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—Vámonos de aquí —dijo—. Ya basta. Vámonos.

Izya lo miró con ojos turbios, se soltó de un tirón y al momento volvió en sí. Sus ojos examinaron a Andrei de pies a cabeza.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Ha ocurrido algo?

—No ha ocurrido nada —dijo Andrei con rabia—. No sigáis registrando este sitio. ¿Adonde queríais ir? ¿Al panteón? Pues vamos al panteón.

Pak se revolvió con delicadeza y tosió, para que Andrei le soltara el cuello de la camisa.

—¿Sabes qué hemos hallado aquí? —empezó a decir Izya con entusiasmo, pero se interrumpió—. Oye, ¿qué ha pasado?

Andrei había logrado serenarse. Todo lo ocurrido allá abajo parecía totalmente absurdo e imposible aquí, en este salón severo y sofocante, bajo la mirada indagadora de Izya, junto al correcto e imperturbable Pak.

—No podemos emplear tanto tiempo en un objetivo —dijo, frunciendo el ceño—. Tenemos un día nada más. Vámonos.

—¡Una biblioteca no es un objetivo habitual! —replicó Izya al instante—. Es la primera que hemos encontrado en todo el recorrido. Oye, estás muy pálido. ¿Qué es lo que ha pasado?

Andrei seguía sin decidirse a contarlo. No sabía cómo.

—Vámonos —gruñó, se volvió y echó a andar hacia la salida, pisoteando los libros.

Izya lo alcanzó, lo agarró del brazo y siguió caminando a su lado. El Mudo, en la puerta, se apartó para dejarlos pasar. Andrei seguía sin saber cómo empezar. Todos los comienzos y todas las palabras parecían idiotas. Después, recordó el diario.

—Ayer me leías un diario... —logró decir, mientras bajaban las escaleras—. El diario de ese... del que se ahorcó.

—¿Sí?

—¡Pues sí!

—¿Rizos? —Izya se detuvo.

—¿Es posible que no oyerais nada? —dijo Andrei, desesperado.

Izya negó, sacudiendo la barba de un lado a otro.

—Seguro que nos distrajimos —respondió Pak en voz baja—. Estábamos discutiendo.

—Obsesos —dijo Andrei. Suspiró con un espasmo, volvió la cabeza para mirar al Mudo y, finalmente, explicó—: La estatua. Vino y se marchó. Se pasean por la ciudad como si estuvieran vivas... —Calló.

—¿Y...? —preguntó Izya, impaciente.





—¿Cómo que «y»? ¡Eso es todo!

—¿Y qué? —dijo Izya. En su rostro preocupado apareció una expresión de desencanto—. La estatua... También estuvo paseándose de madrugada.

Andrei abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Los ferrocéfalos —intervino Pak—. Al parecer, esa leyenda surgió exactamente aquí...

Andrei, incapaz de pronunciar palabra, miraba alternativamente a Izya y a Pak. Izya, con los labios fruncidos, como si por fin se hubiera dado cuenta, intentaba acariciar la mano de Andrei; y Pak, que obviamente consideraba que todas las explicaciones necesarias habían sido dadas, miraba de reojo por encima del hombro hacia la puerta de la biblioteca.

—Vaya... —logró pronunciar Andrei—. Qué encantador. ¿Quiere decir que habéis creído sin más esa leyenda?

—Oye, cálmate, por favor —dijo Izya, que había logrado agarrarle la manga—. Claro que la creímos, ¿por qué no íbamos a hacerlo? El Experimento, de cualquier manera, sigue siendo el Experimento. Con nuestras peleas y diarreas, lo hemos olvidado, pero en verdad... ¿Y qué hay de raro en eso? Una estatua, y anda. ¡Y aquí tenemos una biblioteca! Lo más curioso es lo que hemos descubierto: la gente que vivía aquí eran nuestros contemporáneos, del siglo veinte...

—Está claro —dijo Andrei—. Suéltame la manga.

Percibía, con toda nitidez, que había hecho el tonto. Por cierto, aquellos dos no habían visto bien la estatua.

«Veremos lo que harán cuando la vean. Aunque es verdad que el Mudo también se comportó de manera extraña...»

—No me convencen —dijo—. Ahora no tenemos tiempo para ocuparnos de esa biblioteca. Cuando pasemos por aquí con los tractores, pueden llenar un remolque entero. Pero ahora nos vamos. Prometí que regresaría antes de la oscuridad.

—De acuerdo —dijo Izya, en tono tranquilizador—. Está bien, vámonos. Vámonos.

«Pues sí —se dijo Andrei, corriendo escaleras abajo—. Cómo me comporto así —pensó, incómodo, mientras abría de par en par las puertas de la entrada y salía el primero a la calle para que nadie pudiera mirarlo a la cara—. No se trata de un soldado, de un chofer cualquiera —siguió pensando mientras caminaba por los adoquines ardientes—. Ha sido Fritz —dedujo con rabia—. Proclamó que el Experimento había dejado de existir, y yo lo creí... bueno, no lo creí, simplemente acepté la nueva ideología, por lealtad, como un deber... No, chavales, las nuevas ideologías son para los tontos, para la masa. Pero hay que decir que hemos vivido cuatro años sin mencionar el Experimento, teníamos muchísimas otras cosas de qué ocuparnos... De nuestras carreras, por ejemplo —pensó con malicia—. De conseguir tapices, de buscar nuevas piezas para las colecciones personales.»

Se detuvo en el cruce y miró de reojo al callejón. La estatua se encontraba allí, amenazando con su dedo índice de medio metro, sonriendo con su desagradable boca de sapo. «¡Os daré una lección, perros sarnosos!»

—¿Era ésta? —preguntó Izya, como de pasada.

Andrei asintió y siguió adelante.

Caminaron largo rato, cada vez más atontados debido al calor y a la luz cegadora, pisando sobre sus cortas sombras deformes: el sudor se les secaba en la frente y las sienes, formando una corteza salada, y hasta Izya había dejado de hablar sobre la inconsistencia de algunas hermosas hipótesis suyas, y el incansable Pak arrastraba un pie pues había perdido la suela del zapato. El Mudo abría su negra boca de vez en cuando, sacaba el horrible muñón de lengua y respiraba jadeante, como un perro. Y no ocurrió nada más, salvo que Andrei, incapaz de controlarse, se estremeció en una ocasión cuando, al alzar los ojos por casualidad, vio en la ventana abierta de una cuarta planta un enorme rostro verdoso que lo miraba atentamente con ojos saltones. El espectáculo era de veras impresionante: una cuarta planta y una jeta llena de manchas verdes que ocupaba toda una ventana.

Al rato, salieron a una plaza.

Nunca habían visto una plaza igual. Parecía un extraño bosque talado. Estaba llena de pedestales: redondos, cúbicos hexagonales, en forma de estrella, con el contorno de erizos abstractos, de torretas artilleras, de bestias míticas, de piedra caliza, de hierro, de granito, de mármol, de acero inoxidable, incluso, al parecer, de oro... Y todos aquellos pedestales estaban vacíos, sólo a unos cincuenta metros más adelante la cabeza de un león alado servía de apoyo a una pierna quebrada por encima de la rodilla, de la altura de una persona, descalza y con una pantorrilla muy musculosa.