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—No más que a los demás.

—Pero, seguramente, no menos... —apuntó Andrei—. ¿Y los pies, qué tal?

—Mejor que los demás.

—Muy bien —dijo Andrei—. ¿Y cómo se siente en general? ¿Está muy cansado?

—Estoy bien, gracias, señor consejero.

—Muy bien —repitió—. La razón por la que lo molesto, señor Pak, es la siguiente: mañana tendremos una parada larga. Pero pasado mañana tengo la intención de llevar a cabo un pequeño reconocimiento con un grupo especial de personas. Avanzar unos cincuenta o setenta kilómetros. Tenemos que hallar agua, señor Pak. Seguramente nos desplazaremos sin impedimenta, pero rápido.

—Lo entiendo, señor consejero —dijo Pak—. Pido autorización para unirme al grupo.

—Muchas gracias. Aunque no era eso lo que quería pedirle. Saldremos pasado mañana, a las seis de la mañana. Recibirá agua y raciones con el sargento. ¿De acuerdo? Pero lo que me preocupa... ¿Qué cree, seremos capaces de hallar agua aquí?

—Creo que sí —dijo Pak—. He oído algo sobre esta región. En algún lugar de aquí hay un manantial. Según los rumores, en alguna época fue un manantial muy potente. Seguro que ahora tiene menos caudal. Pero es posible que baste para nuestro destacamento. Hay que buscarlo.

—¿Y sería posible que se hubiera secado del todo?

—Es posible, pero muy poco probable —dijo Pak con un gesto de negación—. Nunca he oído que un manantial se seque completamente. El caudal de agua puede disminuir, de forma considerable incluso, pero al parecer los manantiales no se secan del todo.

—Hasta ahora no he encontrado nada de utilidad en los documentos —dijo Izya—. El suministro de agua a la ciudad venía del acueducto, pero este acueducto ahora está seco como... no sé como qué.

Pak no dijo nada al respecto.

—¿Y qué ha oído usted sobre esta región? —le preguntó Andrei.

—Diversas cosas, más o menos terribles —dijo Pak—. Algunas son pura invención. Pero las otras... —Se encogió de hombros.

—¿Por ejemplo? —preguntó, apacible.

—Pues todo lo que le he contado antes, señor consejero. Por ejemplo, según los rumores, no muy lejos de aquí se encuentra la Ciudad de los Ferrocéfalos. Sin embargo, no he logrado entender quiénes son esos ferrocéfalos. Además, la Catarata de Sangre, aunque creo que está muy lejos. Seguramente se trata de un torrente que arrastra un mineral de color rojo. En cualquier caso, allí habrá agua suficiente. Hay leyendas sobre animales parlantes, pero eso está en el límite de lo posible. Y creo que no tiene sentido hablar de lo que está más allá de ese límite... Bueno, el Experimento es el Experimento.

—Seguramente estará harto de estos interrogatorios —dijo Andrei, sonriendo—. Me imagino lo aburrido que estará de repetirles lo mismo a todos por vigésima vez. Pero, por favor, perdónenos, señor Pak. Usted es el que más sabe de todos nosotros.

—Por desgracia, lo que sé es muy poco —dijo con sequedad Pak, volviendo a encogerse de hombros—. La mayor parte de los rumores no se han podido contrastar. Y, por el contrario, vemos muchas cosas que nunca antes oí mentar. Y, con respecto a los interrogatorios, señor consejero, ¿no le parece a usted que la tropa está demasiado bien informada en lo que de rumores se trata? Yo respondo personalmente a las preguntas sólo cuando converso con alguien de la plana mayor. Considero incorrecto, señor consejero, que los soldados y otros trabajadores de filas estén al tanto de todos esos rumores. Es dañino para la moral.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Andrei, tratando de no apartar la vista—. Y, en todo caso, yo preferiría que hubiera más rumores sobre ríos de leche y miel con orillas de merengue.





—Sí —asintió Pak—. Por eso, cuando los soldados me preguntan, intento eludir los temas desagradables y siempre insisto en la leyenda del Palacio de Cristal... Es verdad que, en los últimos tiempos, ya no quieren oír hablar de eso. Todos tienen mucho miedo y quieren volver a casa.

—¿Y usted también? —preguntó Andrei, compasivo.

—Yo no tengo casa —respondió Pak con tranquilidad. Su rostro era impenetrable y sus ojos casi se cerraban de sueño.

—Aja... —Los dedos de Andrei tamborilearon sobre la mesa—. Pues, nada, señor Pak. De nuevo le doy las gracias. Le ruego que descanse. Buenas noches. —Siguió con la mirada la espalda del hombre, enfundada en un traje de sarga descolorida, esperó a que se cerrara la puerta y se volvió hacia Izya—. De todos modos, quisiera saber con qué fin se unió a nosotros.

—¿Cómo que con qué fin? —se inquietó Izya—. Ellos no podían organizar la exploración y por eso se inscribieron contigo como voluntarios.

—¿Y con qué objetivo necesitaban esa exploración?

—Pues, querido mío, no a todos les gusta el reino de Geiger de la misma manera que a ti. Antes, no querían vivir bajo el mandato del señor alcalde, ¿eso no te asombra? Y ahora, no quieren vivir bajo el poder del presidente. Quieren vivir por su cuenta, ¿entiendes?

—Entiendo —dijo Andrei—. Pero, en mi opinión, nadie pretende impedirles que vivan por su cuenta.

—Sí, en tu opinión —replicó Izya—. Pero tú no eres el presidente.

Andrei metió la mano en la caja metálica, sacó una cantimplora con alcohol y comenzó a desenroscar la tapa.

—¿Acaso crees que Geiger tolerará la existencia de una fuerte colonia armada hasta los dientes junto a la Ciudad? Doscientos hombres veteranos, con gran experiencia de combate, sólo a trescientos kilómetros de la Casa de Vidrio... Claro que no lo tolerará. Eso significa que tendrán que marcharse más lejos, al norte. ¿Y adonde?

Andrei salpicó un poco de alcohol en las manos y las frotó con todas sus fuerzas.

—Estoy harto de tanta suciedad —masculló, con asco—. No te lo puedes imaginar.

—Sí, la suciedad... —dijo Izya, distraído—. No es nada agradable. Dime, ¿por qué molestas constantemente a Pak? ¿Qué pecado ha cometido? Lo conozco desde hace mucho tiempo, casi desde el primer día. Es un hombre muy culto, muy honrado. ¿Por qué te metes con él? La única manera de explicar esos infinitos interrogatorios de jesuita es a causa de tu odio zoológico contra los intelectuales. Si tienes la urgente necesidad de saber quién difunde los rumores, pregúntale a tus informantes, que Pak no tiene nada que ver...

—No tengo informantes —replicó Andrei con frialdad. Ambos callaron.

—¿Ponemos las cartas sobre la mesa? —dijo al rato, para su sorpresa.

—¿De veras? —replicó Izya, ansioso.

—Pues te diré qué pasa, querido amigo. En los últimos tiempos tengo la impresión de que alguien intenta poner fin a nuestra expedición. Ponerle fin definitivamente, ¿entiendes? No se trata de que nos demos la vuelta y regresemos a casa, sino de liquidarnos. Aniquilarnos. Hacernos desaparecer sin dejar huella, ¿entiendes?