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—¡Autonomía! —tronaba, con voz amenazadora—. Es la clave para la au... auto... autonomía... ¡La clórela! ¿La Gran Obra? No me hagáis reír. ¿De qué puñeteros dirigibles están hablando? ¡Clórela!

—Consejero, consejero —Andrei intentaba hacerlo entrar en razón—. ¡Por Dios! ¡No hay necesidad de que se enteren todos! Mejor cuénteme cómo anda la construcción del edificio de los laboratorios...

Los criados retiraban la vajilla sucia y traían platos limpios. Los entrantes se terminaron, enseguida servían el boeufbourguignon.

—¡Levanto mi pequeña copa...!

—¡Sí, claro que sí!

—¡Niño guarro! ¡Es imposible no amarlo!

—Izya, deja en paz al coronel. Coronel, ¿quiere que me siente a su lado?

—Catorce metros cúbicos de clórela no significan nada. ¡Autonomía!

—¿Whisky, consejero?

—Se lo agradezco, consejero.

En lo más ruidoso de la diversión, el rubicundo Parker apareció de pronto en el comedor.

—El señor presidente ruega que lo perdonen —comunicó—. Tiene una reunión urgente. Le manda un saludo cordial a la señora Voronin y al señor consejero, así como a todos sus invitados...

Obligaron a Parker a tomar un vaso de vodka, para lo cual hizo falta el más que insistente Chachua. Se brindó por el presidente y por el éxito de todas sus iniciativas. El nivel de voz bajó un poco, ya habían servido café con helado y licores. Otto Frijat, con ojos llorosos, se quejaba de sus fracasos sentimentales, mientras la esposa de Dollfuss le contaba a Chachua algo sobre su querida Konigsberg.

—¡Claro que sí! —respondía éste, asintiendo con voz apasionada—. Lo recuerdo... El general Cherniajovski... Cinco días, arrasándolo todo a cañonazos...

Parker desapareció, afuera ya estaba oscuro. Dollfuss bebía una taza de café tras otra, y desplegaba ante Andrei proyectos fantasmagóricos de reconstrucción de los barrios septentrionales. El coronel le contaba un chiste a Izya.

—Lo condenaron a diez días por gamberrismo y a diez años de trabajos forzados por revelar secretos de estado.

—¡Pero es un chiste viejo, Saint James, allá contaban eso de Jruschov! —respondía Izya mientras se reía, rugía y salpicaba de saliva a todos.

—¡Otra vez la política! —se quejaba Selma, ofendida. Había logrado meterse entre Izya y el coronel, y el viejo militar le acariciaba paternalmente la rodilla.





De repente, la tristeza se apoderó de Andrei. Se excusó sin dirigirse a nadie, se levantó y, con las piernas entumecidas, se dirigió al estudio. Entró, se sentó en el antepecho de la ventana, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar el jardín.

Fuera reinaba la negra oscuridad, las ventanas del chalet vecino brillaban, iluminadas, más allá de las hojas negras de los arbustos de lilas. La noche era cálida, las luciérnagas se desplazaban por el césped.

«Y mañana, ¿qué? —pensó Andrei—. Me voy en esa expedición, exploro, traigo un montón de armas de allí, las limpio, las cuelgo... ¿y qué más?»

En el comedor seguían gritando.

—¿Conoce éste, coronel? —se oía la voz de Izya—. El mando aliado promete veinte mil al que le traiga la cabeza de Chapaiev...

Y Andrei recordó al momento cómo terminaba el chiste.

—¿Chapaiev? —preguntó el coronel—. Ah, el oficial de caballería ruso. Pero creo que más tarde lo fusilaron, ¿no?

—«Y por la mañana a Katia la despertó su mamá... —empezó a cantar Selma de repente con voz chillona—. Levántate ahora, Katia. Que los barcos no se irán...»

—«Yo te he traído flores... —la interrumpió el rugido de Chachua—. Ay, qué flores más bonitas... Pero tú no las has cogido... Dime por qué, por qué, por qué...»

Andrei cerró los ojos y de repente, con un agudo ataque de nostalgia, se acordó del tío Yura. Tampoco estaba allí Van... «¿Qué falta me hace ese idiota de Dollfuss?» Estaba rodeado de fantasmas.

En el sofá estaba Donald, con su sombrero tejano tan trajinado. Cruzaba una pierna sobre la otra y se agarraba la rodilla puntiaguda con los dedos de las manos, fuertemente entrelazadas. «Al marcharte, no te entristezcas, al venir no te alegres...» Y tras el escritorio se encontraba Kensi, en su viejo uniforme de policía, acodado allí, con la quijada reposando sobre el puño. Miraba a Andrei sin condenarlo, pero en aquella mirada tampoco había calidez. Y el tío Yura le palmeaba la espalda a Van, mientras le decía: «No importa, Vania, no te pongas triste, te haremos ministro, te moverás en limusina...». Y sintió un olor conocido, que le causaba una nostalgia insoportable, a tabaco negro, sudor saludable y aguardiente casero. Tomó aliento con dificultad, se frotó las mejillas entumecidas y volvió a contemplar el jardín.

En el jardín se erguía el Edificio.

Estaba entre los árboles, de manera sólida y natural, como si siempre hubiera estado allí y tuviera la intención de seguir estando hasta el final de los tiempos, rojo, de ladrillos, con sus cuatro pisos, y como aquella vez las ventanas del piso de abajo tenían bajadas las persianas y la azotea estaba cubierta por planchas de metal galvanizado, una escalera de cuatro escalones de piedra llevaba a la puerta principal, y junto a la única chimenea se elevaba una extraña antena en forma de cruz. Pero entonces todas las ventanas estaban a oscuras, y en alguna del piso inferior no había persiana, los cristales estaban muy sucios, rajados, sustituidos a veces por torcidas chapas de madera, otros con franjas de papel pegadas en cruz. Y no se oía la música solemne y fúnebre; del Edificio, como una niebla invisible, brotaba un silencio pesado y algodonoso.

Sin meditar ni un segundo. Andrei pasó una pierna al otro lado de la ventana y saltó al jardín, a la hierba blanda y tupida. Se acercó al Edificio espantando las luciérnagas, metiéndose cada vez más profundo en aquel silencio muerto, sin apartar los ojos del conocido picaporte de latón en la puerta de roble, sólo que ahora el picaporte no brillaba y estaba cubierto de manchas verdosas.

Subió al descansillo y miró a su alrededor. Por las ventanas bien iluminadas del comedor se veían sombras humanas que daban saltos extraños y se contorsionaban, se oía débilmente música bailable, acompañada aún por el tintineo de cuchillos y tenedores. Rechazó todo aquello con un ademán, se volvió y agarró el picaporte húmedo. El recibidor estaba en semipenumbra, el aire era húmedo y estancado, el colgador sobresalía en un rincón, desnudo como un árbol seco y muerto. En las escaleras de mármol no había alfombra ni varillas metálicas, sólo quedaban allí los aros verdosos, antiguas colillas amarillentas y un poco de basura indefinida sobre los peldaños. Pisando con fuerza, sin oír nada que no fuera sus pasos y su respiración, subió lentamente al piso superior.

El hogar, donde no habían encendido fuego desde hacía tiempo, olía a chamusquina rancia y amoníaco; algo se revolvía allí de manera casi inaudible. El enorme salón estaba igual de frío y junto al suelo soplaba una corriente de aire, desde el techo invisible colgaban unos trapos negros y polvorientos, las huellas de humedad brillaban en las paredes de mármol, al lado de unas manchas oscuras, sospechosas y desagradables. El oro y la púrpura habían desaparecido y los bustos de yeso, mármol, bronce y oro lo miraban con sus ojos ciegos y luctuosos a través de jirones de telarañas. El parqué chirriaba bajo los pies y cedía a cada paso, en el suelo sucio se veían cuadrados de luz lunar y un pasillo, en el que Andrei nunca había estado antes, se perdía a lo lejos. Y de repente, una manada de ratas pasó corriendo entre sus pies y desapareció entre chillidos y empujones por el pasillo hasta desaparecer en la oscuridad.