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Andrei se acomodó de tal manera que el alambre que sobresalía del asiento no le pinchara el trasero, y miró de reojo a Donald, que estaba muy erguido, con la mano izquierda sobre el volante y la derecha en la palanca del cambio de marchas, el sombrero casi sobre los ojos y el mentón apuntando al frente. Iban a toda la potencia del motor. Siempre conducía así, a la velocidad máxima permitida, sin pensar siquiera en frenar ante los agujeros del pavimento. En cada bache, los bidones llenos de basura saltaban sobre la plataforma del vehículo. El techo oxidado de la cabina se sacudía y el propio Andrei, por mucho que intentara afirmar los pies, saltaba y caía exactamente sobre la punta del maldito alambre. Antes, todo aquello iba acompañado por un alegre intercambio de tacos, pero en ese momento Donald callaba, mantenía apretados sus labios delgados y no miraba hacia Andrei. Por esa razón, imaginaba que en aquellas sacudidas habituales había algo de mala intención.

—¿Qué le ocurre, Don? —preguntó Andrei finalmente—. ¿Le duelen las muelas? —Donald se limitó a encogerse de hombros sin responder—. La verdad es que en los últimos días está como fuera de sí. Me doy cuenta. ¿Lo he ofendido sin querer de alguna manera?

—Qué tonterías, Andrei —masculló Donald entre dientes—. ¿Qué pinta usted en eso?

Y de nuevo, a Andrei le pareció escuchar en aquellas palabras cierta malevolencia, incluso algo ofensivo, injurioso: «¿cómo puedes tú, mocoso, ofenderme a mí, a un catedrático?».

—No hablé por hablar cuando le dije que era usted una persona feliz —volvió a decir Donald en ese momento—. De hecho, puedo sentir envidia de usted. Nada de lo que ocurre lo afecta. O transcurre a través de usted. Pero yo me siento como si me hubiera pasado por encima una apisonadora. No me queda ni un hueso sano.

—¿Qué dice? No entiendo nada. —Donald callaba, torciendo los labios. Andrei lo miró, después volvió los ojos al camino sin ver nada, observó de nuevo a Donald de reojo y se rascó la coronilla—. Palabra de honor que no entiendo nada —añadió, con tristeza—. Al parecer, todo va tan bien...

—Por eso le tengo envidia —repuso Donald con dureza—. No sigamos hablando de eso. No me haga el menor caso.

—¿Cómo que no le haga el menor caso? —dijo Andrei, ya muy triste—. ¿Cómo podría no hacerle caso? Estamos aquí juntos... usted, yo, los muchachos... Por supuesto, hablar de amistad es utilizar una palabra grandiosa, demasiado grandiosa... Digamos que sólo somos compañeros... Por ejemplo, podría contarle, en caso de que yo... ¡Nadie se negaría a ayudar! Pero dígame: si me ocurriera algo y le pidiera ayuda, ¿usted me rechazaría? Seguro que no. ¿verdad?

La mano derecha de Donald se apartó de la palanca de cambios y palmeó suavemente el hombro de Andrei. Éste se quedó callado. Lo embargaban los sentimientos. De nuevo todo iba bien, todo estaba en orden. Donald era el de siempre. Se trataba simplemente de melancolía. ¿Puede sustraerse el ser humano a la melancolía? El orgullo le había jugado una mala pasada. En cualquier caso, era un catedrático de sociología que aquí se dedicaba a recoger bidones de basura, y antes de eso había sido estibador en un almacén. Por supuesto, todo aquello le resultaba desagradable, humillante, y no podía decírselo a nadie, nadie lo había obligado a venir aquí y era vergonzoso quejarse... Resultaba fácil decir: cumple correctamente cualquier trabajo que te encarguen. No pasaba nada. Y basta. Se recuperaría él solo.

El camión se desplazaba por un camino de lajas, resbaladizo a causa de la niebla. Los edificios a los lados eran más bajos, más miserables, y la fila de farolas que se extendía a lo largo de la vía era más rala; y su luz, más mortecina. A lo lejos, aquellas farolas se fundían en una mancha nebulosa y difusa. No había nadie en las aceras, nadie cruzaba la calle, ni siquiera habían visto a un conserje. Únicamente en la esquina del callejón Diecisiete, delante de un hotelito antiguo y de poca altura, más conocido como «la jaula de las chinches», había un carro con un caballo tristón. Una persona dormía en el carro, envuelta en una lona de pies a cabeza. Eran las cuatro de la mañana, la hora del sueño más profundo, y no había ninguna ventana iluminada en las fachadas oscuras.

Delante, a la izquierda, un camión asomó por la salida de un patio. Donald le hizo señales con las luces, pasó por delante de él, y el camión, también de recogida de basura, salió a la vía e intentó adelantarlos, pero le resultaba imposible competir con Donald, así que, tras iluminar con sus luces la ventanilla trasera, se fue quedando atrás sin remedio. Adelantaron a otro camión de basura en la zona de las casas quemadas, y en el momento preciso, porque inmediatamente detrás comenzaban los adoquines, y a Donald no le quedó más remedio que reducir la velocidad para que al vehículo no le diera por desarmarse.

Allí comenzaron a cruzarse con otros camiones ya vacíos que habían descargado en el vertedero y no tenían la menor prisa. A continuación, de la farola que tenían delante se separó una silueta imprecisa que caminó hasta el centro de la calzada. Andrei metió la mano bajo el asiento y palpó una pesada barra de acero, pero se trataba de un policía que les pidió que lo llevaran hasta el callejón de las Coles. Andrei y Donald no sabían dónde se encontraba tal callejón, entonces el policía, un tiarrón enorme de grandes mofletes, con mechones rubios que escapaban en desorden de la gorra de reglamento, dijo que los guiaría.

Subió al estribo junto a Andrei, se colgó de la portezuela y estuvo todo el tiempo haciendo movimientos con la nariz, como si hubiera olido algo en particular, aunque él mismo apestaba a sudor rancio. Andrei recordó que aquella parte de la ciudad había sido desconectada de la red de agua.





Viajaron un rato sin hablar, el policía silbaba un tema de una opereta y después, sin venir al caso, los informó de que en la esquina del callejón de la Col y la calle Segunda Izquierda, a medianoche se habían cargado a un infeliz, a quien le habían arrancado todos los dientes de oro.

—Trabajáis mal —le dijo Andrei, molesto.

Esos casos lo sacaban de sus cabales, y el tono del policía lo irritaba más aún: era obvio que el asesinato, la víctima o el asesino no le importaban nada.

—¿Qué —soltó el policía, intrigado, volviendo hacia Andrei su rostro regordete—, tú me vas a enseñar cómo se trabaja?

—Sí, yo mismo, por qué no —replicó Andrei.

El policía frunció el ceño con irritación y silbó entre dientes.

—¡Maestros, demasiados maestros! —exclamó—. Salen maestros de cualquier rincón. Dan lecciones. Acarrean basura y dan lecciones.

—Yo no te doy lecciones... —comenzó a decir Andrei, elevando la voz, pero el policía no lo dejó hablar.

—Pues ahora, cuando vuelva a mi sector, llamaré a tu garaje —dijo, con calma—, y les diré que tu luz de posición no funciona. Qué cosa, no le funciona la luz y ya pretende enseñar a la policía cómo se trabaja. Mocoso.

De repente, Donald se echó a reír con unas carcajadas chirriantes. El policía también se carcajeó.

—Sólo estoy yo para cuarenta edificios —explicó, sin beligerancia alguna—. ¿Lo entendéis? Y nos han prohibido que llevemos armas. ¿Qué queréis que hagamos? Pronto comenzarán a matar a la gente en sus casas, y en los callejones ni qué decir.