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Físicamente, era un hombrecito calvo, enfermizo, que parecía una bellota pálida. Su cara estaba singularmente desprovista de carácter. Tenía ojos café con leche. Uno lo recuerda siempre con brazal de luto. Pero este exterior insípido traicionaba la calidad del hombre. ¡Desde el otro lado de las centelleantes estrías del océano, yo te saludo, bravo Bretwit! Que aparezcan por un momento su mano y la mía en un firme apretón a través del agua, por encima de la dorada aparición de un sol emblemático. Que esta insignia no sea jamás utilizada como publicidad por una compañía de seguros o una compañía de aviación en las páginas satinadas de una revista, bajo la imagen de un hombre de negocios retirado, estupefacto y honrado por la vista de la bandeja en tecnicolor que la azafata le ofrece con todo lo que es capaz de darle; o más bien, que este sublime apretón de manos sea considerado en nuestro cínico siglo de frenética heterosexualidad como el último pero duradero símbolo del valor y la abnegación. Con cuánto fervor uno hubiera soñado que un símbolo similar pero en forma verbal hubiese imbuido el poema de otro querido amigo; pero no sería así… ¡Es inútil buscar en Pálido Fuego(¡oh, cuán pálido, es cierto!) el calor de mi mano estrechando la tuya, pobre Shade!

Pero volvamos a los techos de París. El coraje en Oswin Bretwit iba unido a la integridad, la bondad, la dignidad y lo que podría calificarse, con un eufemismo, de ingenuidad encantadora. Cuando Gradus telefoneó desde el aeropuerto y para despertarle el apetito le leyó el mensaje del Barón B. (salvo la cita en latín), Bretwit sólo pensó en una cosa: el regalo que le aguardaba. Gradus se había negado a decirle por teléfono qué eran exactamente los "preciosos papeles", pero ocurría justamente que el ex cónsul había esperado en los últimos tiempos recuperar una valiosa colección de sellos que su padre había legado unos años antes a un primo muerto después. El primo había vivido en la misma casa que el Barón B., y con la mente llena de estas cuestiones embrolladas y fascinantes, el ex cónsul, mientras aguardaba a su visitante, se preguntaba sin cesar, no si la persona que venía de Zembla era un impostor peligroso, sino si le traería todos los álbumes a la vez o lo haría gradualmente para ver lo que podría obtener del trabajo que se había tomado. Bretwit esperaba que el asunto quedaría concluido esa misma noche, pues a la mañana siguiente debía ser hospitalizado y posiblemente operado (lo fue, y murió bajo el bisturí).

Si dos agentes secretos pertenecientes a dos facciones rivales se enfrentan en una batalla de ingenios, y si uno de ellos no lo tiene, el efecto puede ser divertido; es aburrido si los dos son estúpidos. Desafío a cualquiera a que encuentre en los anales de la conspiración y la contraconspiración algo más inepto y más tedioso que la escena que ocupa el resto de esta nota concienzuda.

Gradus se sentó con incomodidad en el borde de un sofá (en el cual un rey cansado se había tendido menos de un año antes), metió la mano en su portafolios, tendió a su huésped un abultado paquete envuelto en papel marrón y trasladó sus asentaderas a una silla cercana a la de Bretwit para poder observar con comodidad su lucha con el cordel. En un silencio pasmado, Bretwit contempló lo que al fin había desenvuelto y luego dijo:

- Bueno, esto es el fin de un sueño. Esta correspondencia fue publicada en 1906 o 1907, no, en 1906, al fin, por la viuda de Bretwit, incluso debo de tener por ahí un ejemplar entre mis libros. Además, no es un ológrafo sino un apógrafo, hecho por un escribiente para uso de los impresores, observará usted que los dos alcaldes tienen la misma letra.

- Qué interesante -dijo Gradus verificándolo.

- Naturalmente, aprecio la amable intención que hay detrás de esto -dijo Bretwit.

- Estábamos seguros de que así sería -dijo Gradus satisfecho.

- El Barón B. ha de estar un poco gaga -continuó Bretwit-, pero repito, su amable intención es conmovedora. ¿Supongo que desea usted algún dinero por haberme traído este tesoro?

- El placer que usted siente debería ser nuestra única recompensa -respondió Gradus-. Pero permítame que le hable con franqueza: nos hemos tomado mucho trabajo para cumplir esta misión como es debido, y yo he recorrido un largo camino. Sin embargo quiero proponerle un pequeño arreglo. Si usted es bueno con nosotros, nosotros seremos buenos con usted. Sé que sus fondos están un poco… (gesto de escasez y guiñada).

- Muy cierto -suspiró Bretwit.





- Si nos sigue no le costará un centavo.

- Oh, podría pagar algo. (Mueca y encogimiento de hombros).

- No necesitamos su dinero (Palma de agente de tránsito). Pero éste es nuestro plan. Tengo mensajes de otros barones para otros fugitivos. En realidad, tengo cartas para el fugitivo más misterioso de todos.

- ¡Qué! -exclamó Bretwit con candida sorpresa-. ¿Saben en el país que su Majestad ha salido de Zembla (Le hubiera dado unos azotes al pobre viejo).

- Claro que sí -dijo Gradus frotándose las manos y jadeando de placer animal, cuestión de instinto sin duda pues el hombre no podía concebir inteligentemente que la metida de pata del ex cónsul no era más que la primera confirmación de la presencia del Rey en el extranjero-: Claro -repitió con una sonrisa cargada de sentido-, y le quedaré muy agradecido si pudiera recomendarme al Sr. X.

Al oír estas palabras una falsa verdad se abrió camino en Oswin Bretwit y gimió para sí: "¡Naturalmente! ¡Qué obtuso soy! Es uno de los nuestros. Los dedos de su mano izquierda empezaron a agitarse como si tiraran de los hilos de una marioneta, mientras sus ojos seguían atentamente el gesto de satisfacción, típico de clase baja, de su interlocutor. Un agente carlista que se revela a un superior, debe hacer un signo correspondiente a la X (de Xavier) en el alfabeto manual de los sordomudos: la mano en posición horizontal y el índice curvado con bastante blandura mientras el resto de los dedos se arracima (muchos han criticado este signo por su excesiva flojera; hoy se ha sustituido por una combinación más viril). En las diversas ocasiones en que Bretwit lo hiciera, el gesto había sido precedido durante un momento de suspenso -un hueco en la Textura del Tiempomás que un retardo real- por algo análogo a lo que los médicos llaman aura, una extraña sensación a la vez tensa y vaporosa, una inefable exasperación de frío y de calor que invade todo el sistema nervioso antes de una crisis. Y en esta oportunidad también Bretwit sintió que el vino mágico se le subía a la cabeza.

- Muy bien, estoy dispuesto. Déme la señal -dijo ávidamente.

Gradus, decidido a correr el riesgo, echó una mirada a la mano sobre las rodillas de Bretwit; sin que su dueño se diera cuenta, parecía estar apuntando a Gradus su papel en un murmullo manual. Trató de copiar lo que aquella mano estaba esforzándose por dar a entender, simples rudimentos de la señal pedida.

- No, no -dijo Bretwit con una sonrisa indulgente para el torpe novicio-. La otra mano, amigo mío. Su Majestad es zurdo, como usted sabe.

Gradus hizo la prueba de nuevo, pero como una marioneta rechazada, la pequeña apuntadora enloquecida había desaparecido. Contemplando avergonzado sus cinco extranjeros regordetes, Gradus completó los movimientos de un hacedor de sombras chinescas incompetente y semiparalítico y por fin hizo el vago signo de la V de la Victoria. La sonrisa de Bretwit empezó a desvanecerse.