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Frodo se detuvo y se sentó sobre una piedra. Habían trepado hasta la cresta de una gran giba de roca desnuda. Delante de ellos, en el flanco del valle, había una saliente que el sendero contorneaba, apenas una ancha cornisa con un abismo a la derecha; trepaba luego por la cara escarpada del sur, hasta desaparecer arriba, en la negrura.

—Necesitaría descansar un rato, Sam —murmuró Frodo—. Me pesa mucho, Sam, hijo, me pesa enormemente. Me pregunto hasta dónde podré llevarlo. De todos modos necesito descansar antes de que nos aventuremos a entrar allí. —Señaló adelante el angosto camino.

—¡Sssh! ¡Sssh! —siseó Gollum corriendo apresuradamente hacia ellos—. ¡Sssh! —Tenía los dedos contra los labios y sacudía insistentemente la cabeza. Tironeando a Frodo de la manga, le señaló el sendero; pero Frodo se negó a moverse.

—Todavía no —dijo—, todavía no. —La fatiga y algo más que la fatiga lo oprimían; tenía la impresión de que un terrible sortilegio le atenazaba la cabeza y el cuerpo—. Necesito descansar —murmuró.

Al oír esto, el miedo y la agitación de Gollum fueron tales que volvió a hablar esta vez claramente, llevándose la mano a la boca, como para que unos oyentes invisibles que poblaban el aire no pudieron oírlo.

—No aquí, no. No descansar aquí. ¡Locos! Ojos pueden vernos. Cuando vengan al puente nos verán. ¡Vamos! ¡Arriba, arriba! ¡Vamos!

—Vamos, señor Frodo —dijo Sam—. Otra vez tiene razón. No podemos quedarnos aquí.

—Está bien —dijo Frodo con una voz remota, como la de alguien que hablase en un duermevela—. Lo intentaré. —Penosamente volvió a incorporarse.

Pero era demasiado tarde. En ese momento la roca se estremeció y tembló debajo de ellos. El estruendo prolongado y trepidante, más fuerte que nunca, retumbó bajo la tierra y reverberó en las montañas. Luego, de improviso, con una celeridad enceguecedora, estalló un relámpago enorme y rojo. Saltó al cielo mucho más allá de las montañas del este y salpicó de púrpura las nubes bajas. En aquel valle de sombras y fría luz mortal pareció de una violencia insoportable y feroz. Los picos de piedra y las crestas que parecían cuchillos mellados emergieron de pronto siniestros y negros contra la llama que subía del Gorgoroth. Luego se oyó el estampido de un trueno.





Y Minas Morgul respondió. Hubo un centelleo de relámpagos lívidos: saetas de luz azul brotaron de la torre y de las colinas circundantes hacia las nubes lóbregas. La tierra gimió; y un clamor llegó desde la ciudad. Mezclado con voces ásperas y estridentes, como de aves de rapiña, y el agudo relincho de caballos furiosos y aterrorizados, resonó un grito desgarrador, estremecido, que subió rápidamente de tono hasta perderse en un chillido penetrante, casi inaudible. Los hobbits giraron en redondo, volviéndose hacia el sitio de donde venía el sonido, y se tiraron al suelo, tapándose las orejas con las manos.

Cuando el grito terrible terminó en un gemido largo y abominable, Frodo levantó lentamente la cabeza. Del otro lado del valle estrecho, ahora casi al nivel de los ojos, se alzaban los muros de la ciudad funesta, y la puerta cavernosa, como una boca flanqueada de dientes relucientes, estaba abierta. Y por esa puerta salía un ejército.

Todos los hombres iban vestidos de negro, sombríos como la noche. Frodo los veía contra los muros claros y el pavimento luminoso: pequeñas figuras negras que marchaban en filas apretadas, silenciosas y rápidas, fluyendo como un río interminable. Al frente avanzaba una caballería numerosa de jinetes que se movían como sombras disciplinadas, y a la cabeza iba uno más grande que los otros: un Jinete, todo de negro, excepto la cabeza encapuchada protegida por un yelmo que parecía una corona y que centelleaba con una luz inquietante. Descendía, se acercaba al puente, y Frodo lo seguía con los ojos muy abiertos, incapaz de parpadear o de apartar la mirada. ¿No era aquél el Señor de los Nueve Jinetes, que había retornado para conducir a la guerra a aquel ejército horrendo? Allí, sí, allí estaba por cierto el rey espectral, cuya mano fría hiriera al Portador del Anillo con un puñal mortífero. La vieja herida le latió de dolor y un frío inmenso invadió el corazón de Frodo.

Y mientras estos pensamientos lo traspasaban aún de terror y lo tenían paralizado como por un sortilegio, el Jinete se detuvo de golpe, justo a la entrada del puente, y toda la hueste se inmovilizó detrás. Hubo una pausa, un silencio de muerte. Tal vez era el Anillo que llamaba al Señor de los Espectros, y lo turbaba haciéndole sentir la presencia de otro poder en el valle. A un lado y a otro se volvía la cabeza embozada y coronada de miedo, barriendo las sombras con ojos invisibles. Frodo esperaba, igual que un pájaro que ve acercarse una serpiente, incapaz de moverse. Y mientras esperaba sintió, más imperiosa que nunca, la orden de ponerse el Anillo en el dedo. Pero por más poderoso que fuese aquel impulso, ahora no se sentía inclinado a ceder. Sabía que el Anillo no haría otra cosa que traicionarlo, y que aun cuando se lo pusiera, no tenía todavía poder suficiente para enfrentarse al Rey de Morgul... todavía no. Ya no había en él, en su voluntad, por muy debilitada por el terror que ahora estuviera, ninguna respuesta a ese mandato, y sólo sentía aquella fuerza extraña que lo golpeaba. Una fuerza que le tomaba la mano, y mientras Frodo la observaba con los ojos de la mente, sin consentir pero en suspenso (como si esperase el final de una vieja leyenda de antaño), se la acercaba poco a poco a la cadena que llevaba al cuello. Entonces la voluntad de Frodo reaccionó: lentamente obligó a la mano a retroceder y a buscar otra cosa, algo que llevaba escondido cerca del pecho. Frío y duro lo sintió cuando el puño se cerró sobre él: la redoma de Galadriel, tanto tiempo atesorado, y luego casi olvidado. Al tocarlo, todos los pensamientos que concernían al Anillo se desvanecieron un momento. Suspiró e inclinó la cabeza.

En ese mismo instante el Rey de los Espectros dio media vuelta, picó espuelas y cruzó el puente, y todo el sombrío ejército marchó tras él. Quizá las caperuzas élficas habían resistido la mirada de los ojos invisibles, y la mente del pequeño enemigo, fortalecido ahora, había logrado desviar los pensamientos del Jinete. Pero llevaba prisa. La hora ya había sonado, y a la orden del Amo poderoso tenía que marchar en son de guerra hacia el Oeste.

Pronto se perdió, una sombra en la sombra, descendiendo por el sinuoso camino, y tras él las filas negras aún cruzaban el puente. Nunca un ejército tan grande había partido de ese valle desde los días del esplendor de Isildur; ningún enemigo tan cruel y tan fuertemente armado había atacado aún los vados del Anduin; y sin embargo no era más que un ejército, y no el mayor, de las huestes que ahora enviaba Mordor.

Frodo se sacudió. Y de pronto volvió el corazón a Faramir. —La tormenta al fin ha estallado —se dijo—. Este enorme despliegue de lanzas y de espadas va hacia Osgiliath. ¿Llegará a tiempo Faramir? Él lo predijo, ¿pero sabía la hora? ¿Y quién defenderá ahora los vados, cuando llegue el Rey de los Nueve Jinetes? Y a este ejército le seguirán otros. He venido tarde. Todo está perdido. Me he demorado demasiado. Y aun cuando llegase a cumplir mi misión, nadie lo sabría. No habrá nadie a quien pueda contárselo. Será inútil. —Débil y abatido, Frodo se echó a llorar. Y mientras tanto los ejércitos de Morgul seguían cruzando el puente.