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Sentía un frío angustioso en el alma cuando recordaba esas cosas. Ya era hora de olvidar el pasado, de calmarse. Porque ella había partido precisamente para cortar de raíz todo pensamiento sobre ella. Pero sólo Dios puede saber lo que se ha olvidado y lo que no. Burani Yediguéi había pasado mucha pena, se había calmado, se había sometido al destino. ¿A quién contar esas cosas? ¿Quién las comprendería? Quizá sólo las nevadas montañas que se encaramaban hacia el cielo; aunque, con tanta altura, se desentienden de los disgustos terrenales de los hombres. Por eso son grandes las Alatau, para que muchos mortales lleguen y se vayan mientras ellas permanecen eternamente allí y así sean muchos los que se sumen en meditaciones al verlas mientras ellas guardan impertérrito silencio...

Yediguéi recordaba que Abutalip, después de anotar la Alocución de Raimaly-agá a su hermano Abdiján, seguramente reflexionó largamente sobre ese cuento, pues un día, en una conversación, le confió la idea de que las personas como Raimaly-agá y Beguimái se proporcionan uno a otro tanta felicidad como amargura, dado que se empujan mutuamente a una miserable tragedia: la dependencia del hombre con respecto a la opinión de los demás. Por eso los parientes trataron a Raimaly-agá de aquella manera, suponiendo que era por su bien. Para Yediguéi, estas prudentes palabras no fueron entonces más que eso: prudentes palabras, hasta que conoció en sí mismo su verdad, hasta que tuvo que sufrir él mismo. Aunque Zaripa y él estuvieran muy lejos de aquella historia, tanto como las estrellas de la Tierra, pues nada entre los dos había sucedido, si no es que él pensaba en ella y la quería mucho, Zaripa había sido la primera en aceptar el golpe para librarse de aquel inevitable callejón sin salida. Lo decidió por sí misma, cortó de una vez, como arrancándose la sangre de las venas, y sin embargo no pensó en él, no pensó en lo que le iba a costar a él esa decisión. Y menos mal que había conservado la vida. Incluso ahora, a veces le dominaba una tristeza tan grande que estaba dispuesto a ir al fin del mundo con tal de verla, con tal de oírla por lo menos una vez...

Y Yediguéi también recordaba, burlándose de sí mismo, lo sorprendente que había sido conocer por Abutalip que había habido en Alemania un hombre muy importante, el gran poeta Goethe. Este nombre tenía en lengua kazaja muy mal sonido, pero no se trataba de eso, pues cada uno lleva el nombre que le impone el destino. El anciano Goethe tenía más de setenta años cuando parece ser que también se enamoró de una joven y que ésta le correspondió con todo su corazón. Esto se sabía en todas partes, pero nadie ató a Goethe de brazos y piernas, ni le declaró loco... ¡Como, en cambio, le habían hecho a Raimalyagá! Humillaron y destruyeron a un hombre, y querían su bien... A su modo, Zaripa también quería su bien, y había obrado bajo los dictados de su conciencia... Él no podía sentirse ofendido. Además, ¿quién puede ofenderse con la persona amada? Antes se acusará a sí mismo y se considerará culpable. Aunque lo pase mal, con tal que ella... Y si puede, incluso cuando le haya abandonado, la recordará y la amará...

De este talante viajaba Burani Yediguéi, recordándola y amándola, recordando a Abutalip y a sus hijos huérfanos...

Cuando ya estaban llegando a Alma-Atá, Yediguéi pensó de pronto: ¿y si Elizárov no estuviera en casa? ¡Pues mira qué bien! No sabía por qué no se le habría ocurrido eso en casa. Tampoco Ukubala había pensado en ello. Habían juzgado por su propia vida. Puesto que ellos vivían sin salir de Sary-Ozeki, pensaron que todos hacían lo mismo. Y en realidad, era muy posible que Afanasi Ivánovich no estuviera en casa. Trabajaba con la propia Academia, le esperaban en todas partes. ¡No tiene pocos asuntos un científico como él! Podía haber salido en misión oficial y estar fuera mucho tiempo. «Sería muy mala pata», se inquietaba Yediguéi. Y comenzó a pensar que tendría que dirigirse a la redacción de su periódico kazajo. La dirección del periódico figuraba en cada ejemplar. Allí, seguramente, le explicarían cómo y adónde dirigirse. Quién si no los trabajadores del periódico podían saber adónde presentarse con aquella cuestión. En casa parecía muy sencillo: prepararse y partir. Pero ahora, al acercarse a su destino, Burani estaba intranquilo: no en vano se dice que el mal cazador sueña en la presa sentado en su casa. Así lo había hecho él. Pero, naturalmente, contaba con Elizárov. Éste era un buen amigo desde tiempos remotos, había estado muchas veces en su casa del apartadero, conocía la historia de Abutalip Kuttybáyev. Él, con media palabra, lo habría comprendido todo. ¿Cómo contarlo a gente desconocida? ¿Por dónde empezar? ¿Qué tono emplear? ¿Testificar como en un juicio? ¿Informar? ¿De qué manera? ¿Le escucharían? ¿Qué respuesta le darían? ¿Y tú quién eres, y por qué te interesa más que a nadie dignificar a Abutalip Kuttybáyev? ¿Qué relación tenías con él? ¿Eres su hermano, su compadre, su cuñado?

Mientras, el tren corría por la periferia de la ciudad de Alma-Atá. Los viajeros se preparaban, salían al pasillo y esperaban la parada. Yediguéi también estaba dispuesto. Ya se veía la estación, el final del viaje. El andén estaba lleno de gente diversa que partía o que iba a recibir a alguien. El tren se detuvo poco a poco. Y de pronto, por la ventanilla, Burani Yediguéi vio a Elizárov entre la gente que pululaba por el andén y se alegró alborozadamente como un niño. Elizárov agitó el sombrero en señal de bienvenida y empezó a caminar a la altura del vagón. ¡Qué suerte! Yediguéi ni soñaba que Elizárov fuera a recibirle personalmente. Hacía tiempo que no se veían, desde el pasado otoño. No, Afanasi Ivánovich no había cambiado, aunque entrara en años. Siempre el mismo hombre flaco e inquieto. Kazangap le llamaba argamak, o sea el caballo pura sangre. Era una gran alabanza: argamak Afanasi. Elizárov lo sabía y lo aceptaba bondadosamente: «¡Como tú quieras, Kazangap! —Y añadía—: ¡Un viejo argamak, pero argamak a fin de cuentas! ¡Muchas gracias!». Habitualmente iba a Sary-Ozeki con ropa de trabajo, botas de fieltro y una vieja gorra muy maltratada; pero allí llevaba corbata y un buen traje gris oscuro. Y el traje le sentaba bien a su figura y sobre todo al color de sus cabellos, grises ya en su mitad.

Mientras el tren se detenía, Afanasi Ivánovich caminaba junto a él, medio ladeado, sonriéndole por la ventanilla. Los ojos grises de Elizárov, de claras pestañas, irradiaban sincera satisfacción por el deseado encuentro. Esto confortó inmediatamente a Yediguéi y sus recientes dudas desaparecieron de golpe. «Buen principio –se alegró–. Si Dios quiere será un éxito.»



–¡Por fin has venido a visitarme! ¡En tantos años! ¡Bienvenido, Yediguéi! ¡Bienvenido, Burani! –le acogió Elizárov.

Se abrazaron fuertemente. La multitud que los rodeaba, y la alegría, hicieron que Yediguéi se desconcertara un poco. Antes de que salieran a la plaza de la estación, Elizárov ya le había formulado una gran cantidad de preguntas. Preguntó por todos, cómo estaba cada uno, qué hacía Kazangap, Ukubala, Bukéi, los niños, quién era ahora el jefe del apartadero. No se olvidó ni de Karanar.

–¿Y qué hace tu Burani Karanar? –se interesó, riéndose por anticipado él sabría de qué–. ¿Continúa siendo el mismo, un rugiente león?

–Va tirando. Y cuando le pasa algo, ruge –respondió Yediguéi–. En Sary-Ozeki tiene libertad. ¡Qué más quiere!

Junto a la estación había un gran coche negro de reluciente pulido. Era la primera vez que Yediguéi veía un coche como aquél. Era un Zim, el mejor coche de los años cincuenta.