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”Y una cosa recuerdo de Boromir cuando era niño, y juntos aprendíamos las leyendas de nuestros antepasados y la historia de la ciudad: siempre le disgustaba que su padre no fuera rey. «¿Cuántos centenares de años han de pasar para que un senescal se convierta en rey, si el rey no regresa?», preguntaba. «Pocos años, tal vez, en casas de menor realeza», le respondía mi padre. «En Gondor no bastarían diez mil años.» ¡Ay! pobre Boromir. ¿Esto no te dice algo de él?

—Sí —dijo Frodo—. Sin embargo siempre trató a Aragorn con honor.

—No lo dudo —dijo Faramir—. Si estaba convencido, como dices, de que las pretensiones de Aragorn eran legítimas, ha de haberlo reverenciado. Pero no había llegado aún el momento decisivo: no había ido aún a Minas Tirith, ni se habían convertido aún en rivales en las guerras de la ciudad.

”Pero me estoy alejando del tema. Nosotros, los de la casa de Denethor, tenemos por tradición un conocimiento profundo de la antigua sabiduría; y en nuestros cofres conservamos además muchos tesoros: libros y tabletas escritos en caracteres diversos sobre pergamino, sí, y sobre piedra y sobre láminas de plata y de oro. Hay algunos que nadie puede leer; en cuanto a los demás, pocos son los que logran alguna vez entenderlos. Yo los sé descifrar, un poco, pues he sido iniciado. Son los archivos que nos trajo el Peregrino Gris. Yo lo vi por primera vez cuando era niño, y ha vuelto dos o tres veces desde entonces.

—¡El Peregrino Gris! —exclamó Frodo—. ¿Tenía un nombre?

—Mithrandir lo llamaban a la manera élfica —dijo Faramir—, y él estaba satisfecho. Muchos son mis nombres en numerosos países, decía. Mithrandir entre los Elfos, Tharkûn para los Enanos; Olórin era en mi juventud en el Oeste que nadie recuerda, Incánus en el Sur, Gandalf en el Norte; al Este nunca voy.

—¡Gandalf! —dijo Frodo—. Me imaginé que era Gandalf el Gris, el más amado de nuestros consejeros. Guía de nuestra Compañía. Lo perdimos en Moria.

—¡Mithrandir perdido! —dijo Faramir—. Se diría que un destino funesto se ha encarnizado con vuestra comunidad. Es en verdad difícil de creer que alguien de tan alta sabiduría y tanto poder, pues muchos prodigios obró entre nosotros, pudiera perecer de pronto, que tanto saber fuera arrebatado al mundo. ¿Estás seguro? ¿No habrá partido simplemente en uno de sus misteriosos viajes?

—¡Ay! sí —dijo Frodo—. Yo lo vi caer en el abismo.

—Veo que detrás de todo esto se oculta una historia larga y terrible —dijo Faramir— que tal vez podrás contarme en la velada. Este Mithrandir era, ahora lo adivino, más que un maestro de sabiduría: un verdadero artífice de las cosas que se hacen en nuestro tiempo. De haber estado entre nosotros para discutir las duras palabras de nuestro sueño, él nos las hubiera esclarecido en seguida, sin necesidad de ningún mensajero. Pero quizá no habría querido hacerlo, y el viaje de Boromir era inevitable. Mithrandir nunca nos hablaba de lo que iba a acontecer, ni de sus propósitos. Obtuvo autorización de Denethor, ignoro por qué medios, para examinar los secretos de nuestro tesoro, y yo aprendí un poco de él, cuando quería enseñarme, cosa poco frecuente. Buscaba siempre y quería saberlo todo de la Gran Batalla que se libró sobre el Dagorlad en los primeros tiempos de Gondor, cuando aquel a quien no nombramos fue derrotado. Y pedía que le contáramos historias de Isildur, aunque poco podíamos decirle; pues acerca del fin de Isildur nada seguro se supo jamás entre nosotros.





Ahora la voz de Faramir se había convertido en un susurro.

—Pero una cosa supe al menos, o adiviné, que siempre he guardado en secreto en mi corazón: que Isildur tomó algo de la mano del Sin Nombre, antes de partir de Gondor, cuando fue visto por última vez entre hombres mortales. Aquí estaba, pensaba yo, la respuesta a las preguntas de Mithrandir. Pero parecía en ese entonces que estos asuntos concernían sólo a los estudiosos de la antigua sabiduría. Ni cuando discutíamos entre nosotros las enigmáticas palabras del sueño, pensé que el Daño de Isildurpudiera ser la misma cosa. Pues Isildur cayó en una emboscada y fue muerto por flechas de orcos, de acuerdo con la única leyenda que nosotros conocemos, y Mithrandir nunca me dijo más.

”Qué es en realidad esa Cosa no puedo aún adivinarlo; pero tiene que ser un objeto de gran poder y peligro. Un arma temible, tal vez, ideada por el Señor Oscuro. Si fuese un talismán que procurara ventajas en la guerra, puedo creer por cierto que Boromir, el orgulloso y el intrépido, el a menudo temerario Boromir, siempre soñando con la victoria de Minas Tirith (y con su propia gloria) haya deseado poseerlo y se sintiera atraído por él. ¡Por qué habrá partido en esa búsqueda funesta! Yo habría sido elegido por mi padre y los ancianos, pero él se adelantó, por ser el mayor y el más osado (lo cual era verdad), y no escuchó razones.

”¡Pero no temas! Yo no me apoderaría de esa cosa ni aun cuando la encontrase tirada en la orilla del camino. Ni aunque Minas Tirith cayera en ruinas, y sólo yo pudiera salvarla, así, utilizando el arma del Señor Oscuro para bien de la ciudad, y para mi gloria. No, no deseo semejantes triunfos, Frodo hijo de Drogo.

—Tampoco los deseaba el Concilio —dijo Frodo—. Ni yo. Quisiera no saber nada de esos asuntos.

—Por mi parte —dijo Faramir—, quisiera ver el Árbol Blanco de nuevo florecido en las cortes de los reyes, y el retorno de la Corona de Plata, y que Minas Tirith viviera en paz: Minas Anor otra vez como antaño, plena de luz, alta y radiante, hermosa como una reina entre otras reinas: no señora de una legión de esclavos, ni aun ama benévola de esclavos voluntarios. Guerra ha de haber mientras tengamos que defendernos de la maldad de un poder destructor que nos devoraría a todos; pero yo no amo la espada porque tiene filo, ni la flecha porque vuela, ni al guerrero porque ha ganado la gloria. Sólo amo lo que ellos defienden: la ciudad de los Hombres de Númenor; y quisiera que otros la amasen por sus recuerdos, por su antigüedad, por su belleza y por la sabiduría que hoy posee. Que no la teman, sino como acaso temen los hombres la dignidad de un hombre, viejo y sabio.

”¡Así pues, no me temas! No pido que me digas más. Ni siquiera pido que digas si me he acercado a la verdad. Pero si quieres confiar en mí, podría tal vez aconsejarte y hasta ayudarte a cumplir tu misión, cualquiera que ella sea.

Frodo no respondió. A punto estuvo de ceder al deseo de ayuda y de consejo, de confiarle a este hombre joven y grave, cuyas palabras parecían tan sabias y tan hermosas, todo cuanto pesaba sobre él. Pero algo lo retuvo. Tenía el corazón abrumado de temor y tristeza: si él y Sam eran en verdad, como parecía probable, todo cuanto quedaba ahora de los Nueve Caminantes, entonces sólo él conocía el secreto de la misión. Más valía desconfiar de palabras inmerecidas que de palabras irreflexivas. Y el recuerdo de Boromir, del horrible cambio que había producido en él la atracción del Anillo, estaba muy presente en su memoria, mientras miraba a Faramir y escuchaba su voz: eran distintos, sí, pero a la vez muy parecidos.

Durante un rato continuaron caminando en silencio, deslizándose como sombras grises y verdes bajo los árboles añosos, sin hacer ningún ruido; en lo alto cantaban muchos pájaros, y el sol brillaba en la bóveda de hojas lustrosas y oscuras de los siempre verdes bosques de Ithilien.