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—¿Transporte?

Ellizauer se enderezó y comenzó a informar por encima de la cabeza de Quejada.

—Hoy hemos avanzado treinta y ocho kilómetros. El motor del tractor número dos debe pasar una reparación capital. Lo lamento mucho, señor consejero, pero no hay más remedio.

—Aja —dijo Andrei—. ¿Qué significa eso de «reparación capital»?

—Dos o tres días —dijo Ellizauer—. Hay que cambiar una parte de las piezas, y hay que ajustar las otras. Quizá se trate de cuatro días. O cinco.

—O diez —dijo Andrei—. Déme el informe.

—O diez —aceptó Ellizauer, sin borrar del rostro aquella sonrisa indefinida.

Sin levantarse, tendió el papel con el informe por encima del hombro de Quejada.

—¿Está bromeando? —pronunció Andrei, intentando mantener la calma.

—¿Por qué, señor consejero? —se asustó Ellizauer, o hizo como si se asustara.

—¿Tres días o diez días, señor especialista?

—Lo lamento mucho, señor consejero... —balbuceó Ellizauer—. No me atrevo a precisar... No estamos en un taller, y además. Permiak está enfermo. Tiene una erupción y padece vómitos. Es mi mecánico principal, señor consejero.

—¿Y usted? —dijo Andrei.

—Haré todo lo posible... Pero es muy diferente en nuestras condiciones, quiero decir, en campaña...

Estuvo un rato más balbuceando algo sobre los mecánicos, la grúa que no habían querido traer a pesar de que él lo había advertido, sobre el taladro que no tenían y que era imposible que tuvieran, otra vez sobre el mecánico y algo más sobre pistones y bujías... Cada vez hablaba más y más quedo, más enredado, hasta que calló del todo. Durante todo ese tiempo. Andrei lo estuvo mirando fijamente a los ojos, y quedaba totalmente claro que aquel oportunista larguirucho y cobardón estaba diciendo mentiras y sabía que todos se habían dado cuenta de ello, pero intentaba escabullirse y no se le ocurría cómo, aunque de todos modos tenía la firme intención de mantener su mentira hasta el victorioso final.

Después, Andrei bajó la vista y la clavó en el informe, en los renglones mal trazados con letra enorme, pero sin ver ni entender nada de lo allí escrito.

«Se han conjurado, canallas —pensó con desesperación—. Éstos también se han conjurado. ¿Qué hago ahora con ellos? Qué lástima, no tengo la pistola. Pegarle un tiro a Ellizauer o asustarlo hasta que se cague... No. Quejada. Ése es el jefe de todos ellos. Quiere hacerme responsable de todo... Quiere cargar sobre mis hombros esta misión asquerosa, que ya apesta... Bastardo, cerdo hinchado...» Tenía deseos de gritar, de dar puñetazos sobre la mesa.

El silencio se hacía insoportable. De repente, Izya se movió incómodo en su silla.

—¿Qué está ocurriendo? —balbuceó—. A fin de cuentas, no tenemos por qué apresuramos. Haremos una parada. Podría haber archivos en los edificios. Es verdad que no hay agua, pero podemos enviar un grupo por delante...

—Tonterías —lo interrumpió Quejada con brusquedad—. Señores, basta de habladurías. Pongamos los puntos sobre las íes. La expedición ha fracasado. No hemos encontrado agua. Ni petróleo. Y con la exploración geológica organizada de esta manera, sería imposible encontrar nada. Corremos como si estuviéramos locos, hemos extenuado a la gente, el transporte está hecho jirones. No hay ninguna disciplina en el destacamento, alimentamos a prostitutas, arrastramos a gente que difunde rumores... Hemos perdido la perspectiva hace muchísimo tiempo, a nadie le importa nada. La gente no quiere seguir adelante, no ven qué sentido tiene seguir, y no tenemos nada que decirle. Los datos cosmográficos no sirven para nada: nos preparamos para un frío polar y nos hemos metido en un desierto calcinante. El personal de la expedición ha sido mal seleccionado, al tuntún. Los servicios médicos son pésimos. Como resultado, cosechamos lo que hemos sembrado: la caída de la moral, la pérdida de la disciplina, constantes insubordinaciones y un motín, si no hoy, mañana. Es todo.





Quejada calló, sacó la cigarrera y encendió un pitillo.

—¿Y qué propone usted, señor Quejada? —masculló Andrei, conteniendo la voz.

La odiosa cara de Quejada con sus poblados mostachos flotaba delante de sus ojos, envuelta en una telaraña indefinida. Sintió un deseo feroz de pegarle un puñetazo. O de golpearlo con la lámpara. Por los bigotes...

—En mi opinión, da lo mismo —pronunció Quejada, despectivo—. Hay que volver por donde hemos venido. De inmediato. Mientras aún estamos sanos y salvos.

«Tranquilidad —se repetía Andrei—. Ahora sólo vale la tranquilidad. Mientras menos palabras, mejor. No discutir, por nada del mundo. Oír con calma y callar. ¡Ay, qué ganas tengo de pegarle!»

—En realidad —comenzó a decir Ellizauer—, ¿hasta cuándo podemos seguir avanzando? Mi gente me pregunta: ¿qué ocurre, señor ingeniero? Acordamos avanzar hasta que el sol se pusiera más allá del horizonte. Pero, por el contrario, el sol sube. Después acordamos que hasta que no llegara al cenit. Y entonces no sube, sino salta, arriba y abajo.

«No discutir en absoluto —se repetía Andrei para sus adentros—. Que digan lo que quieran. Será, incluso, interesante oír qué inventan. El coronel no me traicionará. El ejército lo decide todo. ¡El ejército! ¿Serán ellos, canallas, los que han convencido a Fogel?»

—Y usted, ¿qué les dice? —le preguntó Izya a Ellizauer—. ¿Usted?

—Yo, ¿qué?

—Ellos le preguntan, eso está claro... ¿Y qué les responde usted?

—Es extraño... —comenzó a decir Ellizauer, encogiéndose de hombros y moviendo sus cejas ralas—. ¿Qué puedo responderles? Eso quisiera saber, qué debo responderles. ¿Cómo puedo saberlo?

—¿Quiere decir que no les responde nada?

—¿Y qué puedo responderles? ¡¿Qué?! Digo, que respondan los jefes...

—¡Vaya respuesta! —replicó Izya, abriendo mucho los ojos—. Con semejantes respuestas se le baja la moral a un ejército entero, ni qué decir de unos pobres choferes... Señores, yo regresaría con gusto ahora mismo, pero la fiera del jefe no me deja... Ustedes, ¿al menos entienden con qué objetivo avanzamos? ¡Son voluntarios, nadie los obligó!

—Escuche, Katzman... —Quejada intentó interrumpirlo—. ¡Vamos a hablar de los problemas!

Izya ni se molestó en mirarlo.

—¿Sabía que sería difícil, Ellizauer? Lo sabía. ¿Sabía que no íbamos a comprar caramelos? Lo sabía. ¿Sabía que la Ciudad necesita esta expedición? Lo sabía, usted es una persona preparada, un ingeniero... ¿Conocía la orden de seguir adelante mientras hubiera combustible y agua? ¡La conocía perfectamente, Ellizauer!

—¡Pero yo no tengo nada que objetar! —dijo Ellizauer presuroso, algo asustado ahora—. Solamente les estoy explicando que mis aclaraciones... o sea, que no tengo nada claro lo que debo responderles, porque a mí me preguntan constantemente...