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–Sí, sí, ya lo veo –murmuró Ukubala sirviéndole té de nuevo. Y dijo después–: ¿Sabes qué, Yediguéi? Está bien que hayas pensado en ellos, en los hijos de Abutalip. Estando así las cosas, puesto que llegan tiempos nuevos y ya es posible que esos huérfanos no estén oprimidos, sé valiente. Una carta no es mala cosa, pero mientras se escribe, mientras se lee, mientras se piensa en ella... harías mejor tomando el tren para Alma-Atá. Vas allí y les cuentas lo que pasó.

–¿Así tú crees que debería ir a Alma-Atá? ––¿Directamente a los jefes gordos?

–¿Qué tiene de particular? Hay motivo. Tu amigo Elizárov no hace más que invitarnos y nunca consigue su propósito. Cada vez deja su dirección. Bueno, aunque no vaya yo, ve tú por lo menos. Con el trabajo que tengo en casa, adónde quieres que vaya, ¿a quién dejo los niños? Pero tú no lo aplaces. Toma unas vacaciones. ¿Cuántas vacaciones has tenido en estos años, en cien años? Tómalas por lo menos una vez, y cuando estés allí cuéntaselo todo a los peces gordos.

Yediguéi se admiró de la sensatez de su esposa.

–Sabes, esposa mía, parece que estás diciendo algo práctico. Pensémoslo.

–No lo pienses demasiado. No es el caso: cuanto antes, mejor. Afanasi Ivánovich te ayudará. Él sabe adónde ir, a quién visitar.

–También es cierto.

–Es lo que te digo. No vale la pena aplazarlo. Y al mismo tiempo te darás una vuelta y comprarás algunas cosas para la casa. Nuestras niñas han crecido. Saule irá a la escuela en otoño. ¿Has pensado en ello? ¿La mandaremos al internado o qué haremos? ¿Has pensado en eso?

–Lo he pensado, lo he pensado, cómo no —cayó en la cuenta Burani Yediguéi, intentando disimular la impresión que le causaba que hubiera crecido tan rápidamente su hija mayor y que ya fuera tiempo de mandarla a la escuela.

—Pues si lo has pensado —prosiguió Ukubala—, ve y explica a la gente lo que hemos sufrido estos años. Que ayuden a los huérfanos aunque sólo sea a rehabilitar a su padre. Y luego cuando tengas tiempo, ve y mira qué cosas no les irían mal a las hijas y a la esposa. Yo tampoco soy ya muy joven —dijo con un contenido suspiro.



Yediguéi miró a su esposa. Resulta raro que se pueda ver continuamente a una persona y no advertir lo que luego salta a la vista de pronto. Naturalmente, ya no era joven, pero también estaba lejos de la vejez. Y sin embargo se advertía en ella algo nuevo, desconocido. Y lo comprendió: era la sensatez que descubría en la mirada de su esposa, a la vez que su primera cana. Tenía en las sienes unas tres o cuatro, unos hilos blanquecinos, no más, y sin embargo ya hablaban del pasado, de lo sufrido...

Dos días después, Yediguéi estaba en la estación de Kumbel en calidad de pasajero. Sí, había tenido que ir en dirección contraria desde Boranly-Burá

Luego llegó el tren Moscú - Alma-Atá, y Yediguéi viajó en él pasando por su propio apartadero de Boranly-Burá

Sin embargo, el primer día, especialmente las primeras horas, su alma estaba de fiesta e incluso algo inquieta, pues no tenía costumbre de dejar a su familia tanto tiempo. Estaba de pie junto a la ventanilla, emocionado, serio, con un sombrero nuevo comprado para el caso en la tienda de la estación, una camisa limpia y una guerrera semidesabrochada, la guerrera de los tiempos de guerra que Kazangap guardaba con esmero. Kazangap había puesto en sus manos aquella guerrera, pues, según dijo, quedaría mejor con las medallas y condecoraciones sobre el pecho, y también con los pantalones de montar y las botas de oficial, de buena piel. Aquellas botas le gustaban mucho a Burani Yediguéi, aunque raras veces tenía ocasión de llevarlas. Yediguéi consideraba que para conseguir la mejor imagen de una persona, debe haber primero unas buenas botas y un sombrero nuevo. Y él llevaba ahora una cosa y otra.

Así estaba junto a la ventanilla. Los que pasaban por el vagón se cruzaban respetuosamente con él y luego volvían la cabeza. Burani Yediguéi destacaba seguramente por su aspecto, por su expresión de dignidad y de emoción en el rostro.

Y el tren corría, volaba a todo vapor por los abiertos espacios del Sary-Ozeki primaveral, como si tuviera prisa por alcanzar el ribete transparente del horizonte que huía para adelante. No había en el mundo más que dos elementos: el cielo y la estepa abierta. Y éstos coincidían luminosamente en la lejanía, hacia donde avanzaba con ímpetu el rápido tren.

Y ya venían al encuentro las tierras de Boranly. Allí conocía cada arruga de la tierra, cada piedra. Al acercarse a Boranly-Burá

Luego, cuando ya se había alejado de casa hasta pasar varias estaciones, Yediguéi se durmió. Durmió larga y dulcemente, al son del uniforme repiqueteo de las ruedas y de la discreta conversación de sus compañeros de viaje.

El día siguiente, a mediodía, llegaron las montañas de Ala-tau, desde Chimkent y a través de todo Semirech. ¡Aquello eran montañas, aquello era digno de verse! Y por mucho que se recreara Burani Yediguéi con el aspecto solemne de las nevadas cumbres que acompañan al ferrocarril hasta la propia AlmaAtá, no podía saciarse. Para él, para un habitante de la estepa de Sary-Ozeki, aquello era un milagro, la contemplación de la eternidad. Los montes Alatau provocaban en él no sólo admiración, por su majestuosidad, sino la necesidad de pensar. Y eso le gustaba: pensar en silencio con las montañas a la vista. Ymentalmente se preparaba para el encuentro con aquellas personas responsables que aún no conocía, pero que decían que jamás debían volver a producirse los errores del pasado, y por ese motivo él quería poner en su conocimiento la amarga historia de la familia de Abutalip. Que examinaran el caso, que decidieran ahora cómo podría corregirse. No se podía resucitar a Abutalip, pero que nadie se atreviera ahora a ofender a los niños, que tuvieran todos los caminos abiertos. Que el mayor, Daúl, fuera aquel otoño a la escuela sin temores ni disimulos. Sólo que, ¿dónde estarían ahora? ¿Cómo lo pasarían? ¿Cómo estaría Zaripa?