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Tenía la esperanza de que se tratara de Katzman, pero contra todos sus deseos, el recién llegado era Otto Frijat, a quien Andrei no había invitado. Se le había pasado por alto. Siempre se le olvidaba Otto Frijat, aunque como jefe de administración y servicios de la Casa de Vidrio era una persona de enorme utilidad, quizá insustituible. Por cierto. Selma nunca se olvidaba de ello. Y, en esta ocasión, Otto le entregaba un curioso cestito, cubierto con una finísima servilleta de batista y un ramito de flores. Gentilmente, Selma le ofreció su mano y Otto la besó, chocando los talones y ruborizándose hasta las orejas con cara de total felicidad.

—¡Ah, querido amigo! —lo saludó Andrei—. ¡Qué bien que has venido!

Otto seguía siendo el mismo. Andrei pensó en ese momento que, entre todos los viejos amigos, Otto era el que menos había cambiado. En realidad, no había cambiado en absoluto. Era el mismo cuello de pollito, las mismas orejas enormes, la misma expresión de constante inseguridad en su cara pecosa. Y los mismos talones que chocaban. Vestía el uniforme azul de la policía especial y llevaba la medalla cuadrada al mérito.

—Muchísimas gracias por el tapiz —dijo Andrei, pasándole la mano por encima de los hombros y llevándolo al estudio—. Ahora te enseño cómo ha quedado... Verás qué envidia te da.

Sin embargo, al entrar en el estudio, Otto Frijat no se dedicó a morirse de envidia. Vio al coronel.

Otto Frijat, cabo del Volksturm, sentía por el coronel Saint James algo parecido a la adoración. En presencia del coronel perdía el habla, su cara se convertía en una sonrisa inmóvil y estaba dispuesto a chocar los talones en cualquier momento, continuamente y cada vez con más fuerza.

Le dio la espalda al tan alabado tapiz, se puso firme, sacó el pecho, pegó las palmas de las manos a la costura de los pantalones, sacó los codos e inclinó la cabeza con tal fuerza al saludar que el crujido de sus vértebras cervicales se escuchó en todo el estudio. El coronel se levantó para saludarlo y le tendió la mano con una sonrisa condescendiente. En la otra mano tenía el vaso.

—Me alegro de verlo... —pronunció—. Es un placer saludarlo, señor... humm...

—¡Cabo Otto Frijat, señor coronel! —chilló Otto fascinado, hizo una reverencia y rozó apenas los dedos del coronel—. ¡Es un honor presentarme ante usted!

—¡Otto, Otto! —lo regañó Andrei—. Aquí nadie tiene grados.

Otto soltó una risita lastimera, se sacó el pañuelo del bolsillo y estuvo a punto de enjugarse la frente, pero en ese momento se asustó y comenzó a guardarse el pañuelo, sin encontrar el bolsillo.

—Recuerdo, en El Alamein —dijo el coronel, bonachón—. Trajeron a mi presencia a un cabo alemán...

Se oyó nuevamente el timbre en el recibidor, y Andrei, excusándose otra vez, salió dejando al infeliz Otto en poder de aquel león británico que lo devoraría.

Se trataba de Izya. Besó a Selma en ambas mejillas y mientras a petición de ella se limpiaba los zapatos y se pasaba un cepillo por la ropa, llegaron juntos Chachua y Dollfuss con su esposa. Chachua arrastraba a la mujer por el brazo, y sobre la marcha le contaba chistes, mientras Dollfuss, con una sonrisa pálida, los seguía a cierta distancia. Parecía especialmente gris, incoloro y de poca importancia en comparación con el exuberante jefe de la consejería jurídica. Llevaba en cada brazo un impermeable grueso, por si la noche enfriaba.

—¡A la mesa, a la mesa! —los convocó Selma con su voz suave, dando palmaditas.

—¡Querida! —protestó la señora Dollfuss con su voz de contralto—. Tengo aún que acicalarme un poco.

—¿Para qué? —se asombró Chachua, haciendo girar sus ojos enrojecidos—. Semejante belleza, ¿tiene acaso que acicalarse? Según el artículo doscientos dieciocho del código de procedimiento penal, la ley lo impide...





Todos hablaban a la vez y Andrei no dejaba de sonreír. Junto a su oído izquierdo, Izya cloqueaba y se reía, contando alguna anécdota sobre el desorden universal en los cuarteles durante la alarma de combate ocurrida ese día, y junto al estirado Dollfuss hacía comentarios sobre los baños públicos y la tubería central del alcantarillado, que estaba a punto de atascarse si no se tomaban medidas. A continuación, todos entraron al comedor. Andrei los iba acomodando, y mientras lanzaba una serie continua de cumplidos y agudezas, vio de reojo cómo salía del estudio, sonriendo y guardándose la pipa en el bolsillo, el coronel. Solo. A Andrei se le encogió el corazón, pero al instante apareció el cabo Otto Frijat, que al parecer mantenía la distancia señalada en los reglamentos, cinco metros por detrás del de mayor graduación. Y, por supuesto, se oyó varias veces el choque de talones.

—¡Vamos a beber, a divertirnos! —rugió Chachua con voz gutural.

Cuchillos y tenedores comenzaron a tintinear. Después de meter con cierto trabajo a Otto entre Selma y la esposa de Dollfuss, Andrei ocupó su asiento y recorrió la mesa con la mirada. Todo estaba en perfecto orden.

—¡Imagínese, querida, en la alfombra quedó un agujero de este tamaño! ¡Eso fue en su huerto, señor Frijat, qué chico más guarro!

—Dicen que han fusilado a alguien delante de la formación, coronel.

—Y no olviden lo que les digo: el alcantarillado hundirá la Ciudad, precisamente el alcantarillado.

—¡Tan hermosa, y una copa tan pequeña!

—Otto, querido, no cojas ese hueso... ¡Aquí tienes un buen pedazo!

—No, Katzman, eso es secreto militar. Me basta con los disgustos que me dieron los judíos en Palestina...

—¿Vodka, consejero?

—Muchas gracias, consejero.

Y bajo la mesa, chocaban los talones.

Andrei bebió dos copas de vodka seguidas para coger impulso, comió con gusto y junto con todos los demás se puso a oír un brindis interminable y grosero de Chachua. Cuando finalmente quedó claro que el consejero de justicia levantaba su pequeñísima copa con enorme sentimiento no para regañar a los presentes por las perversiones sexuales enumeradas, sino sólo para brindar «por mis más malvados e implacables enemigos, contra los que llevo toda la vida combatiendo y que siempre me han derrotado, precisamente las mujeres», Andrei se rió aliviado junto a todos los demás y se echó al coleto la tercera copa. La esposa de Dollfuss, totalmente exangüe, hipaba y sollozaba, cubriéndose la boca con una servilleta.

Todos se emborracharon enseguida.

—¡Sí, claro que sí! —se oía en el extremo más lejano de la mesa.

Chachua movía su enorme nariz sobre el espectacular escote de la esposa de Dollfuss, y hablaba sin hacer la menor pausa. La mujer suspiraba extenuada, lo apartaba con coquetería y recostaba su anchísima espalda sobre Otto, al que en dos ocasiones se le había caído el tenedor. Al lado de Andrei, Dollfuss había dejado en paz finalmente el alcantarillado y, presa de un entusiasmo inadecuado, contaba secretos de estado sin parar.