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En sus Observacionesla transcriptora dice que ha tenido que recitar el alfabeto, o por lo menos empezar a recitarlo ochenta veces, de las que diecisiete no dieron ningún resultado. Las divisiones basadas en intervalos tan variables no pueden ser sino bastante arbitrarias; algunos de esos galimatías se pueden reagrupar en otras unidades lexicológicas que no significarían mucho más (por ej. "todo", "talento", "forran", etc.). El fantasma del granero parece haberse expresado con la dificultad empastada de la apoplejía o del semisueño, acuchillado por la luz del techo, un desastre militar de consecuencias cósmicas que la lengua espesa y mal dispuesta no puede expresar claramente. Y en este caso también nosotros podríamos sentir el deseo de abreviar las preguntas de un lector o compañero de lecho hundiéndonos de nuevo en la beatitud del olvido, si alguna fuerza diabólica no nos instara a buscar un secreto designio en el abracadabra,

812 algún vínculo laberíntico, una especie

813 de estructura concordante en el juego,

Detesto esa clase de juegos; me hacen doler abominablemente las sienes, pero los he afrontado valientemente y he meditado sin fin, con la paciencia y el disgusto infinitos de un comentador, las sílabas mutiladas del informe de Hazel en busca de una mínima alusión al destino de la pobre muchacha. No encontré ni una. Ni el espectro del viejo Hentzner, ni la linterna de bolsillo de un sinvergüenza en acecho, ni la propia imaginación histérica de Hazel, expresan nada aquí que pueda interpretarse, aunque sea remotamente, como una advertencia o la menor relación con las circunstancias de su muerte próxima.

El informe de Hazel hubiera podido ser más largo si -como le dijo a Jane- el recomienzo de los "raspados" no hubiera sacudido de pronto sus nervios fatigados. El redondelito de luz que hasta entonces se había mantenido a distancia, se precipitó hostilmente hacia sus pies de modo que estuvo a punto de caerse del bloque de madera que le servía de asiento. Le abrumó saber que estaba sola en compañía de un ser inexplicable y quizá muy maligno, y con un estremecimiento que estuvo a punto de dislocarse los omoplatos, se apresuró a volver al asilo celeste de la noche estrellada. Un sendero familiar lleno de gestos calmantes y otras pequeñas muestras de consuelo (grillo solitario, farol solitario) le conducía a su casa. Se detuvo y lanzó un aullido de terror: un sistema de manchas oscuras y pálidas coaguladas en una figura fantástica se había levantado del banco del jardín hasta donde llegaba la luz de la galería de entrada. No tengo idea de lo que puede ser la temperatura media de una noche de octubre en New Wye, pero sorprende que la ansiedad de un padre sea tan grande en el caso presente como para hacerle velar al aire libre, en pijama y con la indefinible "salida de baño" que mi regalo de cumpleaños iba a sustituir (véase nota al verso 181).

Hay siempre "tres noches" en los cuentos de hadas, y en este triste cuento de hadas hay también una tercera. Esta vez Hazel quiso que sus padres fueran testigos con ella de la "luz parlante". Las actas de esa tercera sesión en el granero no se han conservado, pero ofrezco al lector la escena siguiente que a mi juicio no puede estar muy lejos de la verdad:

EL GRANERO EMBRUJADO

Oscuridad completa. Se oye al Padre, a la Madre y a la Hija que respiran suavemente en diferentes rincones. Pasan tres minutos.

EL PADRE (a la Madre): ¿Estás bien, ahí?

LA MADRE: Aja. Estos sacos de patatas hacen un perfecto…

LA HIJA (con la fuerza de una máquina de vapor): ¡Sh-sh-sh!

Pasan quince minutos en silencio. El ojo empieza a descubrir aquí y allá, en la oscuridad, ranuras azules y una estrella.

LA MADRE: Eso fue la barriga de papá, creo… no un fantasma.

LA HIJA (con énfasis): ¡Muy divertido!

Transcurren otros quince minutos. El Padre, hundido en pensamientos sobre su trabajo, lanza un suspiro neutral.

LA HIJA: ¿Es necesario suspirar así todo el tiempo?

Transcurren quince minutos.

LA MADRE: Si me pongo a roncar, que el Espectro me pellizque.

LA HIJA (exagerando el dominio de sí misma): ¡Mamá, por favor! ¡Por favor, mamá!

El padre se aclara la garganta pero decide no decir nada. Transcurren otros doce minutos.





LA MADRE: ¿Alguno de ustedes se da cuenta de que todavía quedan algunas de esas bombas de crema en el refrigerador?

Es demasiado.

LA HIJA (estallando): ¿Por qué tienes que echarlo todo a perder? ¿Por qué siempre tienes que echar todo a perder? ¿Por qué no puedes dejar a la gente tranquila? ¡No me toques!

EL PADRE: Vamos, vamos, Hazel, tu madre no dirá una palabra más y seguiremos con… pero hace una hora que estamos aquí sentados y se está haciendo tarde.

Pasan dos minutos. La vida es desesperada, la otra vida implacable. Se oye a Hazel que llora despacio en la oscuridad. John Shade enciende una lámpara. Sybil enciende un cigarrillo. Se levanta la sesión.

La luz nunca volvió pero aún brilla en un breve poema " La naturaleza de la electricidad", que John Shade había enviado a la revista de Nueva York, The Beau and the Butterfly, en 1958, pero que no apareció hasta después de su muerte:

Los muertos, los buenos muertos, ¿quién sabe?,

se quedan en los filamentos de tugsteno,

y en mi mesa de luz brilla

la novia difunta de otro hombre.

Y quizá Shakespeare inunda toda

una ciudad con i

y el alma incandescente de Shelley

atrae a las pálidas falenas de las noches sin estrellas.

Los faroles de las calles tienen números, y quizá

el número novecientos noventa y nueve

(que brilla tan vivamente a través de un árbol

tan verde) es un viejo amigo mío.