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Aquel día quedó por mucho tiempo en la memoria de las gentes. Muchas conversaciones se levantaron a la vez acerca de Raimaly-agá y Beguimái. Y cuando acompañaban a los novios, entre las blancas casitas endomingadas, entre jinetes sobre enjaezados corceles, entre brillante y festiva multitud, a la cabeza de la caravana de despedida caracoleaban Raimaly-agá y Beguimái con canciones de buenos deseos. Cabalgaban codo a codo, estribo a estribo, se lucían juntos, se dirigían a Dios, se dirigían a las fuerzas del bien, deseaban felicidad a los recién casados, tocaban las dombras, tocaban los caramillos, cantaban canciones, ora él, ora ella, ora él, ora ella...

Y a su alrededor la gente se admiraba de oír aquellas hermosas canciones, y se reían las hierbas y a su alrededor se extendía el humo de las hogueras y volaban los pájaros, los muchachos se alegraban galopando en derredor en caballos de dos años...

Para la gente, el viejo cantor Raimaly-agá estaba desconocido. Su voz vibraba de nuevo como antes, otra vez era flexible y ágil y sus ojos brillaban como dos lámparas en una casa blanca sobre un prado verde. Incluso su caballo Saralaenderezó el cuello y también se mostró orgulloso.

Pero no gustaba a todo el mundo. Había quienes hacían un gesto de desprecio al ver a Raimaly-agá. Sus parientes y paisanos estaban indignados: los barakbái, así se llamaba la tribu, se irritaron ya en la boda. «¿Qué significa esto: Raimaly-agá ha perdido el juicio en la vejez.» Empezaron a influenciar a su hermano Abdilján. «¿Cómo te vamos a elegir jefe de distrito? ¡Los demás se burlarían de nosotros en las elecciones si ese viejo can de Raimaly nos avergüenza en público! Ya sabes, canta como un potrillo joven, grazna. Y ella, la moza ésa, ¿sabes qué responde? ¡Vergüenza y oprobio! Le maneja a su antojo a la vista de todo el mundo. No traerá nada bueno. ¿A qué liarse con esa muchacha? Habrá que afinarle, para que la mala fama no vaya de aldea en aldea...»

Desde hacía tiempo Abdilján sentía rencor hacia su disoluto hermano, quien había vivido en su desordenada ocupación hasta encanecer. Pensaba que al envejecer sentaría la cabeza, pero por el contrario, era la vergüenza de toda la tribu barakbai.

Y entonces Abdilján aguijó a su caballo para abrirse camino entre la multitud para llegar hasta su hermano, y gritó amenazándole con el látigo: «¡Vuelve en ti! ¡Vete a casa!». Pero su hermano mayor no le vio ni le oyó, embargado en canciones de dulce sonido. Y los admiradores, los que rodeaban en compacta muchedumbre a los cantantes montados, los que captaban cada palabra de las canciones, éstos en un instante empujaron a Abdilján y consiguieron golpearlo por todas partes. Era imposible saber quién le había pegado. Abdilján partió al galope...

Y se sucedían las canciones. En aquel momento nacía una nueva canción en los labios.

«... Cuando el ciervo enamorado llama a su amiga bramando por la mañana, el desfiladero le acompaña con el eco de la montaña», cantó Raimaly-agá.

«Cuando el cisne, separado de su blanca compañera, mira al sol por la mañana, ve al sol completamente negro», respondió Beguimái con una canción.

Y así cantaban en honor de los recién casados: ora él, ora ella, ora él, ora ella...

En aquel momento de entrega espiritual, no sabía Raimalyagá con qué hirviente ira en el pecho había partido al galope su hermano Abdilján, qué ofendidos y ávidos de venganza le habían seguido los parientes, toda la tribu barakbái. No sabía qué castigo se habían conjurado a prepararle...

Y se sucedían las canciones: ora él, ora ella, ora él, ora ella...

Abdilján volaba encorvado sobre la silla como una nube negra. ¡Hacia la aldea! ¡A casa! Los parientes, que le rodeaban como manada de lobos, le gritaban galopando:

—¡Tu hermano ha perdido el juicio! ¡Se ha vuelto loco! ¡Qué desgracia! ¡Hay que ponerle en tratamiento cuanto antes!

Y se sucedían las canciones: ora él, ora ella, ora él, ora ella...

Y así, con canciones, despidieron al cortejo nupcial en el lugar convenido. Allí, como despedida, cantaron una vez más sus canciones de buenos deseos. Y, volviéndose a la gente, Raimaly-agá dijo que se sentía feliz por haber vivido hasta unos días benditos en los que el destino le había premiado con un bardo igual a él, con la joven cantante Beguimái. Dijo que el pedernal enciende el fuego sólo chocando con otro, y así, en el arte de la palabra, compitiendo en maestría, los bardos alcanzan el misterio de la perfección. Por encima, además de la felicidad concebible, también se sentía feliz porque en las postrimerías de su vida, como en el ocaso, cuando el astro calienta con todo su poder, con un poder pleno desde la creación del mundo, él conocía el amor, conocía una fuerza espiritual que no había encontrado desde que naciera.

—¡Raimaly-agá! —dijo Beguimái en su palabra de respuesta—. Se ha realizado mi sueño. Te seguiré, como digas y a donde digas apareceré inmediatamente con mi dombra. Para que la canción se conjugue con la canción, para amarte y ser tu amor. Con ello, pongo mi vida en tus manos sin pensarlo ni un solo instante.

Así cantaban las canciones.

Y allí, ante toda la gente de la estepa, convinieron un encuentro para dos días después en una gran feria, donde cantarían para cuantos acudieran de todas partes.



Y en seguida, al dispersarse después de la despedida, la gente difundió la noticia por todo el distrito diciendo que Raimaly-agá y Beguimái irían a la feria a cantar. Corrió la noticia:

—¡A la feria!

—¡Ensillad los caballos para ir a la feria!

—¡Venid a la feria a escuchar a los bardos!

Y el rumor de la gente respondía como un eco: —¡Será una fiesta!

—¡Una diversión!

—¡Una belleza!

—¡Qué vergüenza!

—¡Qué bien!

—¡Mira que son desvergonzados!

Y Raimaly-agá y Beguimái se separaron en mitad del camino:

—¡Hasta la feria, querida Beguimái!

—¡Hasta la feria, Raimaly-agá!

Y al alejarse, aún gritaban desde la silla:

—¡Hasta la feria-a!

—¡Hasta la feria-a, Raimaly-agá-á-á!

El día tocaba a su fin. La gran estepa se sumergía tranquilamente en las blancas tinieblas estivales. La hierba había madurado y exhalaba un marchito olor apenas perceptible; en las montañas flotaba el fino frescor que dejaron las lluvias, volaban los milanos, antes del ocaso, a baja altura y sin prisas, piaban los pajarillos glorificando el pacífico atardecer...

—¡Qué silencio, qué bienestar! —murmuró Raimaly-agá acariciando la crin de su caballo—. Ay, Sarala, ay, mi viejo, mi famoso corcel, ¿será la vida tan maravillosa que incluso en los postreros días se pueda amar así?