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—Pero eso no te pone nervioso —objetó Izya—. Tú entiendes perfectamente que el controlador no se gobierna a sí mismo. Lo pusieron a controlar y él controla. Pero como no le alcanza el tiempo para controlar, se forma una cola, eso lo entendemos todos. Y la cola tiene sus reglas... —Izya gruñó y salpicó nuevamente—. Por supuesto, si Donald ocupara el lugar de los jefes, construiría aquí un camino decente, con entradas para descargar la basura, y mandaría al controlador, ese león imponente, a trabajar como policía, para que se dedicara a cazar bandidos. O con los granjeros, a la primera línea...
—¿Y qué? —pronunció Andrei, impaciente.
—¡Cómo que y qué! Donald no es uno de los jefes.
—¿Y por qué los jefes actúan así?
—¿Y qué les importa eso? —gritó Izya con alegría—. ¡Piénsalo! ¿Se recoge la basura? ¡Se recoge! ¿Se controla la descarga? ¡Se controla! ¿Sistemáticamente? ¡Sistemáticamente! Cuando termina el mes, se presenta un informe: se han recogido tantos bidones de mierda más que el mes pasado. El ministro está satisfecho, el alcalde está satisfecho, todos están satisfechos y si Donald no está satisfecho, nadie lo obligó a venir aquí, lo hizo de manera voluntaria.
El camión delantero soltó una nube de humo grisáceo y adelantó unos quince metros. Andrei ocupó de un salto el asiento tras el volante y miró por la ventanilla. No se veía a Donald por ninguna parte. Entonces, encendió el motor con cierta aprensión y avanzó lentamente. En el corto trayecto, el motor se le caló tres veces, Izya caminaba a su lado, estremeciéndose cada vez que el vehículo comenzaba a corcovear. Después se puso a contar algo sobre la Biblia, pero Andrei lo oía mal, estaba cubierto de sudor a causa de la tensión.
Bajo la potente bombilla todo seguía igual, se oían tacos y los sonidos metálicos de los bidones. Algo botó sobre el techo de la cabina, pero Andrei no le prestó atención. Por detrás se acercó el enorme Oskar Hayderman con su ayudante, un negro haitiano, y le pidió un cigarrillo. El negro, llamado Silva, apenas se distinguía en la oscuridad, salvo por sus dientes blancos.
Izya se puso a conversar con ellos, llamando ton-ton macoute a Silva, mientras Oskar preguntaba por un tal Thor Heyerdahl. Silva hacía horribles muecas, como si disparara ráfagas con un fusil automático. Izya se aguantaba las tripas y hacía como si lo hubieran matado. Andrei no entendía nada y, al parecer, Oskar tampoco. Enseguida se aclaró que confundía Haití con Tahití...
Algo volvió a rodar por el techo de la cabina, y de repente un montón de basura pegajosa golpeó el capó y se deshizo.
—¡Eh! —gritó Oskar a la oscuridad—. ¡Basta ya!
Delante, veinte gargantas volvieron a gritar y la densidad de los tacos alcanzó un nivel nunca visto. Algo ocurría, Izya soltó un gemido lastimero, se agarró el vientre y se dobló por la cintura, esta vez en serio. Andrei abrió la portezuela, comenzó a asomarse y en ese momento una lata de conservas vacía le dio en la cabeza. No le dolió, pero se molestó mucho. Silva se agachó y se deslizó hasta desaparecer en la oscuridad. Andrei se protegió la cabeza y la cara, y se puso a examinar los alrededores.
No se veía nada. De detrás del montón de basura a la izquierda lanzaban latas oxidadas, pedazos de madera podrida, huesos viejos y hasta trozos de ladrillo. Se oyó el sonido de cristales que se rompían. Un feroz bramido de indignación brotó de la fila de camiones.
—¡¿Quiénes son los canallas que andan divirtiéndose ahí?! —gritaban, casi a coro.
Rugían los motores y se encendían los faros. Algunos camiones comenzaron a moverse hacia atrás y hacia adelante. Al parecer, los choferes intentaban moverlos de manera que se pudieran iluminar las colinas de desperdicios, desde donde ya llegaban volando ladrillos enteros y botellas vacías. Varios hombres imitaron a Silva, se agacharon y desaparecieron corriendo en la oscuridad.
De reojo, Andrei percibió cómo Izya se retorcía junto al neumático posterior, con el rostro contraído en una mueca de dolor, y se palpaba el vientre. Entonces, volvió a la cabina y sacó la pesada barra de hierro de debajo del asiento. ¡Por la cabeza, canallas, por la cabeza! Se veía a una decena de basureros que subían a toda prisa, a cuatro patas, agarrándose de cualquier cosa. Alguien había logrado girar el camión, de tal manera que los faros alumbraban la cima de las colinas, erizadas de restos de muebles viejos, trapos y trozos de papel, brillantes por los trozos de cristal. Por encima de los desperdicios se veía, muy alto, la pala de la excavadora sobre el fondo del cielo totalmente negro. Y algo se movía en la pala, algo grande y gris, con tonos plateados. Andrei quedó paralizado, mirando. En ese mismo instante, un grito desesperado se sobrepuso a todas las voces.
—¡Son diablos! ¡Diablos! ¡Sálvese quien pueda!
Y en ese mismo momento varias personas comenzaron a caer colina abajo, de cabeza, dando vueltas, levantando columnas de polvo y remolinos de trapos y papeles viejos, con ojos enloquecidos, bocas abiertas y manos que se sacudían espasmódicamente. Uno de ellos, con las manos alrededor de la cabeza que protegía entre los codos bien apretados, continuaba chillando de pánico y pasó junto a Andrei, resbaló en la rodera, cayó, se levantó de un salto y siguió corriendo con todas sus fuerzas en dirección a la ciudad. Otro, respirando a ronquidos, se metió entre el radiador del camión de Andrei y la cama del camión que lo precedía, se atascó, intentó soltarse y también se puso a gritar con voz enloquecida. De repente se hizo el silencio, sólo quedó el zumbido de los motores, y en ese instante, como si alguien agitara un látigo, se oyeron disparos. Y Andrei vio sobre la cima, a la luz azulada de los faros, a un hombre alto y muy delgado que estaba de espaldas a los camiones, y disparaba hacia algún punto en la oscuridad, al otro lado de la colina, con una pistola que sostenía con ambas manos.
Disparó cinco o seis veces en un silencio total, y después brotó de la oscuridad un alarido no humano sino de mil voces, rabioso, lleno de angustia y maullante, como si veinte mil gatos en celo gritaran a la vez por altavoces, y el hombre delgado retrocedió, hizo un gesto absurdo con los brazos y bajó la colina deslizándose sobre la espalda. Andrei también retrocedió, presintiendo algo insoportablemente terrorífico, y entonces vio cómo la cima de la colina comenzaba a moverse.
Unos fantasmas de color gris plateado, increíbles, de una fealdad monstruosa, estaban de repente allí de pie, con miles de ojos brillantes, inyectados de sangre, mostrando los destellos de miles de colmillos y agitando un bosque de largos brazos peludos. A la luz de los faros se levantó una enorme cortina de polvo, y un alud de restos, piedras, botellas y pedazos de basura cayó sobre los camiones.
Andrei no resistió más. Se metió en la cabina, se escondió en el rincón más oscuro y levantó la barra metálica. Se quedó quieto, como en una pesadilla. No se daba cuenta de nada, y cuando un cuerpo oscuro hizo sombra en la portezuela abierta, gritó sin oír su propia voz y se puso a pinchar con la barra aquello blando, horrible, que se resistía y trataba de acercarse a él, y siguió haciéndolo hasta el momento en que un grito lastimero lo hizo volver en sí.