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—Me pregunto qué sucede —dijo Sam—. ¿Será que se avecina una tormenta? En ese caso, será la peor que hubo jamás. Desearemos estar metidos en un agujero profundo, no sólo amontonados debajo de un seto. —Escuchó con atención—. ¿Qué es eso? ¿Truenos, o tambores, o qué?

—No lo sé —dijo Frodo—. Ya hace un buen rato que dura. Por momentos la tierra parece temblar, y por momentos tienes la impresión de que el aire pesado te late en los oídos.

Sam miró alrededor.

—¿Dónde está Gollum? —preguntó—. ¿Todavía no ha vuelto?

—No —dijo Frodo—. No lo he visto ni lo he oído.

—Bueno, yo no lo soporto —dijo Sam—. A decir verdad, nunca salí con nada de viaje que me haya importado tan poco perder en el camino. Pero sería muy de él, después de habernos seguido todas estas millas, venir a perderse ahora, justo cuando lo necesitamos más... es decir, si alguna vez nos sirve de algo, cosa que dudo.

—Te olvidas de las Ciénagas —dijo Frodo—. Espero que no le haya ocurrido nada.

—Y yo espero que no nos esté preparando alguna triquiñuela. Y en todo caso espero que no vaya a caer en otras manos, como quien dice. Porque entonces, pronto nos veríamos en figurillas.

En ese momento se oyó otra vez, más fuerte y cavernoso, un ruido sordo, vibrante y prolongado. El suelo pareció temblar bajo los pies de los hobbits.

—Me parece que nos veremos en figurillas de todas maneras —dijo Frodo—. Me temo que nuestro viaje se esté acercando a su fin.

—Tal vez —dijo Sam—; pero donde hay vida hay esperanza, como decía mi compadre, y necesidad de vituallas, solía agregar. Coma usted un bocado, señor Frodo, y luego échese un sueño.

La tarde, como Sam suponía que había que llamarla, transcurrió lentamente. Cuando asomaba la cabeza fuera del refugio no veía nada más que un mundo lúgubre, sin sombras, que se diluía poco a poco en una oscuridad monótona, incolora. La atmósfera era sofocante, pero no hacía calor. Frodo dormía con un sueño intranquilo, se movía y daba vueltas, y de cuando en cuando murmuraba. Sam creyó oír dos veces el nombre de Gandalf. El tiempo parecía prolongarse interminablemente. De pronto Sam oyó un silbido detrás de él, y vio a Gollum en cuatro patas, mirándolos con los ojos relucientes.





—¡Despertad, despertad! ¡Despertad, dormilones! —murmuró—. ¡Despertad! No hay tiempo que perder. Tenemos que partir, sí, tenemos que partir en seguida. ¡No hay tiempo que perder!

Sam le clavó una mirada recelosa: Gollum parecía asustado o excitado.

—¿Partir ahora? ¿Qué andas tramando? Todavía no es el momento. No puede ser ni la hora del té, al menos en los lugares decentes donde hay una hora para tomar el té.

—¡Estúpido! —siseó Gollum—. No estamos en ningún lugar decente. Los minutos corren, sí, vuelan. No hay tiempo que perder. Tenemos que partir. Despierte, amo, ¡despierte! —Se prendió a Frodo, que despertó sobresaltado y tomó a Gollum por el brazo. Gollum se desasió rápidamente y retrocedió.

—No seáis estúpidos —siseó—. Tenemos que partir. No hay tiempo que perder. —Y no hubo modo de sacarle una palabra más. No quiso decir de dónde venía ni por que tenía tanta prisa. A Sam todo aquello le parecía muy sospechoso, y lo demostraba; de Frodo en cambio no podía saberse lo que le pasaba por la mente. Suspiró, levantó el paquete, y se preparó para salir a la creciente oscuridad.

Gollum les hizo descender furtivamente el flanco de la colina, tratando de mantenerse oculto siempre que era posible, y corriendo, encorvado casi contra el suelo en los espacios abiertos; pero la luz era ahora tan débil que ni siquiera una bestia salvaje de ojos penetrantes hubiera podido ver a los hobbits, encapuchados, envueltos en los oscuros mantos grises, ni tampoco oírlos, pues caminaban con ese andar sigiloso que con tanta naturalidad adopta la gente menuda. Ni una rama crujió, ni una hoja susurró mientras pasaban y desaparecían.

Durante cerca de una hora prosiguieron la marcha en silencio, en fila, bajo la opresión de la oscuridad y la calma absoluta de aquellos parajes, sólo interrumpida de tanto en tanto por lo que parecía un trueno lejano, o un redoble de tambores en alguna hondonada de las colinas. Siempre descendiendo, dejaron atrás el escondite, y se volvieron hacia el sur y tomaron por el camino más recto que Gollum pudo encontrar: una larga pendiente accidentada que subía a las montañas. Pronto, no muy lejos camino adelante, vieron un cinturón de árboles que parecía alzarse como una muralla negra. Al acercarse notaron que eran árboles enormes y quizá muy viejos, pero erguidos aún, aunque las copas estaban desnudas y rotas, como castigadas por la tempestad y el rayo, que no habían podido matarlos ni conmover las raíces insondables.

—La Encrucijada, sí —susurró Gollum, hablando por primera vez desde que salieran del escondite—. Hemos de tomar ese camino. —Virando ahora al este, los guió cuesta arriba; y entonces, de improviso, apareció a la vista el Camino del Sur: se abría paso serpenteando desde el pie de las montañas, para venir a morir aquí, en el gran anillo de los árboles.

—Éste es el único camino —cuchicheó Gollum—. No hay ningún otro. Ni senderos. Tenemos que ir a la Encrucijada. ¡Pero de prisa! ¡Silencio!

Furtivamente, como exploradores en campamento enemigo, se deslizaron al camino y con pasos sigilosos de gato en acecho avanzaron a lo largo del borde occidental, al amparo de la barranca pedregosa, gris como las piedras mismas. Llegaron por fin a los árboles, y descubrieron que se encontraban dentro de un vasto claro circular, abierto bajo el cielo sombrío; y los espacios entre los troncos inmensos eran como las grandes arcadas oscuras de un castillo ruinoso. En el centro mismo confluían cuatro caminos. A espaldas de los hobbits se extendía el que conducía al Mora

Frodo se detuvo un instante atemorizado y de pronto vio brillar una luz: un reflejo en la cara de Sam, que estaba junto a él. Se volvió y alcanzó a ver bajo la bóveda de ramas el camino de Osgiliath que descendía y descendía hacia el oeste, casi tan recto como una cinta estirada. Allí, en la lejanía, más allá de la triste Gondor ahora envuelta en sombras, el Sol declinaba y tocaba por fin la orla del paño funerario de las nubes, que rodaban lentamente, y se hundían, en un incendio ominoso, en el Mar todavía inmaculado. El breve resplandor iluminó una enorme figura sentada, inmóvil y solemne como los grandes reyes de piedra de Argonath. Los años la habían carcomido, y unas manos violentas la habían mutilado. Habían arrancado la cabeza, y habían puesto allí como burla una piedra toscamente tallada y pintarrajeada por manos salvajes; la piedra simulaba una cara horrible y gesticulante con un ojo grande y rojo en medio de la frente. Sobre las rodillas, el trono majestuoso y alrededor del pedestal unos garabatos absurdos se mezclaban con los símbolos inmundos de los corruptos habitantes de Mordor.