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Sam no había intervenido en la conversación, pero la había escuchado; y al mismo tiempo había prestado atención, con su aguzado oído de hobbit, a todos los rumores y ruidos ahogados del bosque. Una cosa había notado: que en toda la conversación el nombre de Gollum no se había mencionado una sola vez. Se alegraba, aunque le parecía que era demasiado esperar no volver a oírlo más. Pronto advirtió también que aunque iban solos, había muchos hombres en las cercanías: no solamente Damrod y Mablung, que aparecían y desaparecían entre las sombras delante de ellos, sino otros a la izquierda y la derecha, encaminándose furtiva y rápidamente a algún sitio señalado.

Una vez, al volver bruscamente la cabeza, como si una picazón en la piel le advirtiera que alguien lo observaba, creyó entrever una pequeña forma negra que se escabullía por detrás del tronco de un árbol. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. —No estoy seguro —se dijo—; ¿y para qué recordarles a ese viejo villano, si ellos han preferido olvidarlo? ¡Ojalá yo también lo olvidara!

Así continuaron la marcha, hasta que la espesura del bosque empezó a ralear, y el terreno a descender en barrancas más empinadas. Dieron vuelta una vez más, a la derecha, y no tardaron en llegar a un pequeño río que corría por una garganta estrecha: era el mismo arroyo que nacía, mucho más arriba, en la cuenca redonda, y que ahora serpeaba en un rápido torrente, por un lecho profundamente hendido y muy pedregoso, bajo las ramas combadas de los acebos y el oscuro follaje del boj. Mirando hacia el oeste podían ver, más abajo, envueltas en una bruma luminosa, tierras bajas y vastas praderas, y centelleando a lo lejos a la luz del sol poniente las aguas anchas del Anduin.

—Aquí, lamentablemente, cometeré con vosotros una descortesía —dijo Faramir—. Espero que sabréis perdonarla en quien hasta ahora ha desechado órdenes en favor de buenos modales a fin de no mataros ni amarraros con cuerdas. Pero un mandamiento riguroso exige que ningún extranjero, aun cuando fuese uno de Rohan que luche en nuestras filas, ha de ver el camino por el que ahora avanzamos con los ojos abiertos. Tendré que vendaros.

—Como gustes —dijo Frodo—. Hasta los Elfos lo hacen cuando les parece necesario, y con los ojos vendados cruzamos las fronteras de la hermosa Lothlórien. Gimli el Enano lo tomó a mal, pero los hobbits lo soportaron.

—El lugar al que os conduciré no es tan hermoso —dijo Faramir—. Pero me alegra que lo aceptéis de buen grado y no por la fuerza.

Llamó por lo bajo, e inmediatamente Mablung y Damrod salieron de entre los árboles y se acercaron de nuevo a ellos.

—Vendadles los ojos a estos huéspedes —dijo Faramir—. Fuertemente, pero sin incomodarlos. No les atéis las manos. Prometerán que no tratarán de ver. Podría confiar en que cerrasen los ojos voluntariamente, pero los ojos parpadean, si los pies tropiezan en el camino. Guiadlos de modo que no trastabillen.

Los guardias vendaron entonces con bandas verdes los ojos de los hobbits, y les bajaron las capuchas casi hasta la boca; en seguida, tomándolos rápidamente por las manos, se pusieron otra vez en marcha. Todo cuanto Frodo y Sam supieron de esta última milla, fue lo que adivinaron haciendo conjeturas en la oscuridad. Al cabo de un rato tuvieron la impresión de ir por un sendero que descendía en rápida pendiente; muy pronto se volvió tan estrecho que avanzaron todos en fila, rozando a ambos lados un muro pedregoso; los guardias los guiaban desde atrás, con las manos firmemente apoyadas en los hombros de los hobbits. De tanto en tanto, cada vez que llegaban a un trecho más accidentado, los levantaban, para volver a depositarlos en el suelo un poco más adelante. Constantemente oían a la derecha el agua que corría sobre las piedras, ahora más cercana y rumorosa. Al cabo de un tiempo detuvieron la marcha. Inmediatamente Mablung y Damrod los hicieron girar sobre sí mismos, varias veces, y los hobbits se desorientaron del todo. Treparon un poco; hacía frío y el ruido del agua era ahora más débil. Luego, levantándolos otra vez, los hicieron bajar numerosos escalones, y volver un recodo. De improviso oyeron de nuevo el agua, ahora sonora, impetuosa y saltarina. Tenían la impresión de estar rodeados de agua, y sentían que una finísima llovizna les rociaba las manos y las mejillas. Por fin los pusieron nuevamente en el suelo. Un momento permanecieron así, amedrentados, con vendas en los ojos, sin saber dónde estaban; y nadie hablaba alrededor.

De pronto llegó la voz de Faramir, muy próxima, a espaldas de ellos.





—¡Dejadles ver! —dijo.

Les quitaron los pañuelos y les levantaron las capuchas, y los hobbits pestañearon, y se quedaron sin aliento.

Se encontraban en un mojado pavimento de piedra pulida, el umbral, por así decir, de una puerta de roca toscamente tallada que se abría, negra, detrás de ellos. Enfrente caía una delgada cortina de agua, tan próxima que Frodo, con el brazo extendido, hubiera podido tocarla. Miraba al oeste. Del otro lado del velo se refractaban los rayos horizontales del sol poniente, y la luz purpúrea se quebraba en llamaradas de colores siempre cambiantes. Les parecía estar junto a la ventana de una extraña torre élfica, velada por una cortina recamada con hilos de plata y de oro, y de rubíes, zafiros, y amatistas, ardiendo todo en un fuego que nunca se consumía.

—Al menos hemos tenido la suerte de llegar a la mejor hora para recompensar vuestra paciencia —dijo Faramir—. Ésta es la Ventana del Sol Poniente, He

Mientras Faramir hablaba, el sol desapareció en el horizonte, y el fuego se extinguió en el móvil dosel del agua. Dieron media vuelta, traspusieron el umbral bajo la arcada baja y amenazadora, y se encontraron de súbito en un recinto de piedra, vasto y tosco, bajo un techo abovedado. Algunas antorchas proyectaban una luz mortecina sobre las paredes relucientes. Ya había allí un gran número de hombres. Otros seguían entrando en grupos de dos y de tres por una puerta lateral, oscura y estrecha. A medida que se habituaban a la penumbra, los hobbits notaron que la caverna era más grande de lo que habían imaginado, y que había allí grandes reservas de armamentos y vituallas.

—Bien, he aquí nuestro refugio —dijo Faramir—. No es un lugar demasiado confortable, pero os permitirá pasar la noche en paz. Al menos está seco, y aunque no hay fuego, tenemos comida. En tiempos remotos el agua corría a través de esta gruta y se derramaba por la arcada, pero los obreros de antaño desviaron la corriente más arriba del paso, y el río desciende ahora desde las rocas en una cascada dos veces más alta. Todas las vías de acceso a esta gruta fueron clausuradas entonces, para impedir la penetración del agua y de cualquier otra cosa; todas salvo una. Ahora hay sólo dos salidas: aquel pasaje por el que entrasteis con los ojos vendados, y el de la Cortina de la Ventana, que da a una cuenca profunda sembrada de cuchillos de piedra. Y ahora descansad unos minutos, mientras preparamos la cena.