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—¿Y qué habéis hecho? —dijo Andrei, sorprendido—. Hay que protestar, que exigir...

—Protestar —repitió el policía—. Exigir... ¿Eres novato o qué? Oye, jefe —le dijo a Donald—, detente. Me quedo aquí. —Saltó del estribo y a zancadas, sin mirar atrás, se dirigió a una grieta oscura entre dos casas de madera medio derrumbadas, donde a lo lejos se distinguía una farola solitaria bajo la cual había un grupo de personas.

—Pero ¿qué les pasa, se han vuelto locos? —dijo Andrei, indignado, cuando el vehículo siguió su camino—. ¿Cómo se les ha podido ocurrir? La ciudad está llena de maleantes y la policía va desarmada. ¡No puede ser! Kensi lleva cartuchera al costado, ¿qué guarda ahí, los cigarrillos?

—Bocadillos —le aclaró Donald.

—No entiendo nada.

—Hubo una explicación. «Debido a los casos, cada vez más frecuentes, de policías asaltados por gángsteres con el fin de robarles el arma...», etcétera.

Andrei apoyó los pies con todas sus fuerzas para no saltar sobre el asiento en cada bache y meditó durante un tiempo. El camino de adoquines se había terminado.

—Creo que es una idiotez total —dijo, finalmente—. ¿Qué opina usted?

—Lo mismo —respondió Donald mientras con una mano encendía trabajosamente un cigarrillo.

—¿Y lo dice con esa tranquilidad?

—Ya me he preocupado todo lo que me iba a preocupar. Es una explicación muy antigua, anterior a su llegada.

Andrei se rascó la coronilla y arrugó el rostro. Quién sabe, quizá aquella explicación tuviera algún sentido. A fin de cuentas, un policía solitario era una excelente carnada para aquellos miserables. Si se retiraban las armas, había que retirárselas a todos. Y por supuesto, el problema no se reducía a aquella estúpida explicación, sino a que había poca policía y escasa actividad policial; sería necesario organizar una buena redada y barrer toda aquella porquería de un golpe. Hacer que la población participara.

«Yo, por ejemplo, tomaría parte... Hay que escribirle al alcalde.» A continuación, sus pensamientos tomaron otro camino.

—Oiga, Don, usted es sociólogo. Por supuesto, yo considero que la sociología no es una ciencia, ya se lo expliqué, ni siquiera un método. Pero está claro que usted sabe mucho, muchísimo más que yo. Explíqueme entonces: ¿de dónde ha salido toda esa porquería que vive en nuestra ciudad? ¿Cómo han llegado hasta aquí asesinos, violadores, ladronzuelos? ¿Acaso los Preceptores no sabían a quién invitaban a venir?

—Seguramente lo sabían —respondió Donald con indiferencia, mientras pasaba a toda velocidad sobre una zanja horrorosa, llena de agua negra.

—Y, entonces, ¿con qué objetivo...?

—No se nace ladrón. Uno se convierte en ladrón. Además, ya lo ha oído: «¿Cómo podemos saber qué necesita el Experimento? El Experimento es eso, un experimento...». —Donald calló un momento—. El fútbol es el fútbol: balón redondo, terreno de juego rectangular, que gane el mejor...

Las farolas se terminaron, la parte residencial de la ciudad había quedado atrás. Entonces, a los lados del camino en mal estado, había una hilera de ruinas abandonadas: restos de columnatas absurdas hundidas en cimientos pésimos, paredes apuntaladas con agujeros en lugar de ventanas, arbustos espinosos, montones de leños podridos, ortigas y malas hierbas, arbolitos escuálidos, semiasfixiados por las lianas entre montones de ladrillos e

—Estaremos parados una hora —dijo Andrei, animado—. Vamos a ver quién tenemos ahí delante.

Otro vehículo se aproximó por detrás y se detuvo.

—Vaya solo —dijo Donald, se reclinó en el asiento y se cubrió el rostro con el sombrero.





Entonces Andrei también se reclinó, apartó el alambre del asiento y encendió un cigarrillo. Delante, la descarga avanzaba a toda máquina. Se oían los chirridos de las tapas de los bidones.

—Ocho... diez... —gritaba la voz aguda del controlados.

En un poste se balanceaba una bombilla de mil vatios, cubierta por un plato de hojalata.

—¿Adonde vas, hijo de perra? —se oyó gritar de repente—. ¡Ve para atrás!

—¡Tú, bestia ciega! ¿Quieres que te rompa los dientes?

A la izquierda y a la derecha se alzaban montañas de desperdicios que se habían adherido entre sí formando una masa densa, y el vientecillo nocturno difundía un horrible hedor.

—¡Hola, cargamierdas! —tronó de pronto una voz conocida junto al oído—. ¿Cómo va el gran Experimento?

Se trataba de Izya Katzman en tamaño natural: despeinado, gordo, desaliñado y, como siempre, rebosante de una repelente alegría de vivir.

—¿Lo habéis oído? Dicen que existe un proyecto para la solución final del problema del delito. ¡Eliminarán la policía! En su lugar, por la noche soltarán a la calle a los locos. Será el final de bandidos y gamberros, ¡sólo a un loco se le ocurrirá salir de noche a la calle!

—No tiene gracia —dijo Andrei con sequedad.

—¿Que no tiene gracia? —Izya trepó al estribo y metió la cabeza en la cabina—. ¡Todo lo contrario! ¡Tiene muchísima gracia! No habrá más gastos adicionales. Y por la mañana, los conserjes serán los encargados de llevar de vuelta a los locos a sus lugares de residencia...

—Por esa razón, a los conserjes se les dará una ración adicional, consistente en un litro de vodka —prosiguió Andrei y eso divirtió mucho a Izya, que se puso a reír con extraños sonidos guturales, a mugir y a manotear en el aire.

De repente. Donald soltó un taco en voz baja, abrió su portezuela y desapareció de un salto en la oscuridad. Al momento, Izya dejó de reírse.

—¿Qué le ocurre? —preguntó, inquieto.

—No lo sé —respondió Andrei, sombrío—. Seguramente le has dado ganas de vomitar. Lleva varios días así.

—¿De verdad? —Izya miró por encima de la cabina en la dirección por la que Donald había desaparecido—. Qué lástima. Es un buen hombre. Pero no acaba de adaptarse.

—¿Y quién puede adaptarse?

—Yo estoy adaptado. Tú también. Van está adaptado... Hace poco. Donald estaba molesto, preguntaba por qué había que hacer cola para descargar la basura. Se quejaba de que hubiera un controlador, quería saber qué era lo que controlaba.

—Y tenía razón. En realidad, es una idiotez supina.