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Y Saralacaminaba al ritmo del camino, resoplando, apresurándose a llegar a casa para dar descanso a sus patas, pues todo el día había caminado bajo la silla, y deseaba beber agua del río y salir al campo a pastar a la luz de la luna.
Apareció ya la aldea en el meandro del río. Allí estaban las casitas con sus humeantes luces.
Raimaly-agá se apeó. Trabó el caballo y lo dejó junto a la estaca. Sin entrar en la vivienda, se sentó a descansar junto al hogar del exterior. Pero alguien se le acercó. Un joven vecino.
Raimaly-agá, la gente os pide que entréis en la casa. –¿Qué gente?
De la familia, todos son barakbái.
Al cruzar el umbral, Raimaly-agá vio a los patriarcas de la familia sentados en estrecho semicírculo, y entre ellos, un poco hacia un lado, a su hermano Abdilján. Estaba sombrío. No levantaba los ojos del suelo, como si escondiera algo en su mirada.
–¡La paz sea con vosotros! –saludó Raimali-agá a sus familiares–. ¿No habrá ocurrido alguna desgracia?
–Te esperábamos –dijo el principal de los asistentes.
Pues si era a mí a quien esperabais, aquí me tenéis –respondió Raimaly-agá– y dispuesto a elegir un sitio para sentarse en el círculo.
¡Alto! ¡Deténte en la puerta! ¡Ponte de rodillas! –oyó Raimaly-agá la orden.
–¿Qué significa eso? Todavía soy el dueño de esta casa.
No, ¡no eres el dueño! ¡No puede ser dueño un anciano que ha perdido el juicio!
–¿De qué estáis hablando?
De que nos jures que a partir de hoy nunca volverás a cantar en ninguna parte, ni a rondar por los festines, y que te sacarás de la cabeza a la muchacha con la cual has cantado hoy canciones deshonrosas olvidando, en tu desvergüenza, la barba blanca, nuestra honra y la tuya. ¡ Júralo! ¡Que no volverá a presentarse jamás ante tus ojos!
–En vano malgastáis vuestras palabras. Pasado mañana, en la feria, voy a cantar con ella ante todo el mundo. Se levantó un grito de protesta:
–¡Nos está cubriendo de vergüenza!
–¡Renuncia, antes de que sea tarde!
–¡Efectivamente, se ha vuelto loco!
–¡Vamos, silencio! ¡Callaos! –impuso orden el juez principal–. Así, Raimaly, ¿has dicho cuanto tenías que decir?
Sí, todo.
–¿Habéis oído, descendientes del linaje de Barakbái, lo que nuestro hermano de tribu, el pecador Raimaly, acaba de decir?
–Lo hemos oído.
Entonces, escuchad lo que voy a decir. Primero me dirigiré a ti, desgraciado Raimaly. Has pasado toda tu vida en la pobreza, poseedor de un solo caballo, en orgías, cantando en los festines, pulsando la dombra, haciendo el payaso. Has empleado tu vida en divertir a los demás. Te perdonamos tu desorden en la época en que eras joven. Ahora eres viejo y resultas ridículo. Te despreciamos. Tendrías que pensar ya en la muerte, en la sumisión. Y tú, para regocijo y maledicencia de los demás pueblos te has liado con esa muchacha como el último de los botarates, has pisoteado nuestras costumbres, nuestras leyes y no deseas someterte a nuestro consejo, de manera que, ya te castigará Dios, arréglatelas como puedas. Y ahora, mi segunda palabra. Levántate, Abdilján, tú eres su hermano de sangre, de un mismo padre y de una misma madre, tú eres nuestro sostén y nuestra esperanza. Queríamos verte convertido en jefe del distrito, en nombre de todos los barakbái. Pero tu hermano acaba de volverse loco, no razona lo que dice y puede ser un estorbo en este asunto. Por lo tanto, tienes derecho a obrar de modo que el alienado Raimaly no nos avergüence ante la gente, para que nadie se atreva a escupirnos en los ojos ni ose hacer burla de los barakbái.
–Nadie es para mí profeta ni juez –dijo Raimaly-agá adelantándose a Abdilján–. Me dais lástima los que os sentáis aquí, y otros que no se sientan, estáis en un craso error, estáis juzgando algo que no se puede nunca juzgar en una asamblea. No sabéis dónde está la verdad en este mundo, ni dónde la felicidad. ¿Acaso es vergonzoso cantar cuando se tienen ganas, acaso es vergonzoso amar cuando el amor viene al mundo enviado por Dios? En realidad, la alegría más grande de la tierra es la de los enamorados. Pero ya que me consideráis loco sólo porque canto y no rechazo un amor que me llega fuera de tiempo, sino que me alegro con él, entonces os abandonaré. Me iré, no es éste el único lugar sobre la tierra. Montaré en seguida en Sarala, iré a verla y partiremos juntos para otras tierras, para no trastornaros ni con nuestras canciones ni con nuestra conducta.
No, ¡no te irás! –estalló en amenazador ronquido Abdilján, hasta entonces callado–. No saldrás de aquí para ninguna parte. No tienes salida para ir a ninguna feria. Aquí te curaremos hasta que la razón vuelva a ti.
Y con estas palabras, el hermano arrebató la dombraque el bardo tenía en las manos.
–¡Así! –Y arrojó al suelo el frágil instrumento y lo pisoteó como el toro enfurecido pisotea al pastor–. ¡A partir de ahora olvidarás el canto! ¡A ver, traedme este rocín, traedme a Sarala! –E hizo señal de que así fuera.
Y los del patio, que estaban preparados, destrabaron a Saralay lo llevaron rápidamente.
–¡Arrancadle la silla! ¡Arrojadla aquí! –ordenó Abdilján agarrando un hacha que llevaba escondida.
Con ella destrozó la silla haciéndola astillas.
–¡Ya está! ¡No irás a ninguna parte! ¡A ninguna feria!
Y en su furia cortó en pedazos los arreos, a trozos cortó las correas de los estribos, y éstos los arrojó a unas matas, uno hacia un lado, otro hacia el otro. Saralase agitaba asustado, doblaba las patas traseras, resoplaba, roía la brida como si supiera que había de correr la misma suerte.
–¿O sea, que ibas a la feria, eh? ¿Montado en Sarala? ¡Pues mira! –continuó furioso Abdilján.
Y entonces, los parientes derribaron a Saralay en un abrir y cerrar de ojos ataron las patas del caballo con un lazo. Y Abdilján agarró con su poderosa mano al caballo por el morro, le hizo levantar la cabeza y blandió un cuchillo sobre la indefensa garganta.
Raimaly-agá tiraba con todas sus fuerzas de las manos que lo sujetaban.
–¡Deténte! ¡No mates al caballo!
Pero ya no llegó a tiempo. Y ya la sangre en ardiente chorro manó bajo el cuchillo fustigando los ojos como una oscuridad en pleno día. Y lleno de humeante sangre, bañado en la sangre de Sarala, se levantó Raimaly-agá tambaleándose.
–¡Es inútil! Me iré a pie. ¡Me arrastraré de rodillas! –dijo el humillado cantor enjugándose con la cortina.
–¡No, tampoco te irás a pie! –levantó Abdilján la vista de la garganta degollada de Saralay bruscamente enseñó los dientes–. ¡No darás un paso para alejarte de aquí! –dijo en voz baja, y de pronto gritó–: ¡Cogedle! ¡Tened cuidado, está loco! ¡Atadle, os mataría!