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En realidad, también resultó de la manera prevista. Izya fue el primero al que le salieron ampollas en los pies. En ambos a la vez. En las reuniones vespertinas, Izya era insoportable, con sus bromitas estúpidas fuera de lugar, con su constante falta de tacto. Al tercer día de camino se las agenció para caer en un sótano y hubo que sacarlo de allí. Al quinto día se extravió, y hubo que detener la marcha durante varias horas. Durante una escaramuza en el kilómetro trescientos cuarenta, se comportó como el peor de los cretinos y sobrevivió de puro milagro. Los soldados se burlaban de él, y Quejada tenía constantes disputas con él. Ellizauer resultó ser un antisemita furibundo y hubo que hacerle un señalamiento especial con respecto a Izya. Hubo de todo. Lo hubo.

Pero a pesar de todo eso, muy poco tiempo después resultó que Izya se había convertido en la figura más popular de la expedición, con excepción del coronel. Y, en cierto sentido, quizá más popular.

En primer lugar, encontraba agua. Los geólogos buscaban manantiales con minuciosidad e insistencia, perforaban rocas, sudaban, emprendían marchas agotadoras durante las paradas generales. Izya se limitaba a sentarse con los demás bajo una monstruosa sombrilla rudimentaria, revisaba viejos papeles, de los que ya contaba con varias cajas, y en cuatro ocasiones había podido indicar dónde debían de estar las cisternas subterráneas. Es verdad que una de ellas estaba seca y en otra el agua estaba podrida, pero en dos ocasiones la expedición consiguió la tan codiciada agua, gracias a Izya y solamente a Izya.

En segundo lugar, encontró un almacén de combustible diesel, y después de eso el antisemitismo de Ellizauer quedó convertido básicamente en una abstracción.

—Odio a los judíos —le explicaba a su mecánico principal—. No hay nada en el mundo peor que un judío. ¡Pero no tengo nada en contra de los hebreos! Tomemos, por ejemplo, a Katzman...

Y, además, Izya suministraba papel a todos. Las reservas de papel se agotaron tras el primer estallido de afecciones gastrointestinales, y por ello la popularidad de Izya (el único poseedor y cuidador de tesoros de papel en una región donde no era posible encontrar ya no una hoja, sino ni una brizna de hierba), alcanzó la cota suprema posible.

No transcurrieron ni dos semanas cuando Andrei descubrió, con algo de celos, que a Izya lo querían todos. Hasta los soldados, lo que era totalmente increíble. Durante las paradas se agolpaban en torno a él y, con la boca abierta, escuchaban con atención todos sus relatos. Por iniciativa propia y sin la menor queja, cargaban de un lado a otro sus cajas metálicas llenas de documentos. Se le quejaban, se mostraban caprichosos delante de él como escolares ante el maestro preferido. Odiaban a Fogel, temían al coronel, se peleaban con los científicos, pero con Izya se reían. No de él, sino con él.

—Sabe, Katzman —dijo en una ocasión el coronel—, nunca entendí para qué servían los comisarios en un ejército. Nunca tuve comisarios, pero a usted lo llevaría conmigo.

Izya terminó de revisar un paquete de papeles y sacó otro de dentro de su chaqueta.

—¿Algo interesante? —preguntó Andrei, y no por una legítima curiosidad, sino porque sintió deseos de expresar el cariño que sintió de repente hacia aquel hombre desgarbado, absurdo, de aspecto desagradable incluso.

Izya no tuvo tiempo de responder, sólo comenzó a negar con la cabeza cuando la puerta se abrió y el coronel Saint James entró en la habitación.

—Con su permiso, consejero —pronunció.

—Por favor, coronel —dijo Andrei, poniéndose de pie—. Buenas noches.

Izya se levantó y empujó el butacón hacia el coronel.

—Gracias por su gentileza, comisario —dijo el coronel y se sentó lentamente, en dos movimientos.





Su aspecto era el de siempre: elegante, fresco, con olor a colonia y a buen tabaco de pipa. En los últimos tiempos, sus mejillas colgaban un poco y los ojos estaban muy hundidos. Y ya no caminaba sin apoyo, llevaba un largo bastón negro, en el que se apoyaba perceptiblemente cuando se hacía necesario permanecer de pie.

—Esa infame pelea bajo su ventana... —dijo el coronel—. Quiero ofrecerle mis más sentidas excusas, consejero, en nombre de mis soldados.

—Esperemos que sea la última —dijo Andrei, sombrío—. No tengo la intención de permitir ni una más.

—Los soldados siempre se pelean —apuntó, como de pasada, el coronel, asintiendo distraído—. En el ejército británico es algo que se promueve. El espíritu combativo, la agresividad saludable, etcétera... Pero, por supuesto, usted tiene razón. En estas difíciles condiciones de marcha eso es insoportable. —Se reclinó en el butacón, sacó la pipa y comenzó a llenarla de tabaco—. ¡Pero no se ve ningún adversario potencial, consejero! —añadió con humor—. Honestamente, veo grandes complicaciones debido a eso, tanto para mi pobre Estado Mayor general como para los señores políticos.

—¡Por el contrario! —exclamó Izya—. ¡Ahora comenzarán los días más calientes para todos nosotros! Como no existe un adversario real, habrá que inventarlo. Y, como muestra la experiencia universal, el adversario más terrible es el que inventamos. Les aseguro que será un monstruo increíblemente horrible. Tendremos que duplicar el ejército.

—¿De veras? —dijo el coronel, en el mismo tono humorístico de antes—. Por cierto, ¿quién va a inventarlo? ¿No será usted, estimado comisario?

—¡Usted! —dijo Izya, con solemnidad—. En primera instancia, usted. —Comenzó a doblar los dedos—. Primero, tendrá que crear el departamento de propaganda política adjunto al Estado Mayor general...

Llamaron a la puerta, y antes de que Andrei pudiera contestar. Quejada y Ellizauer entraron. Quejada tenía un aspecto lúgubre y Ellizauer sonreía, con los ojos apuntando al techo.

—Siéntense, señores, por favor —los saludó Andrei con frialdad. Golpeó la mesa con los nudillos y se dirigió a Izya—. Katzman, comenzamos.

Izya, que había sido interrumpido en el medio de una frase, se volvió hacia Andrei con expresión dispuesta y pasó una mano por encima del respaldo del butacón. El coronel se irguió de nuevo y cruzó las manos sobre el mango del bastón.

—Tiene usted la palabra, Quejada —dijo Andrei.

El jefe del departamento científico se sentó directamente frente a él, con las piernas, gruesas como las de un levantador de pesas, muy separadas para no sudar. Ellizauer, como siempre, se acomodó detrás de él, muy encorvado para no sobresalir en exceso.

—Geológicamente, no hay nada nuevo —dijo, en tono lúgubre—. Lo mismo que antes, arcilla y arena. No hay la menor señal de agua. Las tuberías locales están secas desde hace mucho tiempo. Quizá se marcharon de aquí por esa razón, no lo sé... Los datos relativos al sol, al viento... —Sacó una hoja de papel del bolsillo delantero y se la tiró a Andrei—. En lo que a mí respecta, es todo por ahora.

Aquel «por ahora» disgustó muchísimo a Andrei, pero se limitó a asentir y a continuación miró a Ellizauer.