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Smurov, aprovechándose de su silencio, de pronto se volvió más locuaz que en ocasiones anteriores. Dirigiéndose principalmente a Vanya, empezó a contar cómo había escapado a la muerte.

—Ocurrió en Yalta —dijo Smurov—, cuando las tropas de los rusos blancos ya se habían retirado. Me había negado a ser evacuado con los otros, ya que me proponía organizar una unidad de partisanos y seguir combatiendo a los rojos. Al principio nos ocultamos en las colinas. Fui herido durante un tiroteo. La bala me atravesó el cuerpo, rozando casi el pulmón izquierdo. Cuando recuperé el conocimiento, estaba tendido boca arriba y las estrellas se balanceaban sobre mi cabeza. ¿Qué podía hacer? Me estaba desangrando, solo en la garganta de una montaña. Decidí tratar de llegar a Yalta: muy arriesgado, pero no se me ocurría otra manera. Exigía esfuerzos increíbles. Viajé toda la noche, casi todo el tiempo a gatas. Por fin, al amanecer, llegué a Yalta. Las calles estaban todavía profundamente dormidas. Sólo llegaba, procedente de la estación de ferrocarril, el ruido de disparos. Sin duda, estaban ejecutando a alguien allí.

»Tenía un buen amigo, un dentista. Fui a su casa y di palmadas bajo su ventana. Se asomó, me reconoció y me hizo pasar inmediatamente. Estuve escondido en su casa hasta que se me curó la herida. Tenía una hija joven que me cuidó con ternura, pero ésa es otra historia. Evidentemente mi presencia exponía a mis salvadores a terribles peligros, de modo que me impacientaba por partir. Pero, ¿adonde ir? Reflexioné y decidí ir al norte, donde se rumoreaba que la guerra civil había estallado de nuevo. Así que una noche me despedí de mi bondadoso amigo con un abrazo, me dio algún dinero que, si Dios quiere, le devolveré algún día, y heme aquí caminando de nuevo por las calles familiares de Yalta. Llevaba barba y gafas, y una vieja chaqueta de campaña. Me dirigí directamente a la estación. Un soldado del Ejército Rojo estaba en la entrada de la plataforma controlando los documentos. Yo tenía un pasaporte con el nombre de Sokolov, médico militar. El guardia rojo le echó un vistazo, me devolvió los documentos, y todo hubiese salido a pedir de boca de no haber sido por un estúpido momento de mala suerte. De pronto oí la voz de una mujer que decía, con absoluta calma: "Es un ruso blanco, lo conozco bien." Conservé la presencia de ánimo e hice ademán de cruzar hacia el andén, sin mirar a mi alrededor. Pero apenas había avanzado tres pasos cuando una voz, esta vez de hombre, gritó: "¡Alto!" Me detuve. Dos soldados y una mujer desaliñada con un gorro militar de piel me rodearon. "Sí, es él —dijo la mujer—. Deténganlo." Reconocí en esta comunista a una criada que había trabajado antiguamente para unos amigos míos. La gente solía decir en broma que sentía debilidad por mí, pero su obesidad y sus labios carnosos me parecieron siempre sumamente repulsivos. Aparecieron tres soldados más y una especie de comisario con indumentaria semimilitar. "Vamos, camine", dijo. Me encogí de hombros y observé imperturbable que había habido un error. "Esto lo veremos luego", dijo el comisario. «Creí que me llevaban para interrogarme. Pero pronto me di cuenta de que las cosas eran algo peor. Cuando llegamos al depósito de mercancías, un poco más allá de la estación, me ordenaron que me desnudara y que me pusiera contra la pared. Metí la mano en la chaqueta de campaña, haciendo como que la desabrochaba y, un instante después, había matado a dos soldados con mi Browning y huía para salvar el pellejo. Los demás, naturalmente, abrieron fuego contra mí. Una bala me arrancó la gorra. Me dirigí corriendo al otro lado del depósito, salté por una cerca, disparé contra un hombre que me atacó con una pala, subí corriendo a la vía, me precipité al otro lado de los rieles, delante de un tren que se acercaba y, mientras la larga procesión de vagones me separaba de mis perseguidores, conseguí escaparme.»

Smurov siguió contando cómo, al amparo de la noche, caminó hasta el mar, durmió en el puerto entre algunos barriles y sacos, se apropió de una lata de galletas y un barrilete de vino de Crimea y, al amanecer, en la bruma matutina, partió solo en una barca de pesca, para ser rescatado por una balandra griega tras cinco días de navegación solitaria. Hablaba con voz tranquila, despreocupada, incluso algo monótona, como si estuviera charlando de cosas triviales. Evgenia chasqueaba comprensiva la lengua; Mukhin escuchaba atento y sagaz, carraspeando suavemente de vez en cuando, como si no pudiera evitar sentirse profundamente conmovido por el relato, y sintió respeto e incluso envidia —una envidia buena, saludable— hacia un hombre que había mirado a la muerte cara a cara con audacia y franqueza. En cuanto a Vanya... No, ya no cabía ninguna duda, después de esto tenía que enamorarse de Smurov. De qué modo tan encantador sus pestañas puntuaban las palabras de él, qué delicioso era el pestañeo de puntos finales cuando Smurov acabó su relato, qué mirada lanzó a su hermana —un destello húmedo de soslayo— probablemente para asegurarse de que la otra no había advertido su excitación.

Silencio. Mukhin abrió su pitillera de bronce de cañón. Evgenia recordó con aspavientos que era hora de llamar a su marido para el té. En el umbral se volvió y dijo algo inaudible sobre un pastel. Vanya se levantó de un salto del sofá y salió corriendo también. Mukhin recogió su pañuelo del suelo y lo puso cuidadosamente sobre la mesa.

—¿Puedo fumar uno de los suyos? —preguntó Smurov.

—Naturalmente —dijo Mukhin.

—Oh, pero sólo le queda uno —dijo Smurov.

—Adelante, cójalo —dijo Mukhin—. Tengo más en el abrigo.





—Los cigarrillos ingleses siempre huelen a ciruelas confitadas —dijo Smurov.

—O a melaza —dijo Mukhin—. Por desgracia —añadió con el mismo tono de voz—, Yalta no tiene ferrocarril.

Fue inesperado y terrible. La maravillosa burbuja de jabón, azulada, irisada, con el reflejo curvo de la ventana en su lado brillante, crece, se dilata, y de pronto ya no está allí, y todo lo que queda es un papirotazo de humedad cosquilleante que le golpea a uno en la cara.

—Antes de la revolución —dijo Mukhin, rompiendo el intolerable silencio—, creo que había un proyecto para unir Yalta y Simferopol por ferrocarril. Conozco bien Yalta, he estado allí muchas veces. Dígame, ¿por qué se inventó toda esa historia disparatada?

Oh, desde luego Smurov podía haber salvado la situación, podía haberse escabullido ingeniosamente con otra astuta invención o bien, como último recurso, haber apuntalado con una broma amistosa lo que se estaba desmoronando con tal repugnante velocidad. Smurov no sólo perdió la serenidad, sino que hizo lo peor que se podía hacer. En un susurro dijo con voz ronca:

—Por favor, le ruego que esto quede entre nosotros dos.

Evidentemente Mukhin estaba avergonzado por el pobre, fantástico tipo. Se ajustó los quevedos y empezó a decir algo, pero se calló bruscamente, porque en aquel momento volvían las hermanas. Durante el té, Smurov hizo un esfuerzo angustioso por parecer alegre. Pero su traje negro estaba raído y manchado, su corbata de poca calidad, generalmente anudada de modo que ocultase el sitio desgastado, esta noche exhibía aquel lamentable desgarrón, y un grano brillaba desagradablemente en la barbilla a través de los restos de talco de color malva. De modo que todo se reduce a eso... ¿De modo que, después de todo, es cierto que no hay ningún enigma en Smurov, que no es más que un vulgar charlatán, ahora desenmascarado? De modo que todo se reduce a eso...