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Los hobbits fueron conducidos a un rincón, donde les dieron un lecho para que se echaran encima a descansar, si así lo deseaban. Mientras tanto los hombres iban y venían atareados por la caverna, silenciosos, y con una presteza metódica. Tablas livianas fueron retiradas de las paredes, dispuestas sobre caballetes y cargadas de utensilios. Éstos eran en su mayor parte simples y sin adornos, pero todos de noble y armoniosa factura: escudillas redondas, tazones y fuentes de terracota esmaltada o de madera de boj torneada, lisos y pulcros. Aquí y allá había una salsera o un cuenco de bronce pulido; y un copón de plata sin adornos junto al sitio del Capitán, en la mesa del centro.

Faramir iba y venía entre los hombres, interrogándolos en voz baja, a medida que llegaban. Algunos volvían de perseguir a los Sureños; otros, los que habían quedado como centinelas y exploradores cerca del camino, fueron los últimos en aparecer. Se conocía la suerte que habían corrido todos los sureños, excepto el gran Mûmak: qué había sido de él nadie pudo decirlo. Del Enemigo, no se veía movimiento alguno; no había en los alrededores ni un solo espía orco.

—¿No viste ni oíste nada, Anborn? —le preguntó Faramir al último en llegar.

—Bueno, no, señor —dijo el hombre—. Por lo menos ningún orco. Pero vi, o me pareció ver, una cosa un poco extraña. Caía la noche, y a esa hora las cosas parecen a veces más grandes de lo que son. Así que tal vez no fuera nada más que una ardilla. —Al oír esto Sam aguzó el oído—. Pero entonces era una ardilla negra, y no le vi la cola. Parecía una sombra que se deslizaba por el suelo. Se escurrió detrás del tronco de un árbol cuando me aproximé, y trepó hasta la copa rápidamente, en verdad como una ardilla. Pero vos, señor, no aprobáis que matemos sin razón bestias salvajes, y no parecía ser otra cosa, de modo que no usé mi arco. De todas maneras estaba demasiado oscuro para disparar una flecha certera, y la criatura desapareció en un abrir y cerrar de ojos en la oscuridad del follaje. Pero me quedé allí un rato, porque me pareció extraño, y luego me apresuré a regresar. Tuve la impresión de que me silbó desde muy arriba, cuando me alejaba. Una ardilla grande, tal vez. Puede ser que al amparo de las sombras del Sin Nombre algunas de las bestias del Bosque Negro vengan a merodear por aquí. Ellos tienen allá ardillas negras, dicen.

—Puede ser —dijo Faramir—. Pero ése sería un mal presagio. No queremos en Ithilien fugitivos del Bosque Negro. —Sam creyó ver que al decir estas palabras Faramir echaba una mirada rápida a los hobbits, pero no dijo nada. Durante un rato Frodo y él permanecieron acostados de espaldas observando la luz de las antorchas, y a los hombres que iban y venían hablando a media voz. Luego, repentinamente, Frodo se quedó dormido.

Sam discutía consigo mismo, defendiendo ya un argumento, ya el argumento contrario. «Es posible que tenga razón —se decía—, pero también podría no tenerla. Las palabras hermosas esconden a veces un corazón infame. —Bostezó—. Podría dormir una semana entera, y bien que me sentaría. ¿Y qué puedo hacer, aunque me mantenga despierto, yo solo en medio de tantos Hombres grandes? Nada, Sam Gamyi; pero tienes que mantenerte despierto a pesar de todo.» Y de una u otra forma lo consiguió. La luz desapareció de la puerta de la caverna, y el velo gris del agua de la cascada se ensombreció y se perdió en la oscuridad creciente. Y el sonido del agua siempre continuaba, sin cambiar jamás de nota, mañana, tarde o noche. Murmuraba y susurraba e invitaba al sueño. Sam se hundió los nudillos en los ojos.

Ahora estaban encendiendo más antorchas. Habían espitado un casco de vino, abrían los barriles de provisiones, y algunos hombres iban a buscar agua a la cascada. Otros se lavaban las manos en jofainas. Trajeron para Faramir un gran aguamanil de cobre y un lienzo blanco, y también él se lavó.

—Despertad a nuestros huéspedes —dijo—, y llevadles agua. Es hora de comer.

Frodo se incorporó y se desperezó, bostezando. Sam, que no estaba habituado a que lo sirvieran, miró con cierta sorpresa al hombre alto que se inclinaba, acercándole un aguamanil.

—¡Déjala en el suelo, maestro, por favor! —dijo—. Será más fácil para ti y también para mí. —Luego, ante el asombro divertido de los Hombres, hundió la cabeza en el agua fría y se restregó el cuello y las orejas.

—¿Es costumbre en vuestra tierra lavarse la cabeza antes de la cena? —preguntó el hombre que servía a los hobbits.





—No, antes del desayuno —replicó Sam—. Pero si estás falto de sueño, el agua fría en el cuello te hace el mismo efecto que la lluvia a una lechuga marchita. ¡Listo! Ahora me podré mantener despierto el tiempo suficiente como para comer un bocado.

Condujeron a los hobbits a los asientos junto a Faramir: barriles recubiertos de pieles y más altos que los bancos de los Hombres para que estuvieran cómodos. Antes de sentarse a comer, Faramir y todos sus hombres se volvieron de cara al oeste, y así permanecieron un momento, en profundo silencio. Faramir les indicó a Frodo y a Sam que hicieran lo mismo.

—Siempre lo hacemos —explicó Faramir cuando por fin se sentaron—; volvemos la mirada hacia Númenor, la Númenor que fue, y más allá de Númenor hacia el Hogar de los Elfos que todavía es, y más lejos todavía hacia lo que es y siempre será. ¿No hay entre vosotros una costumbre semejante a la hora de las comidas?

—No —respondió Frodo, sintiéndose extrañamente rústico y sin educación—. Pero si hemos sido invitados, saludamos a nuestro anfitrión con una reverencia, y luego de haber comido nos levantamos y le damos las gracias.

—También nosotros lo hacemos —dijo Faramir.

Luego de tanto peregrinar, y de acampar a la intemperie, y de tantos días pasados en tierras salvajes y desiertas, la colación de la noche les pareció a los hobbits un festín: beber el vino rubio, fresco y fragante, y comer el pan con mantequilla, y carnes saladas y frutos secos, y un excelente queso rojo, ¡con las manos limpias y vajilla y cubiertos relucientes! Ni Frodo ni Sam rehusaron una sola de las viandas que les fueron ofrecidas, ni una segunda ración, ni aun una tercera. El vino les corría por las venas y los miembros cansados y se sentían alegres y ligeros de corazón como no lo habían estado desde que partieran de las tierras de Lórien.

Cuando todo hubo terminado, Faramir los llevó a un nicho al fondo de la caverna, aislado en parte por una cortina; allí pusieron una mesa y dos bancos. Una pequeña lámpara de barro ardía en la hornacina.

—Pronto podréis tener ganas de dormir —dijo—, especialmente el buen Samsagaz, que no ha querido cerrar un ojo antes de la cena aunque no sé si por miedo a embotar un noble apetito o por miedo a mí. Pero no es saludable irse a dormir en seguida de comer, y menos aún luego de un prolongado ayuno. Hablemos, pues, durante un rato. Tendréis mucho que contar de vuestro viaje desde Rivendel. Y también querréis saber algo de nosotros y del país en que ahora os encontráis. Habladme de mi hermano Boromir, del viejo Mithrandir y de la hermosa gente del país de Lothlórien.

Frodo ya no tenía sueño y estaba dispuesto a conversar. Sin embargo, aunque se sentía bien luego de la comida y el vino, no había perdido del todo la cautela. Sam estaba radiante y canturreaba en voz baja; pero cuando Frodo habló, al principio se contentó con escuchar, aventurando sólo una que otra exclamación de asentimiento.