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El soldado, por lo visto, compadecía a Burani Yediguéi.

–Sabes, padrecito –dijo con aire pragmático–. Cuando llegue el jefe de guardia, el teniente Tansykbáyev, cuénteselo todo tal como es. ¿Ya que, acaso no es un ser humano? Que informe a sus superiores. A lo mejor concede el permiso.

–Gracias por tus buenas palabras. De otro modo, ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo has dicho, Tansykbáyev? ¿El apellido del teniente es Tansykbáyev?

–Sí, Tansykbáyev. Hace poco que está aquí. ¿Por qué? ¿Le conoce? Es de vuestro pueblo. –¿No será un pariente, por ventura?

–No, hombre, qué dices –sonrió Yediguéi–. Los Tansykbáyev son en nuestra tierra como los Ivánov en la vuestra. Sólo que he recordado a un hombre que llevaba este apellido.

Sonó el teléfono en el puesto de guardia y el centinela acudió corriendo. Yediguéi se quedó solo. Otra vez sus cejas se encaramaban para arriba. Y mientras miraba enfurruñado a su alrededor para ver si aparecía el coche en la carretera por detrás de la barrera, Burani Yediguéi movía la cabeza. «¿Y si fuera el hijo de aquél, de Ojos de Halcón? –pensaba, y se denostaba a sí mismo mentalmente–. ¡Sólo faltaría! ¡Cuando una idea se te mete en la cabeza! No hay pocos apellidos como ése. No debe ser, no puede ser. Con aquel Tansykbáyev ya saldaron cuentas después por completo... ¡De todos modos hay una verdad sobre la tierra! ¡La hay! Sea como sea, siempre habrá una verdad...»

Se hizo a un lado, sacó el pañuelo y se limpió con cuidado las medallas, las condecoraciones y las insignias de obrero vanguardista que llevaba en el pecho, para que brillaran y para que el teniente Tansykbáyev las viera en seguida.

CAPÍTULO XIII

Con aquel Tansykbáyev de ojos de halcón, las cosas habían ido de la siguiente manera.

En 1956, a finales de primavera, hubo un gran mitin en el depósito de Kumbel; los convocaron a todos, y los ferroviarios acudieron de todas las estaciones y apartaderos. Sólo quedaron en sus puestos los que aquel día estaban de servicio en la línea. Muchas eran las reuniones de todo género que habían pasado fugazmente por la vida de Burani Yediguéi, pero aquel mitin no lo olvidaría jamás.

Se reunieron en el taller de reparación de locomotoras. Estaba atiborrado y muchos treparon hasta el techo y se sentaron en los tirantes de las vigas. Pero lo más importante: ¡qué discursos! Se puso en claro hasta el último detalle todo lo de Beria. Censuraron al maldito verdugo sin compasión ninguna. Fueron discursos duros que se prolongaron hasta la misma noche, y nadie se marchó, todos estaban como clavados en su sitio. Y sólo un rumor de voces, como en el bosque, sonaba bajo las arcadas del edificio. Es de recordar que alguien de la multitud dijo refiriéndose a ese rumor netamente ruso: «Es como el mar antes de la tempestad». Y así era. El corazón latía en el pecho, como latía en el frente antes del ataque, y se sentía mucha sed. La boca estaba seca. Pero de dónde sacar el agua con aquella muchedumbre. No estaban para aguas, era preciso tener paciencia. En un descanso, Yediguéi se abrió paso hasta Chernov, jefe del Partido en el depósito y antiguo jefe de la estación. Estaba en la mesa.

–Oye, Andréi Petróvich, ¿podría hablar yo?

–Adelante, si éste es tu deseo.

–Es mi deseo, y además muy grande. Sólo que, antes, pongámonos de acuerdo. Recordarás que en nuestro apartadero trabajaba Kuttybáyev. Abutalip Kuttybáyev. Sí, y que un inspector le denunció, diciendo que estaba escribiendo sus memorias de Yugoslavia. Abutalip había luchado con los guerrilleros. Y este inspector le atribuyó todo género de otras cosas. Y vinieron esos hombres de Beria y se lo llevaron. A causa de todo ello, ese hombre murió, ¡se perdió sin motivo!



–Sí, lo recuerdo. Su esposa vino a buscar un papel.

–¡Exacto! Y luego la familia se marchó. Y yo, ahora, al escuchar los discursos pensaba: tenemos amistad con Yugoslavia, ¡no hay ningún género de desacuerdo! ¿Y por qué han sufrido esas personas inocentes? Los hijos de Abutalip han crecido, ya deben de estar en la escuela. Así, pues, es preciso clarificarlo todo. De otro modo, todo el mundo los señalaría con el dedo. Los niños ya han sufrido lo suyo, se quedaron sin padre.

–Espera, Yediguéi. ¿Y quieres hablar de esto?

–Claro que sí.

–¿Cuál era el apellido del inspector?

–Se puede averiguar. La verdad, no volví a verle más.

–¿Y dónde te enterarás ahora? Además, ¿tienes pruebas documentales de lo que escribió?

–¿Y qué más?

–Aquí se necesitan pruebas, querido Burani. ¿Y si resulta que no es así? No son cosas de broma. Sabes qué, Yediguéi, escucha mi consejo. Escribe una carta a Alma-Atá sobre todo eso. Escribe todo lo que pasó, toda la historia, y envíala al Comité Central de la República. Allí lo averiguarán. El Partido acomete con decisión estos asuntos. Ya lo verás.

En aquel mitin, Burani Yediguéi gritó como los demás: «¡Gloria al Partido! ¡Aprobamos la línea del Partido!». Y luego, al final del acto, alguien de las últimas filas empezó a cantar la Internacional. Le siguieron algunas voces, y un momento después toda la muchedumbre cantaba como un solo hombre, bajo las bóvedas del depósito, el gran himno de todos los tiempos, el himno de todos los que han sido perpetuamente explotados. Yediguéi nunca había tenido ocasión de cantar junto a una multitud tan grande. Como sobre las olas, se sintió levantado yarrastrado por la conciencia triunfal, orgullosa y al mismo tiempo amarga, de su comunión con aquellos que son la sal y el sudor de la tierra. Y el himno de los comunistas fue creciendo, elevándose, haciendo arder en los corazones el valor y la decisión de resistir, de afirmar el derecho de muchos a la felicidad de muchos. Y como solía sucederle a menudo en los momentos de fuerte agitación, de nuevo le pareció que se encontraba en el mar de Aral. Allí habitaba su espíritu como una libre gaviota sobre las olas de blanca cresta, las alabashi.

Regresó a casa en ese estado de entusiasmo. Después del té, contó detalladamente a Ukubala, con vivos colores, todo lo que había pasado en el mitin. Contó también que había querido hablar y dijo lo que le había respondido el actual jefe del Partido, Chernov. Ukubala escuchó a su marido mientras le servía té del samovar, taza tras taza, y él iba bebiendo.

–¡Pero qué te pasa, has vaciado todo el samovar! –se asombró ella, riéndose.

–Sabes, en el mitin tenía muchas ganas de beber algo. Estaba muy trastornado. Pero no podía hacerlo, había mucha gente, no podía ni moverme. Y luego, cuando pude salir, quería saciar mi sed, pero vi un convoy que venía en nuestra dirección. Corrí al maquinista. Resultó ser un joven amigo. Zhandos, de TorekTam. Bueno, durante el camino bebí de su agua. ¡Pero de qué sirve eso!