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Hubo unos gritos. Todos andaban revueltos, enzarzados con él.
–¡Traed una cuerda!
–¡Dobladle los brazos!
–¡Aprieta más!
–¡Está loco! ¡Cosas de Dios!
–¡Fijaos qué ojos pone!
–Ha perdido el juicio.
–Arrastradlo para acá, al abedul.
–¡Arrastrémosle!
–¡Traedlo de prisa!
Ya la luna aparecía muy alta sobre sus cabezas. El cielo y la tierra estaban en absoluta tranquilidad. Llegaron unos chamanes, encendieron una hoguera, y con salvajes danzas exorcizaron a los espíritus que oscurecían la razón del gran bardo.
Él estaba atado a un abedul con las manos estrechamente sujetas a la espalda.
Luego llegó un mulha [33]. Éste leyó versículos del Corán. El aleccionamiento del mulha versaba sobre el camino esencial.
Y él continuaba de pie, atado al abedul, con las manos sujetas a la espalda.
Y dirigiéndose a su hermano Abdilján, Raimaly-agá cantó:
«Se va la noche, llevándose consigo las últimas tinieblas, y el próximo día amanecerá de nuevo por la mañana. Pero para mí ya no habrá luz en adelante. Me has quitado el sol, desgraciado hermano Abdilján. Estás satisfecho, triunfas sombrío por haberme separado del amor que Dios me enviaba en el declive de mis años. Pero deberías saber qué felicidad me embarga y me embargará mientras respire, mientras no se pare mi corazón. Me has atado, me has sujetado con cuerdas a un árbol, desgraciado hermano Abdilján, pero ahora yo no estoy aquí. Aquí no hay más que mi frágil cuerpo, pero mi espíritu, como el aire, recorre las distancias, y como la lluvia, se une con la tierra. Yo estoy inseparablemente unido a Beguimái en todo instante, como sus propios cabellos, como su propia respiración. Cuando ella despierte al amanecer, yo acudiré como una cabra montesa y esperaré sobre un pétreo peñasco a que salga de su casa por la mañana. Cuando encienda fuego, yo seré el dulce humo y la sahumaré toda. Cuando galope en su caballo y vaya a atravesar el vado del río, yo volaré en salpicaduras de los cascos y mojaré su cara y sus brazos. Y cuando ella cante, yo seré su canción...»
Al amanecer las ramas susurraron sobre su cabeza en forma imperceptible. Llegaba el día. Los vecinos acudieron a curiosear al saber que Raimaly-agá se había vuelto loco. Sin apearse de los caballos, se congregaron en la lejanía.
Y él estaba con los vestidos desgarrados, atado a un abedul con las manos estrechamente sujetas tras la espalda.
Y cantaba una canción, la canción que se hizo famosa después:
Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas desátame las manos, hermano Abdilján.
Cuando lleguen los nómadas de las azules montañas déjame en libertad, hermano Abdilján.
No pensé ni adiviné que sería tuyo
atado de pies y manos.
Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas cuando lleguen los nómadas de las azules montañas desátame las manos, hermano Abdilján,
que al cielo me iré de buen grado...
Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, no estaré en la feria, Beguimái.
Cuando vengan los nómadas de las montañas azules, no me esperes en la feria, Beguimái.
No cantaremos tú y yo en la feria,
no llegará a tiempo mi caballo, tampoco lo haré yo. Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái,
pues de buen grado me iré a los cielos...
He aquí, pues, cómo era esa historia...
En aquellos momentos, camino de Ana-Beit acompañando a Kazangap en su último viaje, Yediguéi pensaba en ello con insistencia.
CAPÍTULO XII
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente. Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas...
En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...
Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Una vez dejaron atrás el largo trayecto a lo largo del despeñadero de arena roja, el Malakumdychap, por donde en otro tiempo rondara Naiman-Ana en busca de su hijo mankurt, se encontraron ya en los accesos a Ana-Beit. Consultando continuamente ora el reloj ora el sol que brillaba sobre Sary-Ozeki, Burani Yediguéi consideraba que de momento todo iba como era debido. Tras el entierro podían llegar a tiempo a casa para honrar, todos juntos, a Kazangap. Naturalmente, sería ya al caer la tarde, pero lo principal era que coincidiera con el mismo día. ¡Ah, la vida, la vida! Kazangap descansaría en Ana-Beit, y ellos al regresar a casa le recordarían una vez más con buenas palabras...
Continuaban en el mismo orden: delante, Yediguéi sobre Karanarengalanado con la manta de las borlas, tras ellos el tractor con el remolque, y tras el tractor la excavadora Bielorús. Salieron de Malakumdychap y entraron en la llanura de Ana-Beit acompañados del perro pardo Zholbars, que corría un poco hacia un lado con aire de independencia y la lengua descuidadamente colgante. Y allí, al salir de Malakumdychap, se presentó la primera dificultad. De pronto tropezaron con un obstáculo: una cerca de alambre de espino.
Yediguéi fue el primero en detenerse: ¡atiza! Se incorporó sobre los estribos y desde la altura de Karanarmiró hacia la derecha y hacia la izquierda: hasta donde abarcaba la vista zigzagueaba para arriba y para abajo, por la estepa, una infranqueable alambrada espinosa tendida sobre varias filas de estacas de cemento armado de cuatro caras clavadas en tierra a intervalos regulares, cada cinco metros. La cerca era sólida y firme. Imposible saber dónde empezaba y dónde terminaba. Puede que no terminara en ninguna parte. No había paso. ¿Qué hacer, entonces, cómo seguir el camino?
Mientras, detrás se habían detenido los tractores. El primero en saltar de la cabina fue Sabitzhán, seguido de Dlí
—¿Qué pasa? —sacudió la mano Sabitzhán en dirección a la cerca. ¿Hemos ido a parar a otro sitio? —preguntó a Yediguéi.