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—¡Deje de irse por la tangente, Ellizauer! —dijo Izya, con decisión—. Todo está absolutamente claro: tienen miedo de seguir adelante, sabotean moralmente la expedición, han conseguido asustar a sus subordinados, y ahora vienen aquí a quejarse... Y, por cierto, ustedes ni siquiera tienen que caminar, todo el tiempo viajan en algún transporte.

«Así, Izya, así, amigo —pensó Andrei, enternecido—. ¡Destroza a esa carroña, destrózala! Ya debe de haberse cagado, ahora pedirá permiso para ir al retrete...»

—Y, en general, no entiendo las razones de este pánico —siguió diciendo Izya, de modo terminante—. ¿La geología no reafirma sus hipótesis? Pues a la mierda con la geología, nos las arreglaremos sin ella. Y también sin la cosmografía. ¿Acaso no entienden que nuestra tarea principal es la exploración, la recopilación de información? Yo declaro que la expedición, al día de hoy, ha hecho un gran trabajo, y aún puede hacer mucho más. ¿Que se ha roto un tractor? Nada terrible. Que lo arreglen, en dos días o en diez, no sé, dejemos aquí a los más extenuados, a los enfermos, y sigamos adelante, poco a poco, en el segundo tractor. Si encontramos agua, nos detenemos y esperamos a los retrasados. Todo es muy sencillo, no hay nada de particular...

—Sí, por supuesto, todo es muy sencillo, Katzman —dijo Quejada, bilioso—. ¿Y no quema un disparo por la espalda? ¿O en la frente? Está demasiado inmerso en sus archivos, no percibe lo que ocurre en torno suyo... Los soldados no seguirán adelante. Eso lo sé, los he oído ponerse de acuerdo.

De repente, Ellizauer se puso de pie detrás de él, y mascullando unas excusas incomprensibles, se agarró el vientre y salió corriendo de la habitación.

«Rata —pensó Andrei con maligna alegría—. Cobarde canalla. Cagón.»

—De mis geólogos, sólo puedo confiar en una persona —prosiguió Quejada, haciendo como si no se diera cuenta—. No es posible confiar en los soldados ni en ninguno de los choferes. Por supuesto, ustedes pueden fusilar a uno o dos para dar una lección, quizá eso ayude. No lo sé. Lo dudo. Y no estoy seguro de que tengan el derecho moral para actuar de esa manera. No quieren seguir porque se sienten engañados. Porque no han sacado nada en claro de esa expedición y ahora ya han perdido las esperanzas de recibir algo. Esa maravillosa leyenda, que con tanta imaginación ha inventado el señor Katzman, la leyenda del Palacio de Cristal, ha perdido su efecto. Las que predominan son otras leyendas, sépalo usted, Katzman.

—¿Qué diablos dice? —saltó Izya, tartamudeando de indignación—. ¡No he inventado nada!

—Está bien, ahora eso no tiene la menor importancia. —Quejada se desentendió de él con un gesto que parecía hasta bondadoso—. Ahora ya queda claro que no habrá ningún palacio, así que no hay nada de qué hablar... Ustedes saben muy bien, señores, que las tres cuartas partes de esos voluntarios vinieron a esta expedición en busca de botín y sólo por el botín. ¿Qué han conseguido en lugar de ese botín? Diarrea con sangre y una subnormal piojosa para divertirse por las noches. Pero el problema no es ni siquiera ése. No sólo están desilusionados, también están asustados. Démosle las gracias al señor Katzman. Démosle las gracias al señor Pak, al que con tanta gentileza lo invitamos a nuestra mesa y le dimos un puesto en la expedición. A los esfuerzos de estos señores debemos la mayor parte de nuestros conocimientos sobre lo que nos espera si seguimos adelante. La gente tiene miedo del decimotercer día. La gente teme a los lobos parlantes. No teníamos suficiente con los lobos tiburones, ¡ahora nos prometen lobos parlantes! La gente teme a los ferrocéfalos... Combinado con todo lo que ya han visto, todos esos mudos con las lenguas cortadas, los campos de concentración abandonados, los cretinos asilvestrados que rinden culto a los manantiales, y los cretinos armados hasta los dientes que disparan por cualquier motivo... Combinado con todo lo que han visto hoy, en estas colinas, esos huesos en las barricadas dentro de las casas... ¡Es una combinación encantadora, imponente! Y si hasta ayer los soldados temían al sargento Fogel por encima de todas las cosas, hoy Fogel les da lo mismo, tienen algo peor a lo que temer... —Quejada calló finalmente, tomó aliento y se secó el sudor que le cubría el rostro abotagado.

—Tengo la impresión —dijo el coronel, levantando una ceja con ironía—, de que usted mismo tiene bastante miedo, señor Quejada. ¿Me equivoco?

—No se preocupe por mí, coronel —gruñó Quejada, mirándolo de reojo—. Si algo temo es recibir una bala por la espalda. Sin comerlo ni beberlo. Que personas a las que, por cierto, entiendo perfectamente, me maten.





—¿Es eso? —apuntó el coronel—. Qué se le va a hacer... No voy a emitir un juicio sobre la importancia de esta expedición y tampoco voy a indicarle a la jefatura de la expedición cómo debe actuar. Mi tarea consiste en cumplir las órdenes. Sin embargo, considero indispensable decir que todas esas consideraciones relativas a motines e insubordinaciones me parecen puras habladurías sin sentido. ¡Déjeme ocuparme de mis soldados, señor Quejada! Si lo desea, ponga bajo mi mando a esos geólogos en los que no confía. Me ocuparé de ellos... Debo llamar su atención, consejero —se volvió hacia Andrei y siguió hablando, con la misma cortesía letal—, que hoy aquí han hablado demasiado sobre los soldados precisamente aquellas personas que no tienen ningún vínculo oficial con ellos.

—Sobre los soldados han hablado personas —lo interrumpió Quejada—, que trabajan, comen y duermen todos los días junto con ellos.

En el silencio que siguió se oyó un ligero chirrido proveniente del butacón de piel: el coronel se sentó, muy derecho. Se mantuvo callado un rato. La puerta se abrió lentamente y Ellizauer regresó a su lugar con una expresión de confusión y culpa, haciendo una leve reverencia sobre la marcha.

«Sigue —pensó Andrei, mirando fijamente al coronel—. ¡Sigue dándole! ¡Córtale los bigotes! ¡Rómpele la cara!»

—Debo también pedirle —prosiguió, finalmente, el coronel— que preste su atención, consejero, al hecho de que en una parte de la plana mayor se ha detectado hoy una clara simpatía, y más aún, complicidad, con estados de ánimo totalmente comprensibles y habituales, pero totalmente indeseables, de los niveles inferiores del ejército. Como oficial superior, declaro lo siguiente: si la simpatía y la complicidad antes mencionadas adquieren algún tipo de manifestación práctica, actuaré contra los cómplices y simpatizantes como está estipulado en condiciones de campaña. En lo restante, señor consejero, tengo el honor de asegurarle que el ejército sigue dispuesto a cumplir todas sus órdenes.

Andrei suspiró muy quedamente y miró satisfecho a Quejada que, con una sonrisa torcida, encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. Ellizauer ni se veía.

—¿Y cómo se actúa contra los cómplices y simpatizantes en condiciones de campaña? —preguntó con enorme curiosidad Izya, que también se veía muy satisfecho.

—Se los lleva a la horca —fue la seca respuesta del coronel.

De nuevo se hizo el silencio.

«Así son las cosas —pensó Andrei—. Espero que todo le haya quedado claro, señor Quejada. ¿O aún tendrá alguna pregunta? No, claro que ya no tiene ninguna pregunta, qué va. ¡El ejército! El ejército lo decide todo, amiguitos. Pero, sea como sea, no entiendo nada. ¿Por qué está tan seguro? ¿No se tratará sólo de una máscara, coronel? Yo también tengo aspecto de estar bastante seguro. En todo caso, ése debe ser mi aspecto. Obligatoriamente.»