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Miró al coronel de reojo. Seguía sentado, muy erguido, con la pipa apagada entre los dientes. Y estaba muy pálido. Quizá fuera sólo a causa de la ira.

«Todo se va al diablo, al diablo —pensó Andrei con pánico—. ¡Un largo receso! ¡Enseguida! Y que Katzman me consiga agua. Mucha agua. Para el coronel. Sólo para el coronel. Y desde esta misma noche, ¡doble ración de agua para el coronel!»

Ellizauer, todo torcido, asomó detrás del grueso hombro de Quejada.

—Perdóneme... Tengo necesidad... —masculló, lastimero—. De nuevo...

—Siéntese —le dijo Andrei—. Ahora terminamos. —Se reclinó en el butacón y se agarró de los brazos—. La orden para el día de mañana: haremos una parada prolongada. Ellizauer, todas las fuerzas se destinarán a la reparación del tractor. Le doy un plazo de tres días, cumpla con el trabajo en ese plazo. Quejada, mañana, ocúpese todo el día de los enfermos. Pasado mañana, dispóngase a tomar parte conmigo en una exploración en profundidad, Katzman, usted viene con nosotros... ¡Agua! —Golpeó la mesa con un dedo—. ¡Necesito agua, Katzman! ¡Señor coronel! Le ordeno que mañana descanse. Pasado mañana tomará el mando del campamento. Es todo, señores. Están libres.

DOS

Iluminando el camino con la linterna. Andrei subió con prisa al piso siguiente, el quinto al parecer. «Demonios, no llego...» Se detuvo, todo en tensión, esperando a que se le pasara el dolor agudo. En el vientre, algo se revolvió con un gruñido, y de repente se sintió mejor. Los muy puñeteros, todos los pisos estaban llenos de cagadas, no había dónde poner el pie. Llegó hasta el descansillo y empujó la primera puerta que encontró, que se abrió con un chirrido. Andrei entró y olfateó. Al parecer no había nada... Iluminó con la linterna. Sobre el parqué reseco, junto a la puerta, había huesos blanquecinos entre harapos, una calavera rodeada por mechones de cabellos mostraba los dientes. Estaba claro: echaron un vistazo, pero se asustaron... Moviendo los pies con dificultad. Andrei siguió por el pasillo casi a la carrera.

«Un salón... Diablos, algo parecido a un dormitorio... ¿Dónde estará el retrete? Ah, ahí...»

Después, ya más tranquilo a pesar de que el dolor de vientre no había desaparecido del todo, cubierto totalmente de un sudor frío y pegajoso, se abotonó los pantalones en la oscuridad y volvió a sacar la linterna del bolsillo. El Mudo seguía allí, con el hombro recostado en un armario de una altura infinita, con las manos blancas metidas bajo el ancho cinturón.

—¿De centinela? —le preguntó Andrei, distraído y bonachón—. Bien, vigila para que no aparezca nadie y me reviente la cabeza, ¿qué ibas a hacer entonces?

Se descubrió pensando que había adquirido la costumbre de conversar con aquel extraño hombre como si se tratara de un perro enorme, y la idea le produjo incomodidad. Amistoso, palmeó el hombro frío y desnudo del Mudo y siguió recorriendo el piso sin prisa, alumbrando con la linterna a izquierda y derecha. Detrás, sin acercarse ni alejarse, se oían los pasos suaves del Mudo.

Aquel piso era todavía más lujoso. Multitud de habitaciones llenas de pesados muebles antiguos, enormes lámparas de techo, gigantescos cuadros e

«Habrán cogido los muebles para la calefacción —pensó Andrei—. ¿Con semejante calor? Qué raro...»

En general, la casa era un poco extraña, no resultaba difícil entender a los soldados. Algunos pisos estaban abiertos de par en par, totalmente vacíos, no quedaba nada que no fueran paredes desnudas. Otros pisos estaban cerrados por dentro, a veces con los muebles formando barricadas, y si se lograba forzar la entrada, allí había huesos humanos por el suelo. Lo mismo ocurría en otros edificios cercanos, y se podía suponer que encontrarían lo mismo en los demás edificios de aquella manzana.

Aquello no guardaba la menor relación con nada conocido y ni siquiera Izya Katzman había logrado aventurar una explicación lógica de la razón que había hecho huir a unos habitantes de aquellos edificios, llevándose consigo todo lo que fueron capaces de cargar, libros incluso, mientras que otros se habían atrincherado en sus viviendas para morir allí, al parecer de hambre y sed. O quizá de frío: en algunos pisos habían encontrado lastimeras imitaciones de estufas, en otros habían encendido fuego directamente sobre el suelo o sobre planchas de hierro oxidado, seguramente arrancadas de las azoteas.

—¿Entiendes qué ha ocurrido aquí? —le preguntó Andrei al Mudo.

El hombre negó lentamente con la cabeza.

—¿Habías estado aquí alguna vez?





El Mudo asintió.

—Entonces, ¿vivía gente aquí?

No,fue el gesto del Mudo.

—Entendido... —masculló Andrei, intentando descifrar el contenido de un cuadro e

—¿Es un lugar peligroso? —preguntó.

El Mudo lo miró con ojos que se habían quedado inmóviles.

—¿Entiendes la pregunta?

Sí.

—¿Puedes responder?

No.

—Bueno, gracias de todos modos —dijo Andrei, pensativo—. Entonces, puede que no sea nada. Está bien, volvamos a casa.

Volvieron al segundo piso. El Mudo permaneció en su rincón y Andrei fue a su habitación. El coreano Pak lo estaba esperando y conversaba con Izya. Al ver a Andrei, calló y se levantó a su encuentro.

—Siéntese, señor Pak —dijo Andrei y él mismo tomó asiento.

Tras una vacilación momentánea. Pak se dejó caer con cuidado en una silla y descansó las manos sobre las rodillas. Su rostro amarillento estaba tranquilo, sus ojos soñolientos y húmedos brillaban a través de las ranuras de sus párpados hinchados. Siempre le había caído bien a Andrei, tenía algo indefinible que lo hacía parecerse a Kaneko, o quizá fuera sólo porque siempre estaba arreglado, dispuesto, era amistoso con todos pero sin tomarse ninguna confianza, hombre de pocas palabras pero cortés y educado, siempre independiente, siempre se mantenía a cierta distancia... O quizá fuera porque precisamente había sido Pak quien pusiera fin a aquella absurda escaramuza en el kilómetro trescientos cuarenta: en lo más nutrido del tiroteo, salió de las ruinas, levantó una mano abierta y, sin prisa, echó a andar hacia los disparos...

—¿Lo han despertado, señor Pak? —preguntó Andrei.

—No, señor consejero. No me he acostado todavía.

—¿Le duele el estómago?