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El tema de El ojo es el desarrollo de una investigación que conduce al protagonista por un infierno de espejos y acaba en la fusión de imágenes gemelas. No sé si los lectores modernos compartirán el intenso placer que obtuve hace treinta y cinco años componiendo en un determinado esquema misterioso las distintas fases de la búsqueda del narrador, pero en todo caso el énfasis no está en el misterio sino en el esquema. Averiguar el paradero de Smurov sigue siendo, creo, un deporte excelente a pesar del paso del tiempo y de los libros, como lo es el paso del espejismo de una lengua al oasis de otra. La trama no podrá reducirse en la mente del lector —si leo correctamente esa mente— a una dolorosísima historia de amor en la que un atormentado corazón no sólo es desdeñado, sino también humillado y castigado. Las fuerzas de la imaginación, que, a la larga, son las fuerzas del bien, permanecen firmemente del lado de Smurov, y la amargura misma del amor torturado resulta tan embriagadora y tonificante como su más extática satisfacción.

Vladimir Nabokov

EL OJO

PREFACIO

El título ruso de esta novelita es (en su transcripción tradicional) Soglyadatay, pronunciado fonéticamente «Sagly - dat -ay», con el acento en la penúltima sílaba. Es un antiguo término militar que significa «espía» u «observador», ninguno de los cuales tiene la flexible amplitud de la palabra rusa. Después de considerar «emisario» y «gladiador», renuncié a la idea de combinar sonido y sentido, y me contenté con mantener el «ay» (pronunciación fonética de «eye»: ojo) al final del largo tallo. Con este título el relato se abrió camino plácidamente a lo largo de tres números de Playboyen los primeros meses de 1965.





Compuse el texto original en 1930, en Berlín —donde mi mujer y yo habíamos alquilado dos habitaciones a una familia alemana en la tranquila Luitpoldstrasse—, y apareció a finales de ese año en la revista de emigrados rusos Sovreme

La época de la narración es 1924-25. La guerra civil ha terminado en Rusia hace unos cuatro años. Lenin acaba de morir, pero su tiranía sigue floreciendo. Veinte marcos alemanes no llegan a cinco dólares. Entre los expatriados del Berlín del libro hay desde indigentes hasta prósperos hombres de negocios.

Ejemplos de los últimos son Kashmarin, el marido de pesadilla de Matilda (que evidentemente se escapó de Rusia por la ruta del sur, por Constantinopla), y el padre de Evgenia y Vanya, un caballero de edad (que dirige juiciosamente la filial londinense de una empresa alemana, y mantiene a una corista). Kashmarin es probablemente lo que los ingleses llaman de «clase media», pero las dos jóvenes damas del número 5 de Peacock Street pertenecen claramente a la nobleza rusa, con título o sin él, lo que no les impide tener gustos bárbaros en sus lecturas. El carigordo marido de Evgenia, cuyo nombre hoy en día resulta más cómico, trabaja en un banco de Berlín. El coronel Mukhin, un pedante desagradable, luchó en 1919 bajo el mando de Denikin, y en 1920 bajo el de Wrangel, habla cuatro lenguas, ostenta un aire frío y mundano, y probablemente le irá bien con el trabajo fácil hacia el que lo está dirigiendo su futuro suegro. El bueno de Román Bogdanovich es un báltico empapado de cultura alemana, más que rusa. El excéntrico judío Weinstock, la pacifista doctora Maria

Como es bien sabido (para emplear una famosa frase rusa), mis libros no sólo cuentan con la bendición de una ausencia absoluta de significación social, sino que además están hechos a prueba de mitos: los freudianos revolotean ávidamente en torno a ellos, se acercan con oviductos ardientes, se detienen, husmean y retroceden. Por otra parte, un sicólogo serio puede distinguir por entre mis criptogramas centelleantes de lluvia un mundo de disolución del alma en el que el pobre Smurov sólo existe en la medida en que se refleja en otros cerebros, que a su vez se encuentran en el mismo trance extraño y especular que él. La textura del relato remeda las novelas policíacas, pero en realidad el autor renuncia a toda intención de engañar, confundir, embaucar o bien de defraudar al lector. En efecto, sólo el lector que pesque inmediatamente el sentido obtendrá una auténtica satisfacción de El ojo. Es poco probable que incluso el más crédulo y más atento de los lectores de este rutilante relato tarde mucho en darse cuenta de quién es Smurov. Lo probé con una anciana dama inglesa, con dos doctorandos, con un entrenador de hockey sobre hielo, con un médico y con el hijo de doce años de un vecino. El niño fue el más rápido; el vecino, el más lento.

El tema de El ojoes el desarrollo de una investigación que conduce al protagonista por un infierno de espejos y acaba en la fusión de imágenes gemelas. No sé si los lectores modernos compartirán el intenso placer que obtuve hace treinta y cinco años componiendo en un determinado esquema misterioso las distintas fases de la búsqueda del narrador, pero en todo caso el énfasis no está en el misterio sino en el esquema. Averiguar el paradero de Smurov sigue siendo, creo, un deporte excelente a pesar del paso del tiempo y de los libros, como lo es el paso del espejismo de una lengua al oasis de otra. La trama no podrá reducirse en la mente del lector —si leo correctamente esa mente— a una dolorosísima historia de amor en la que un atormentado corazón no sólo es desdeñado, sino también humillado y castigado. Las fuerzas de la imaginación, que, a la larga, son las fuerzas del bien, permanecen firmemente del lado de Smurov, y la amargura misma del amor torturado resulta tan embriagadora y tonificante como su más extática satisfacción.