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La esencia, más que la verdadera intriga del sueño, era una constante refutación del hecho de que no la quería. Su amor-sueño por ella superaba en emoción, en pasión espiritual y en hondura todo lo que había sentido en su existencia real. Su amor era como un interminable retorcerse de manos, como el tanteo del alma a través de un infinito laberinto de desesperanza y remordimiento. Eran, en cierto sentido, sueños enamorados, porque estaban impregnados de ternura, del deseo de hundir su cabeza en el regazo de ella y de borrar con sollozos el monstruoso pasado. Desbordaban de la horrible conciencia de que Disa era tan joven y tan indefensa. Eran más puros que su vida. El aura carnal que había en ellos no venía de Disa sino de aquellos con quienes la traicionaba -Phrynia con su barbilla mal afeitada, la preciosura de Timandra con aquel palo debajo del mandil- y aun así la escoria sexual permanecía en alguna parte muy por encima del tesoro sumergido y no tenía mayor importancia. Le sucedía ver cómo se acercaba a Disa un vago pariente tan lejano que prácticamente no tenía rasgos. Ella escondía rápidamente algo y le tendía la mano arqueada para que se la besara. Él sabía que Disa acababa de encontrar un objeto revelador -una bota de montar en la cama- que probaba, sin la menor duda, la infidelidad de su marido. El sudor perlaba su frente pálida, desnuda, pero tenía que escuchar la charla de un visitante casual o dirigir los movimientos de un obrero que meneaba la cabeza y miraba hacia arriba llevando una escalera hasta la ventana rota. Uno podía soportar -un soñador fuerte, despiadado podía soportar- la idea de la pena y del orgullo de Disa, pero nadie podría soportar la vista de su sonrisa automática cuando pasaba de la tortura del descubrimiento a las corteses trivialidades que se esperaban de ella. Disa podía anular una iluminación, o discutir sobre camas de hospital con la jefa de enfermeras, o simplemente ordenar el desayuno para dos en la gruta marina y a través de la simplicidad cotidiana de la charla, a través del juego de gestos encantadores con los que siempre acompañaba ciertas frases hechas, el soñador gemebundo percibía la zozobra de su alma y sabía que había sufrido un odioso, inmerecido y humillante desastre, y que sólo las obligaciones del protocolo y sin inflexible bondad hacia un tercero inocente le daban fuerzas para sonreír. Cuando se veía la luz en su rostro, se adivinaba que se apagaría un instante después para ser sustituida -en cuanto se marchara el visitante- por aquel intolerable fruncimiento de cejas que el soñador no podría olvidar nunca. Él la ayudaba entonces a ponerse de pie en aquel mismo jardín a orillas del lago, con fragmentos del lago incrustados entre espacios que separaban los balaustres, y caminaban los dos juntos por un sendero anónimo, y él sentía que Disa lo miraba con una leve sonrisa, pero cuando él se obligaba a hacer frente a ese reflejo interrogador, ella ya no estaba. Todo había cambiado, todo el mundo era feliz. Y él tenía que encontrarla en seguida, absolutamente, para decirle que la adoraba, pero el numeroso público que tenía delante lo separaba de la puerta, y las notas que le llegaban a través de una sucesión de manos le decían que Disa no estaba visible; que inauguraba un incendio; que se había casado con un hombre de negocios norteamericano; que se había convertido en personaje de una novela; que estaba muerta.

Esos escrúpulos no lo perturbaban ahora que estaba sentado en la terraza de la villa de Disa y le contaba su afortunada evasión del Palacio. Ella disfrutó con su descripción de la unión subterránea con el teatro y trató de representarse la feliz recorrida por las montañas; pero la parte relacionada con Garh le desagradó como si, paradójicamente, hubiera preferido que él se hubiese entregado a un momento de sano esparcimiento con la mocetona. Le dijo secamente que se saltara esos interludios, y él le hizo una pequeña reverencia cómica. Pero cuando empezó a discutir la situación política (dos generales soviéticos acababan de ser designados consejeros militares del gobierno extremista), una expresión vacía que le era familiar apareció en sus ojos. Ahora que había salido sano y salvo del país, toda la masa azul de Zembla, desde el Cabo de Embla hasta la Bahía de Emblema, podía hundirse en el mar, a ella no le importaba. Que él hubiera perdido peso le preocupaba más que la pérdida de un reino. Preguntó al pasar por las joyas de la corona; él ie reveló su desusado escondite, lo que le provocó una alegra pueril que no había conocido desde hacía años y agos -Tengo algunos asuntos de negocios que tratar -dijo el Rey-. Y hay papeles que usted debe firmar. -Un teléfono trepaba en la glorieta entre las rosas. Una de sus antiguas damas de honor, la lánguida y elegante Fleur de Fyler (de unos cuarenta años ahora y marchita) siempre con perlas en el pelo ala de cuervo y la tradicional mantilla blanca, trajo ciertos documentos del boudoirde Disa. Al oír la melodiosa voz del Rey detrás de los laureles, Fleur la reconoció antes de dejarse engañar por el excelente disfraz. Dos lacayos, dos jóvenes y apuestos extranjeros de marcado tipo latino, aparecieron con el té y sorprendieron a Fleur en mitad de una reverencia. Una brisa repentina se introdujo entre las glicinas. Desfloradora de flores. Cuando Fleur se volvía junto a las orquídeas Disa, el Rey le preguntó si seguía tocando la viola. Fleur sacudió la cabeza varias veces porque no quería hablar sin dirigirse a él y no se atrevía a hacerlo mientras los criados pudieran oírla.

Se quedaron de nuevo solos. Disa encontró rápidamente los papeles que necesitaba. Cuando hubieron terminado, charlaron un rato de cosas agradables y triviales, como la película basada en una leyenda zemblana que Odón esperaba filmar en París o en Roma. ¿Cómo representaría, se preguntaron, el narstran, recinto infernal donde las almas de los asesinos eran torturadas bajo el rocío del veneno del dragón que caía de la bóveda brumosa? En líneas generales, la entrevista se desarrollaba de la manera más satisfactoria, aunque los dedos de Disa temblaban un poco cuando su mano tocaba el brazo del sillón del Rey. Cuidado.

- ¿Cuáles son vuestros proyectos? -preguntó-. ¿Por qué no podéis quedaros aquí todo el tiempo que deseéis? Hacedió, os lo ruego. Pronto me iré a Roma, tendréis toda la casa para vos solo. Pensad, podéis alojar aquí hasta cuarenta invitados, cuarenta ladrones árabes. (Influencia de las enormes ánforas de terracota del jardín.)

Respondió que iría a América en el curso del mes próximo y que tenía que hacer en París al día siguiente.

¿Por qué América? ¿Qué tenía que hacer allá?





Enseñar. Analizar obras maestras de la literatura con jóvenes brillantes y encantadores. Un gusto que ahora podía permitirse.

- Y naturalmente, no sé -balbuceó Disa apartando la mirada -, no sé, pero si no veis inconveniente, yo podría ir a Nueva York, quiero decir, sólo una o dos semanas, y no este año sino el próximo.

Él le elogió la chaqueta con lentejuelas de plata. Disa insistió:

- ¿Entonces? -Y vuestro peinado es muy sentador. -¡Oh, qué importa -gimió Disa- qué importa, Dios mío! -Tengo que irme -murmuró el Rey con una sonrisa y se puso de pie. -Besadme -dijo ella, y se quedó un momento en sus brazos como una muñeca de trapo, flaccida y temblorosa.

Caminó hasta la verja. En el recodo del sendero miró hacia atrás y vio a la distancia la figura blanca de Disa con la gracia indiferente de una pena inefable inclinada sobre la mesa del jardín, y de pronto se tendió un frágil puente entre la indiferencia de la vigilia y el amor del sueño. Pero ella se movió y el Rey vio que no era Disa sino tan sólo la pobre Fleur de Fyler que juntaba los documentos esparcidos entre las tazas de té. (Véase la nota al verso 8o.)