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Desde que Disa había abandonado definitivamente Zembla, el Rey la había visitado dos veces, la última dos años antes, y durante aquel lapso, su belleza morena de piel pálida había adquirido un brillo nuevo, maduro y melancólico. En Zembla, donde casi todas las mujeres son rubias pecosas, tenemos un dicho: welwij ivurkumpf wid sneiv ebanumf, "una bella mujer debe ser como una rosa de los vientos de marfil, con cuatro partes de ébano". Y este era el bonito plan que la naturaleza había seguido en el caso de Disa. Había algo más, algo que yo sólo comprendería al leer Pálido Fuego, o más bien al releerlo, después que la primera niebla amarga y caliente del desengaño se hubo disipado de mis ojos. Estoy pensando en los versos 261-267 en que Shade describe a su mujer. En el momento en que él pintaba este retrato poético, la modelo tenía dos veces la edad de la Reina Disa. No quisiera ser vulgar al referirme a estas cuestiones delicadas, pero es un hecho que el viejo Shade, sexagenario, presta a su bien conservada contemporánea el aspecto etéreo y eterno que guardaba o debería guardar, en el bueno y noble corazón de su marido. Pero lo curioso en todo esto es que Disa a los treinta años, la última vez que la vi en setiembre de 1958, tenía un singular parecido, no, claro, con la Sra. Shade tal como era cuando la conocí, sino con el retrato idealizado y estilizado que traza el poeta en esos versos de Pálido fuego. En realidad estaba idealizado y estilizado sólo con respecto a la mujer de más edad; con respecto a la Reina Disa, tal como era aquella tardp en aquella terraza azul, el parecido sin retoques era evidente. Espero que el lector apreciará la rareza de esto, porque en caso contrario no tendría ningún sentido escribir poemas, ni comentarios a los poemas, ni absolutamente nada.

Disa parecía también más tranquila que antes; era más dueña de sí misma. En los encuentros anteriores y durante toda su vida conyugal en Zembla, había habido, de parte de ella, terribles estallidos de cólera. Cuando, en los primeros años de matrimonio, él quiso hacer frente a esos arrebatos y explosiones, tratando de hacerle adoptar un criterio racional ante su infortunio, el Rey los consideró muy desagradables; pero poco a poco aprendió a aprovecharlos y a alegrarse de ellos pues le daban la oportunidad de librarse de la presencia de la Reina durante prolongados períodos, no llamándola después de una serie de puertas golpeadas cada vez más lejos, o abandonando él mismo al palacio para refugiarse en algún escondrijo rural.

Al comienzo de su calamitoso matrimonio el Rey hizo todos los esfuerzos posibles por poseerla, pero sin resultado. Le informó que nunca había hecho el amor (lo cual era absolutamente cierto en la medida en que el objeto implicado no podía significar para ella más que una sola cosa), tras de lo cual había tenido que soportar el ridículo de ver que la complaciente pureza de Disa adoptaba involuntariamente las maneras de una cortesana con un cliente demasiado joven o demasiado viejo; él le dijo algo en ese sentido (sobre todo para acabar con el suplicio) y Disa hizo una escena atroz. Se atiborró de afrodisíacos, pero los caracteres anteriores del infortunado sexo de la Reina fatalmente lo rechazaban. Una noche en que habiendo probado una tisana de tigridia, sus esperanzas culminaban, cometió el error de pedirle que aceptara un expediente que ella cometió el error de denunciar por repugnante y contra natura. Por último él le dijo que un viejo accidente de caballo lo incapacitaba, pero que un crucero con sus amigos y una buena cantidad de baños de mar seguramente le devolverían el vigor.

La Reina había perdido recientemente a su padre y a su madre y no tenía un verdadero amigo a quien pedir explicaciones y consejos cuando le llegaron los inevitables rumores; rumores que era demasiado orgullosa para discutir con sus damas de compañía, pero leyó libros, lo descubrió todo acerca de las viriles costumbres de Zembla, y ocultó su ingenua aflicción bajo un gran despliegue de sofisticación sarcástica. Él la felicitó por su actitud, jurando solemnemente que había abandonado o por lo menos que abandonaría las prácticas de su juventud; pero en todas partes, a lo largo de su camino, seguían firmes las poderosas tentaciones. Sucumbió a ellas de vez en cuando, después cada día, luego varias veces por día, especialmente durante el robusto régimen de Harfar, barón de Shalksbore, un joven bruto fenomenalmente dotado (cuyo apellido, knave's farm, es decir, granja del servidor, es una derivación muy probable de Shakespeare). Curdy Buff o Coeur de Boeuf -sobrenombre que daban a Harfar sus admiradores- tenía una enorme escolta de acróbatas y jinetes en pelo, y la cosa se le escapó de las manos, tanto que Disa, al volver inesperadamente de un viaje a Suecia, encontró el palacio transformado en un circo. Lo prometió de nuevo, volvió a caer y a pesar de la mayor discreción, ló pescaron de nuevo. Disa terminó por trasladarse a la Riviera dejando que se divirtiera con una banda de mariquitas importados de Inglaterra con sus cuellos de Eton y dulces voces.





¿Qué habían sido, en el fondo, los sentimientos que le inspirara Disa? Amistosa indiferencia y respeto glacial. Ni en el primer florecimiento de su matrimonio había sentido alguna ternura o excitación. De compasión, de pena, ni hablar. Era, había sido siempre, indiferente y sin corazón. Pero el corazón de su ser soñador, tanto antes como después de la ruptura, pidió extraordinarias disculpas.

Soñaba con Disa más a menudo, y con una emoción incomparablemente más grande de lo que sus sentimientos exteriores permitían esperar; estos sueños aparecían cuando menos pensaba en ella y preocupaciones que no tenían relación alguna con la Reina asumían su imagen en el mundo subliminal como en un cuento para niños una batalla o una reforma se convierten en un pájaro maravilloso. Estos sueños desgarradores transformaban la prosa opaca de sus sentimientos por ella en una fuerte y extraña poesía cuyas ondas subsiguientes lo iluminaban y lo perturbaban durante el día, devolviendo la angustia y la riqueza, y luego solamente la angustia y después sólo su reflejo pasajero, pero sin afectar en nada su actitud hacia la Disa real.

Su imagen, cuando aparecía una y otra vez en su sueño, levantándose, temerosa, de un sofá lejano o yendo en busca de un mensajero que, decían, acababa de pasar entre las colgaduras, tenía en cuenta los cambios de la moda; pero la Disa que usaba el vestido que él le había visto el verano de la explosión de la Fábrica de Vidrio, o el último domingo, o en alguna otra antecámara del tiempo, seguía siendo para siempre como era el día en que por primera vez él le había dicho que no la quería. Aquello había ocurrido durante un viaje sin esperanza a Italia, en el jardín de un hotel al borde de un lago -rosas; negras araucarias; verdosas, herrumbradas hortensias-, una tarde sin nubes con las montañas de la orilla lejana nadando en la bruma del poniente, y el lago color jarabe de melocotón regularmente estriado de azul pálido, y los titulares de un periódico tendido en el fondo barroso cerca de la orilla pedregosa, perfectamente legibles a través de la delgada capa de fango diáfano, y porque al oírlo, Disa se había dejado caer en el césped en una posición imposible, examinando una brizna de hierba con el entrecejo fruncido, él inmediatamente se retractó; pero el choque había rajado fatalmente el espejo y después, en sus sueños, la imagen de ella quedó infectada por el recuerdo de esta confesión como por alguna enfermedad o las consecuencias secretas de una operación quirúrgica demasiado íntima para ser mencionada.