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Éste asintió. Andrei busco dónde sentarse, y lo hizo finalmente en uno de los blancos escalones. Se quitó el fusil del hombro y lo colocó a su lado. El Mudo se agachó junto a la pared, cerró los ojos y se abrazó las rodillas con sus brazos, largos y poderosos. Había silencio, sólo se oía, allá arriba, el rumor de voces.

«Estoy harto —pensó Andrei con irritación—. Estoy harto de barrios muertos. De este silencio calcinante. De estos misterios. Qué bueno sería encontrar gente, convivir con ellos, preguntarles... que nos conviden a algo... a cualquier cosa, menos a esa maldita papilla de avena... ¡A beber vino frío! Mucho, cuanto quieras... o cerveza.» Algo gruñó dentro de su estómago y él, asustado, se puso tenso y escuchó con atención. No, nada. Por suerte, ese día aún no había tenido que salir corriendo al retrete, al menos tenía que agradecer eso. Y el talón había cicatrizado.

Allá arriba algo cayó con estruendo y se desparramó.

—¡No se meta ahí, por Dios! —gritó Izya. Hubo una carcajada y, de nuevo, el zumbido de voces.

«Registrad, registrad —pensó Andrei—. La única esperanza está en vosotros. De los únicos que se puede esperar algo de utilidad es de vosotros... Y lo único que quedará de esta estúpida aventura será mi informe y veinticuatro cajas de papeles recopilados por Izya.»

Estiró las piernas y se acomodó en los escalones, apoyando los codos. De repente, el Mudo estornudó, y el eco devolvió el sonido. Andrei echó hacia atrás la cabeza y se puso a contemplar el lejano techo abovedado.

«Una buena construcción —pensó—, hermosa, mejor que las nuestras. Y como se ve, no vivían nada mal. Pero, de todas maneras, perecieron... A Fritz esto no le va a gustar nada, hubiera preferido un adversario potencial. Y qué es lo que tenemos: vivían aquí, mira todo lo que construyeron, loaban a su propio Geiger... El Más Querido y Sencillo, y el resultado, ahí está: el vacío. Como si no hubiera existido nadie. Sólo huesos, y bastante pocos para un sitio habitado tan grande. ¡Así son las cosas, señor presidente! El hombre se confía, y Dios manda unos extraños rizos hasta que todo se acaba.»

Él también estornudó y se sorbió la nariz. Allí, de alguna manera, hacía frío.

«Oh, qué bueno sería procesar a Quejada al regreso. —Las ideas de Andrei retornaron al cauce habitual: cómo acorralar a Quejada de manera que no se atreviera ni siquiera a chistar, que la documentación completa estuviera a mano para que Geiger pudiera entenderlo todo al momento. Echó a un lado aquellas ideas, eran inoportunas y estaban fuera de lugar—. Ahora sólo debo pensar en el día de mañana —reflexionó—. Y no estaría mal pensar en el de hoy. Por ejemplo, ¿dónde se habrá metido la estatua? Viene un bicho cornudo, algo así como un estegosauro, y se la lleva bajo el sobaco. ¿Con qué objetivo? Además, pesaba unas cincuenta toneladas. Claro que semejante fiera podía llevarse un tractor bajo el sobaco. Lo que tenemos que hacer es largarnos de aquí. A no ser por el coronel, hoy no estaríamos en este lugar.» Comenzó a pensar en el coronel y, de repente, se dio cuenta de que sus oídos estaban en alerta.

Surgió un sonido lejano, poco claro, y no se trataba de voces, las voces seguían ronroneando allá arriba, como antes. No, era algo que venía de la calle, de más allá de las puertas entreabiertas de la entrada. Los cristales de la vidriera de colores se estremecían cada vez con más fuerza, y los escalones de piedra donde apoyaba los codos y el trasero comenzaron a vibrar, como si hubiera una línea férrea no muy lejos y en ese momento estuviera pasando un tren, un convoy pesado de mercancías. De repente, el Mudo abrió mucho los ojos, volvió la cabeza y se puso a escuchar, con atención y alarma.

Andrei recogió las piernas lentamente y se puso en pie, con el fusil automático en las manos. El Mudo se levantó junto con él, mirándolo de reojo y sin dejar de atender al sonido.

Con el fusil preparado. Andrei corrió silenciosamente hacia las puertas y miró fuera, sigiloso. El aire ardiente y polvoriento le quemó la cara. La calle seguía como antes: amarillenta, caldeada y desierta. Sólo había desaparecido aquel silencio algodonoso. Un enorme y lejano mazo continuaba golpeando el pavimento con triste regularidad, y aquellos golpes se aproximaban perceptiblemente. Eran golpes pesados, demoledores, que convertían los adoquines del pavimento en gravilla.





Un escaparate rajado se derrumbó con estruendo en el edificio de enfrente. Andrei, sorprendido, retrocedió de un salto, pero recobró el control enseguida, se mordió el labio y llevó una bala a la recámara del fusil.

«El diablo me ha traído a este sitio», dijo para sus adentros en un lugar recóndito de la conciencia.

El mazo seguía acercándose, y era imposible detectar de dónde venía, pero los golpes eran cada vez más fuertes, más sonoros, y en ellos se percibía una autoridad indoblegable e ineludible. «Los pasos del destino», le pasó por la cabeza a Andrei. Confuso, se volvió y buscó con la vista al Mudo. La sorpresa lo estremeció. El Mudo se recostaba con un hombro en la pared, y absorto en su tarea, se cortaba la uña del meñique de la mano izquierda con el sable de campaña. Su expresión era de total indiferencia, de aburrimiento incluso.

—¿Qué haces? —preguntó Andrei con voz ronca—. ¿A qué te dedicas?

El Mudo lo miró, asintió con la cabeza y siguió cortándose la uña. Bum, bum, bum,se oía cada vez más cerca, y el suelo temblaba bajo los pies. Y, de repente, se hizo el silencio. Andrei volvió a mirar por la puerta. Vio que en el cruce más cercano se erguía una silueta oscura, cuya cabeza llegaba a la altura de una tercera planta. La estatua. La antigua estatua metálica. El mismo tipo con cara de sapo, pero ahora estaba erguido, estirado, en tensión, con la mandíbula cuadrada hacia el cielo, una mano a la espalda y la otra alzada, amenazando o señalando al firmamento con el dedo índice extendido.

Andrei, paralizado como en una pesadilla, contemplaba aquella escena delirante. Pero sabía que no se trataba de un delirio. La estatua era como todas, una absurda estructura metálica, cubierta por una costra o un óxido negro, erigida en un lugar absurdo... Su silueta temblaba y oscilaba en el aire caliente que subía del pavimento, igual que las siluetas de los edificios más lejanos de la calle.

Andrei sintió una mano en el hombro y miró atrás. El Mudo sonreía y movía la cabeza como tratando de tranquilizarlo. De nuevo, se oyó el sonido en la calle: bum, bum, bum.El Mudo no le quitaba la mano del hombro, lo apretaba, lo acariciaba, le pellizcaba los músculos con dedos cariñosos. Andrei se apartó con brusquedad y volvió a mirar hacia fuera. La estatua había desaparecido. Y, de nuevo, reinó el silencio.

Entonces, Andrei apartó al Mudo, y con piernas que estaban a punto de traicionarlo, subió corriendo las escaleras hacia el lugar donde seguían zumbando las voces como si nada.

—¡Basta! —gritó, irrumpiendo en la biblioteca—. ¡Larguémonos de aquí!

Estaba totalmente ronco y no lo oyeron. O quizá sí, pero no le prestaron atención. Estaban ocupados. El recinto era enorme, se perdía a lo lejos quién sabe dónde, las estanterías llenas de libros amortiguaban los sonidos. Uno de los estantes había caído, los libros formaban un montón en el suelo, y allí estaban Izya y Pak revisándolos, muy alegres, animados, satisfechos, sudorosos. Andrei pisoteó los tomos, llegó junto a ellos, los agarró por el cuello de la camisa y los hizo levantarse.