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–Perdona, hijito –le dijo paternalmente–. Está claro que estás de servicio. Pero ¿dónde metemos ahora al difunto? No es una viga que podamos echar por la borda y partir.

–Pero si yo lo comprendo. Pero ¿qué puedo hacer? Debo obedecer lo que me mandan. Aquí no soy el jefe.

Sí-í, vaya asunto-o –alargó confuso Yediguéi–. ¿De dónde eres originario?

–De Vologda, padrecito –dijo pronunciando con fuerza las «o» el joven, infantilmente contento, sonriendo sin disimulos por la satisfacción que le producía responder a tal pregunta.

–¿Y también es así en vuestra tierra? ¿También ponen centinelas en los cementerios?

–Pero qué dices, padrecito, ¡para qué! En mi tierra puedes ir al cementerio cuando y las veces que quieras. ¿Pero es éste el caso? Aquí se trata de una zona cerrada. Y tú, padrecito, también has hecho el servicio militar y has combatido, ya lo veo, y seguramente sabrás que el servicio es el servicio.

–Así es –aceptó Yediguéi–, sólo que, ¿adónde vamos con el muerto?

Hicieron una pausa. Después de pensarlo muy bien, el soldadito meneó compasivamente su cabeza de ojos claros y cejas rubias.

–¡No, padrecito, no puedo! ¡No tengo derecho!

–Muy bien –pronunció Yediguéi completamente desconcertado. Le costaba mucho volverse a sus acompañantes, pues Sabitzhán, cada vez más acalorado, se había acercado a Dlí

Sus furiosas arremetidas sonaban junto a la excavadora:

–¡Ya os lo dije! ¡No debíamos ir a un lugar tan remoto! ¡Eso son prejuicios! Os complicáis la vida y la complicáis a los demás. –¿Qué diferencia hay en arrojar un cadáver aquí o allá? Pero no: reviéntate los riñones y llévalo a Ana-Beit. –Y también me sales con ésa: ¡vete, ya lo enterraremos sin ti! ¡Pues anda, entiérralo ahora!

Dlí

–Escucha, amigo –dijo al centinela, acercándose a la barrera–. Yo también hice el servicio militar y sé algo de las ordenanzas. ¿Tienes teléfono?

–Sí, naturalmente.

–Entonces, llama a tu cabo de guardia. –Infórmale que los habitantes del lugar piden que se les permita pasar al cementerio de Ana-Beit.

–¿Cómo? ¿Ana-Beit? –repitió la pregunta el centinela.

–Sí, Ana-Beit. Así se llama nuestro cementerio. Llama, amigo, no hay otra salida. Que obtenga un permiso personal para nosotros. A nosotros, puedes estar seguro, no nos interesa otra cosa que el cementerio.

El centinela reflexionó, balanceándose sobre uno y otro pie, con el ceño fruncido.

–No tengas dudas –dijo Dlí

–Está bien –asintió el centinela con la cabeza–. Voy a llamar en seguida. Sólo que el jefe de guardia recorre continuamente el territorio, de puesto en puesto. ¡Y ya veis qué terri torio!



–¿No me permitirías estar a tu lado cuando telefonees? –pi dió Dlí

Se metieron en la caseta del puesto. La puerta estaba abierta y Yediguéi lo oía todo. El centinela llamó preguntando por e jefe de guardia, pero éste no aparecía.

–Que no, ¡que necesito hablar con el jefe! –explicaba–. Per sonalmente con él... Que no. Que es un asunto importante

Yediguéi se estaba poniendo nervioso. ¿Dónde se habría me. tido aquel jefe de guardia? ¡Cuando no hay suerte es que no la hay. Finalmente lo encontraron.

–¡Camarada teniente! ¡Camarada teniente! –dijo el centinela con voz fuerte, sonora y emocionada.

Y le informó de que unos habitantes de la región habían idc a enterrar a un hombre en un antiguo cementerio. ¿Qué debía hacer? Yediguéi se puso tenso. Si el teniente decía «déjalos pasar», ¡todo arreglado! ¡Bravo por Dlí

–Sí... ¿Cuántos? Seis personas. Y con el difunto, siete. Un viejo que ha muerto. El jefe va en camello. Luego un tractor con remolque. Tras el tractor, también una excavadora... Sí, dicen que, claro, tienen que cavar la fosa... ¿Cómo? ¿Qué les digo? ¿O sea que no es posible? ¿Que no se permite? ¡A la orden!

Entonces sonó la voz de Dlí

–¡Camarada teniente! Póngase en nuestra situación. Camarada teniente, venimos del apartadero de Boranly-Burá

Dlí

Burani Yediguéi estaba meditabundo. ¿Quién podía esperar que las cosas tomaran aquel cariz? Había que esperar la llegada del teniente. Mientras, Yediguéi se apeó, llevó el camello a la excavadora y lo ató al cangilón. Luego regresó a la barrera. Los tractoristas Kalibek y Zhumagali hablaban entre sí a media voz. Fumaban. Sabitzhán se paseaba nervioso de arriba abajo, separado de todos. Y el yerno de Kazangap, el marido de Aizada, continuaba sentado en el remolque junto al cuerpo del difunto.

–¿Qué, Yedik, nos van a dejar pasar? –preguntó a Yediguéi.

–Deben dejarnos pasar. Ahora vendrá el jefe en persona, el teniente. ¿Por qué no habrían de dejarnos pasar? ¿Acaso somos espías? Pero tú deberías bajar del remolque. Camina un poco, desentumécete.

Eran ya las tres de la tarde. Y aún no habían llegado a AnaBeit, aunque ya no quedaba tan lejos.

Yediguéi regresó junto al centinela.

–¿Habrá que esperar mucho tiempo a tu jefe, hijo? –le preguntó.

–No. Vendrá volando en seguida. Va en coche. Habrá de diez a quince minutos de camino.

–De acuerdo, esperaremos. ¿Y hace tiempo que pusieron este alambre espino?

–Sí, bastante. Nosotros lo colocamos. Hace un año que estoy en el servicio. Por lo tanto hará medio año que clavamos esto.

–Claro, claro. Yo no sabía que existiera esta barrera. Ésa ha sido la causa de todo. Y ahora soy algo así como el culpable pues fue idea mía venirle a enterrar aquí. Aquí tenemos un an tiguo cementerio, el de Ana-Beit. Y el difunto Kazangap muy buena persona. Hemos trabajado treinta años juntos en e apartadero ferroviario. Quería hacerlo lo mejor posible.