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De repente, se oyó un rugido abajo, soltaron unos tacos, algo cayó y rodó con estruendo, y desde la entrada de la casa entró de un salto al círculo de luz un simio totalmente desnudo, de espaldas, que cayó sobre su trasero levantando una nube de polvo, y antes de que tuviera tiempo para apoyar las patas en el suelo, un segundo simio, también desnudo, saltó encima de él como un tigre, y ambos se enzarzaron en una pelea y comenzaron a rodar por los adoquines de la calle, chillando y gruñendo, escupiendo y soltando rugidos, mientras se aporreaban mutuamente con todas sus fuerzas.

Andrei, con una mano clavada en el antepecho, buscaba algo con la otra en su cintura, olvidando que la funda yacía sobre el butacón, pero en ese momento salió de la oscuridad el sargento Fogel como una nube negra y sudorosa impulsada por un huracán, se detuvo encima de los canallas que peleaban, agarró a uno por los cabellos, al otro por la barba, los levantó del suelo y los hizo chocar entre sí con un crujido seco antes de tirarlos uno a cada lado, como cachorros.

—¡Muy bien, sargento! —se oyó la voz del coronel, débil pero firme—. Esta noche, encadene a esos canallas a sus literas, y mañana marcharán todo el día en la vanguardia, aunque no les toque.

—A la orden, señor coronel —replicó el sargento, respirando con dificultad. Miró a la derecha, donde uno de los simios desnudos se revolvía sobre los adoquines con la intención de levantarse, y añadió, inseguro—: Tengo el atrevimiento de informar, señor coronel, que uno de ellos no es de la tropa. Es el cartógrafo Roulier.

Andrei movió la cabeza de un lado a otro para liberar espacio en su garganta.

—El cartógrafo Roulier marchará durante tres días en la vanguardia —gruñó con una voz extraña—, con el equipamiento completo de un soldado. ¡Si se repite la pelea, fusiladlos a ambos de inmediato! —En su garganta, algo se rasgó de manera dolorosa—. ¡Fusilad de inmediato a todos los canallas que se atrevan a pelear! —pronunció, roncamente.

Cuando estuvo sentado detrás del escritorio, volvió en sí. «Quizá sea tarde —pensó, mirando sus dedos temblorosos con expresión obtusa—. Tarde. Debí haberlo hecho antes... ¡Pero vais a ver! ¡Haréis lo que os ordene! Ordenaré que ejecuten a la mitad... yo mismo los fusilaré... pero la otra mitad seguirá el caminito en silencio. ¡Basta! Basta ya. Y a la primera posibilidad, le meteré a Chñoupek una bala en la cabeza. ¡A la primera!»

Buscó a sus espaldas, tomó la funda con el cinturón y extrajo de allí la pistola. El cañón estaba lleno de fango. Intentó manipular el seguro. Al principio se movió con dificultad, llegó a medio camino y se quedó atascado en aquella posición. Demonios, todo estaba enfangado... Al otro lado de la ventana había un silencio total, sólo se oían en la distancia los pasos del centinela sobre los adoquines. Alguien se sonó la nariz en el piso de abajo, soltando el aire ruidosamente entre los dientes.

Andrei fue a la puerta y echó un vistazo al pasillo.

—¡Dagan! —llamó, a media voz.

Algo se movió en un rincón. Andrei se estremeció y miró en esa dirección: se trataba del Mudo. Estaba sentado allí, en su pose habitual, con las piernas entrelazadas de manera muy complicada. Sus ojos húmedos brillaban en la oscuridad.

—Dagan —volvió a llamar Andrei, levantando un poco la voz.

—¡Ya voy, sir! -respondieron desde lo profundo de la casa y se oyeron pasos.

—¿Por qué estás sentado ahí? —le dijo Andrei al Mudo—. Entra en la habitación.

El Mudo, sin moverse, levantó su ancho rostro y lo miró. Andrei regresó al escritorio.

—Limpie mi pistola, por favor —dijo a Dagan cuando metió la cabeza en la habitación después de llamar a la puerta.

—A la orden, sir-dijo Dagan con respeto, tomando la pistola y dando un paso atrás al llegar a la puerta, para permitir la entrada de Izya.

—Ah, una lámpara —dijo éste, dirigiéndose directamente a la mesa—. Oye, Andrei, ¿no tendrás otra lámpara por el estilo? Estoy harto de la linterna, hasta me duelen los ojos...

En los últimos días, Izya había adelgazado de modo notable. Los harapos que vestía colgaban de él como de un palo. Y apestaba a macho cabrío. Por cierto, todos apestaban igual. Menos el coronel.





Andrei siguió con la vista a Izya, que sin prestar atención a nadie agarró una silla, se sentó y llevó la lámpara hacia sí. Después sacó de la cintura unos arrugados papeles viejos y comenzó a extenderlos delante de sí. Mientras lo hacía, según su costumbre, daba pequeños saltitos sobre la silla, y sus ojos se deslizaban por los papeles como si intentara leerlos todos a la vez, y a cada rato se pellizcaba la verruga. Le costaba cierto trabajo llegar hasta esa verruga, debido a la espesísima pelambrera rizada que le cubría los pómulos, el cuello y hasta las orejas.

—Oye, ¿por qué no te afeitas? —dijo Andrei.

—¿Para qué? —preguntó Izya, distraído.

—Toda la plana mayor se afeita —repuso Andrei, molesto—. El único que anda como un espantapájaros eres tú.

Izya levantó la cabeza, miró a Andrei durante un rato, mostrando entre la pelambrera sus dientes amarillentos, que no se había cepillado desde mucho tiempo atrás.

—¿Sí? Pero sabes que no soy una persona que goce de prestigio. Mira la chaqueta que llevo.

—Por cierto, podrías remendarla —dijo Andrei mirándola—. Si no sabes, puedes dársela a Dagan.

—Considero que Dagan ya tiene bastante trabajo sin que yo lo moleste... Por cierto, ¿a quién tienes intención de dispararle?

—A quién sea necesario —replicó Andrei, sombrío.

—Vaya, vaya —dijo Izya, y se concentró en la lectura.

Andrei miró el reloj. Eran ya menos diez. Con un suspiro, se agachó debajo de la mesa, palpó hasta encontrar las botas, sacó de ellas los calcetines, endurecidos ya, los olfateó con disimulo, después levantó a la luz el pie derecho y revisó su talón magullado. El arañazo comenzaba a cicatrizar, pero aún le dolía. Torciendo el gesto en anticipación, se puso con cuidado el calcetín petrificado y movió la planta del pie. Su gesto era ahora claramente de dolor, pero agarró la bota. Tras calzarse, se ciñó el cinturón con la funda vacía, se puso la chaqueta y se la abrochó.

—Ahí tienes —dijo Izya, y empujó hacia él por encima de la mesa un montón de papeles en los que había algo escrito.

—¿De qué se trata? —preguntó Andrei, sin interés.

—Papel.

—Ah —Andrei reunió las hojas y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta—. Gracias.

Izya había vuelto a concentrarse en la lectura. Leía rápido, como una máquina.

Andrei recordó con cuánto disgusto había aceptado a Izya en la expedición, con su aspecto absurdo de espantapájaros, con su retadora cara de judío, con su risita descarada, con su obvia inutilidad para trabajos físicos pesados. Estaba del todo claro que Izya causaría un montón de problemas, y que la presencia del archivero durante el recorrido en condiciones semejantes a las de campaña no tendría utilidad alguna. Pero todo resultó de manera bien diferente.