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—¿Cómo que a otro sitio? Éste es el sitio, sólo que no sé de dónde ha salido esta cerca. ¡El diablo la lleve!
—¿Y antes no estaba?
—No, no estaba.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo seguimos adelante? Yediguéi guardó silencio. Ni él mismo sabía qué hacer.
—¡Eh, tú! ¡Para ya el tractor! ¡Basta de repiqueteo! —soltó irritado Sabitzhán a Kalibek, que se asomaba desde la cabina.
Éste paró el motor. Tras él enmudeció también la excavadora. Reinó el silencio. Un gran silencio. Burani Yediguéi estaba sombrío sobre su camello, Sabitzhán y Dlí
La gran estepa de Sary-Ozeki se extendía bajo el cielo de punta a punta de la tierra, pero no había paso hacia el cementerio de Ana-Beit. Y todos se habían detenido desconcertados ante aquel muro de púas.
El primero en romper el silencio fue Dlí
–¿Qué pasa, Yedik, antes no estaba?
–¡Nunca había estado! La veo por primera vez.
–O sea, que han cercado la zona. ¿Para el cosmódromo, seguramente? –supuso Dlí
–Sí, así parece. De otro modo, para qué tomarse tanto trabajo: construir en la desnuda estepa semejante cerca. Le habrá pasado por la cabeza a alguien. Y lo que se les ocurre, lo hacen, ¡el diablo los lleve! –renegó Yediguéi.
–¿Para qué maldecir ahora? Había que saberlo previamente, antes de ir a enterrarlo a un sitio tan lejano –levantó sombríamente la voz Sabitzhán.
Hubo una angustiosa pausa. Desde las alturas de Karanar, Burani Yediguéi miró desdeñosamente, de arriba abajo, a Sabitzhán, de pie a su lado.
–Sabes qué, querido, tómalo con calma, no te inquietes –dijo con la mayor tranquilidad posible–. Antes no había aquí alambre de espino, cómo había de saberlo.
–De eso se trata –rezongó Sabitzhán, y le volvió la espalda. De nuevo guardaron silencio. Dlí
–Tiene que haberlo. ¿Por qué no? Hay un camino a unas cinco verstas a la derecha –respondió Yediguéi echando una mirada a su alrededor–. Vámonos para allá. No puede ser que no haya un paso, ni por aquí ni por allí.
–¿Es cierto que allí hay un camino? –preguntó provocativo Sabitzhán–. ¡Porque puede resultar que no lo haya ni aquí ni allí!
–Lo hay, lo hay –confirmó Yediguéi–. Subid y vámonos. No perdamos tiempo.
De nuevo se pusieron en marcha, y otra vez repiqueteó el tractor a sus espaldas. Avanzaron a lo largo de la cerca.
Yediguéi sufría. Estaba muy descorazonado con lo sucedido. Cómo era posible, se indignaba en su interior, que hubieran cercado el lugar sin indicar el camino al cementerio. Pero lo habían hecho, ¡así era la vida! Y sin embargo, tenía una esperanza: debía haber alguna comunicación en esa parte, en la zona sur. Y así fue. Llegaron directamente a la barrera.
Al aproximarse a ella, Yediguéi prestó atención a la solidez y consistencia del punto de paso: fuertes monolitos de cemento a los lados y una casita de ladrillo al borde del camino, en el mismo paso, con un amplio cristal de una pieza para la observación, y arriba, sobre el techo plano, dos proyectores colocados evidentemente para iluminar el paso durante la noche. Una carretera asfaltada partía hacia el interior desde la misma barrera. Yediguéi se alarmó al ver aquella estructura.
Al llegar allí, salió del puesto de guardia un soldado jovencito, un chico rubio muy joven aún, con una metralleta sobre el hombro con el cañón para abajo. Tirándose de la guerrera por el camino y arreglándose la gorra sobre la cabeza para darse más importancia, el soldado se detuvo con aire inaccesible en el centro de la barrera a franjas.
Y sin embargo, saludó cuando Yediguéi llegó al travesaño que cerraba el paso.
–Buenos días –se tocó la visera el centinela mirando a Yediguéi con sus infantiles ojos azul claro–. ¿Quiénes sois? ¿Adónde vais?
–Somos de esta tierra, soldado –dijo Yediguéi sonriendo ante la juvenil severidad del centinela–. Traemos a un hombre, a uno de nuestros ancianos, para enterrarlo en el cementerio.
–No está permitido sin un pase –movió negativamente la cabeza el joven soldado, y no sin temor se apartó de las dentadas fauces de Karanar, que masticaban la rumia–. Aquí guardamos la zona –explicó.
–Lo comprendo, pero nosotros vamos al cementerio. No está muy lejos. ¿Qué tiene de particular? Lo enterramos y nos volvemos. No habrá retrasos.
–No puedo. No tengo autorización –dijo el centinela.
–Escucha, amigo mío –Yediguéi se inclinó desde la silla de manera que quedaran más visibles sus medallas y condecoraciones militares–. No somos forasteros. Somos del apartadero de Boranly-Burá
–Pero si ya lo comprendo –iba a empezar el centinela encogiéndose inocentemente de hombros, pero entonces se acercó muy inoportunamente Sabitzhán con la fingida prisa de un hombre importante y activo.
–¿Qué pasa, de qué se trata? Soy del Consejo Sindical de la región –declaró–. ¿Por qué esta demora?
–Porque no está permitido.
–Ya le digo, camarada centinela, que soy del Consejo Sindical de la región.
–A mí tanto me da de dónde sea usted.
–¿Cómo es posible? –Sabitzhán se quedó de una pieza.
–Pues eso. Es una zona vigilada.
–Entonces, ¿para qué entablar conversaciones? –se sintió agraviado Sabitzhán.
–¿Y quién las entabla? Yo doy explicaciones por respeto al hombre del camello, no a usted. Para que él lo comprenda. Pero en general, no tengo derecho a entablar conversación con los forasteros. Estoy de guardia.
–¿O sea, que no hay paso hacia el cementerio?
–No. Y no sólo al cementerio. Aquí no hay ningún paso.
–En este caso, qué –se irritó Sabitzhán–. ¡Ya lo sabía! –gritó a Yediguéi–. ¡Ya sabía que sería un disparate! ¡Pero no! ¡Cómo no! ¡Ana-Beit! ¡Ana-Beit! –con estas palabras se apartó muy ofendido y escupió iracundo y nervioso.
Yediguéi se sintió violento delante del joven centinela.