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«¿Dónde están todos ellos? —pensó Andrei mientras avanzaba por el pasillo—. ¿Qué les ha ocurrido? —pensó, mientras descendía a las entrañas silenciosas del Edificio por una escalera metálica que retumbaba—. ¿Cuándo habrá ocurrido?», pensó mientras pasaba de una habitación a otra, aplastando bajo los pies trozos de revoque, pedazos de vidrio y fango cubierto por pequeñas colinas de moho. Se percibía el olor dulzón de la descomposición, en algún lugar se oían caer gotas de agua, una tras otra, y en las paredes sin tapizar había enormes cuadros oscuros en los que no se podía distinguir nada.

«Aquí ahora, eso se quedará así para siempre —pensó Andrei—. Qué habré hecho yo, qué habremos hecho para que ahora este lugar se quede así por siempre. No volverá a cambiar de ubicación, permanecerá eternamente en este sitio, se pudrirá y se destruirá como cualquier casa vetusta y, finalmente, lo arrasarán con bolas de hierro, quemarán la basura y los ladrillos calcinados serán llevados al basurero. ¡No queda ni una voz! En general, ni un sonido, sólo las ratas desesperadas chillan por los rincones.»

Vio un enorme armario sueco con una puerta de persianas, y recordó que tenía un armario igual en su pequeña habitación, seis metros cuadrados con una ventana que daba a un patio interior, junto a la cocina. El armario estaba lleno de periódicos viejos, de carteles enrollados que su padre coleccionaba antes de la guerra, y de otros papeles inútiles... Y cuando la ratonera le destrozó el hocico a una enorme rata, el animal había logrado esconderse en aquel armario y durante mucho tiempo estuvo allí revolviéndose, y por las noches Andrei temía que le cayera en la cabeza. Una vez cogió unos binoculares, y desde lejos, desde el antepecho de la ventana, vigiló qué ocurría allí entre los papeles. Lo que vio (o lo que le pareció ver) eran unas orejas que asomaban, una cabecita gris y, en lugar del hocico, una burbuja enorme, brillante, como lacada. Fue tan horrible que huyó de un salto de su habitación y estuvo largo rato sentado sobre un cofre en el pasillo, sintiéndose débil y con ganas de vomitar. Estaba solo en el piso, no tenía que avergonzarse ante nadie, pero su terror lo avergonzaba y finalmente se levantó, fue al salón y puso «Río Rita» en el fonógrafo. Y a los pocos días, en su habitación pequeña apareció un olor nauseabundo y dulzón, exactamente igual que aquí.

En un salón abovedado, profundo como un pozo, encontró de modo inesperado un enorme órgano con su fila de tubos metálicos, muerto desde hacía tiempo, frío y mudo como un cementerio abandonado de música. Y junto al órgano, al lado del sillón del organista, yacía hecho un guiñapo un hombrecito, envuelto en una manta harapienta, y junto a su cabeza brillaba una botella vacía de vodka. Andrei se dio cuenta de que todo había terminado definitivamente y se apresuró en busca de la salida.

Al bajar a su jardín vio a Izya, que estaba muy borracho, y particularmente alborotado y desaliñado. Estaba de pie, balanceándose, con una mano apoyada en el tronco de un manzano, mirando el Edificio. Sus dientes, que asomaban en su sonrisa inmóvil, brillaban en la semipenumbra.

—Es todo —dijo Andrei—. El final.

—¡El delirio de la conciencia perturbada! —masculló Izya, confuso.

—Sólo hay ratas —dijo Andrei—. Podredumbre.

—El delirio de la conciencia perturbada —repitió Izya y soltó una risita.

QUINTA PARTE

Solución de continuidad





UNO

Tras sobreponerse al espasmo, Andrei tragó la última cucharada de aquella pasta, apartó asqueado el plato de campaña y extendió el brazo en busca de la taza. El té estaba caliente aún. Andrei cogió la taza y se puso a beber a sorbitos, con la vista fija en la llamita de la lámpara de petróleo. El té estaba muy cargado, quizá demasiado, olía a hierbas y tenía otro sabor, quizá a causa de aquella agua asquerosa que habían recogido en el kilómetro ochocientos veinte, o porque Quejada hubiese decidido medicar a los jefes con aquella porquería contra la diarrea. O sencillamente, habrían lavado mal la taza, ese día la había sentido particularmente grasienta y pegajosa.

Abajo, tras la ventana, los soldados hacían sonar sus platos de campaña. El chistoso de Tevosian dijo algo sobre la Lagarta y los soldados soltaron la carcajada.

—¿Vais a ocupar vuestro puesto o a meteros con una tía bajo la manta, gusanos? —les gritó de repente con su voz prusiana el sargento Fogel—. ¿Por qué andas descalzo? ¿Dónde están tus botas, troglodita? —Una voz sombría respondió que tenía los pies en carne viva, y en algunas partes se le veían los huesos—. ¡Callaos, vacas preñadas! ¡Poneos las botas, y corriendo a vuestro puesto! ¡De inmediato!

Con deleite, Andrei movía bajo la mesa los dedos de sus pies descalzos, que algo habían descansado sobre el parqué frío.

«Oh, un cubo de agua fría... Para meter los pies...» Echó un vistazo a su taza. Estaba llena de té hasta la mitad y Andrei, mandándolo todo mentalmente al infierno, se lo bebió de un tirón en tres tragos ansiosos. Algo comenzó a rugir en sus tripas. Durante unos momentos Andrei, con cierta alarma, prestó oídos a lo que allí ocurría. Después puso a un lado la taza, se secó los labios con el dorso de la mano y examinó la caja metálica con documentos. Debía revisar los informes del día anterior.

«No tengo ganas. Ya tendré tiempo. Ahora quisiera recostarme, estirarme a todo lo largo, taparme con la chaqueta y cerrar los ojos unos seiscientos minutos...»

De repente, al otro lado de la ventana comenzó a traquetear con pasión el motor del tractor. Los restos de cristales en las ventanas temblaron, un trozo de revoque cayó del techo, casi sobre la lámpara. La taza vacía comenzó a dar saltitos y se desplazó hasta el borde de la mesa, Andrei, con el rostro torcido, se levantó, caminó descalzo hasta la ventana y echó un vistazo.

Recibió en el rostro el aire caliente de la calle que todavía no había tenido tiempo de enfriarse, el humo corrosivo de los tubos de escape, el hedor nauseabundo del aceite recalentado. A la luz polvorienta de un reflector portátil, un grupo de hombres barbudos, sentados sobre el pavimento, hurgaban con sus cucharas, sin mucho entusiasmo, en sus platos y ollas de campaña. Estaban descalzos, y casi todos iban desnudos hasta la cintura. Los torsos blancos y brillantes resplandecían, los rostros parecían negros, al igual que las manos, como si todos llevaran guantes. Andrei se dio cuenta repentinamente de que no conocía a ninguno de ellos. Una manada de simios desconocidos... El sargento Fogel entró en el círculo de luz con una enorme tetera en las manos, y los monos comenzaron a agitarse, a moverse, a estirarse... Tendieron sus tazas hacia la tetera, que el sargento apartaba con la mano libre mientras gritaba algo que casi no se oía debido al ruido de los motores.

Andrei volvió a la mesa, retiró de un tirón la tapa de la caja y sacó el libro de bitácora y los informes del día anterior. Desde el techo cayó otro trozo de yeso sobre la mesa. Andrei miró hacia arriba. La habitación tenía un puntal muy alto, más de cuatro metros, casi cinco. Las molduras del techo se habían caído en algunos sitios, y se veían unas tablillas que por alguna razón le hicieron recordar las deliciosas empanadillas de mermelada, que se servían con enormes cantidades de un té magnífico, bien preparado, en finos vasos de vidrio. Con limón. Sintió deseos de tener en las manos un vaso limpio, ir a la cocina y servirse toda el agua fría y cristalina que quisiera...