin dejar de sostener a su amo que se tambaleaba, lo siguió lo más rápido que pudo. No lejos de la orilla del río había una abertura en el muro de piedra que bordeaba el camino. Pasaron por ella, y Sam vio que se encontraban en un sendero estrecho, vagamente luminoso al principio, como lo estaba el camino principal, pero luego, a medida que trepaba por encima de los prados de flores mortales y se internaba, tortuoso y zigzagueante, en los flancos septentrionales del valle, la luz se iba extinguiendo y el camino se perdía en las tinieblas.

Por este sendero caminaban los hobbits trabajosamente, juntos, incapaces de distinguir a Gollum delante de ellos, salvo cuando se volvía para indicarles que se apresuraran. Los ojos le brillaban entonces con un fulgor blancoverdoso, reflejo tal vez de la maléfica luminosidad de Morgul, o encendidos por algún estado de ánimo correspondiente al lugar. Frodo y Sam no podían olvidar aquel fulgor mortal y las troneras sombrías, y una y otra vez espiaban temerosos por encima del hombro, y una y otra vez se obligaban a volver la mirada hacia la oscuridad creciente del sendero. Avanzaban lenta y pesadamente. Cuando se elevaron por encima del hedor y los vapores del río envenenado, empezaron a respirar con más libertad y a sentir la mente más despejada, pero ahora una terrible fatiga les agarrotaba los miembros, como si hubiesen caminado toda la noche llevando a cuestas una carga pesada, o hubiesen estado nadando. Al fin no pudieron dar un paso más.