Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 10 из 18

No, el enigma continuó. Una noche, en otra casa, la imagen de Smurov reveló un nuevo y extraordinario aspecto, que previamente apenas si había sido perceptible. La habitación estaba silenciosa y oscura. En un rincón había una lamparita protegida con un periódico, y esto hacía que la vulgar hoja de papel impreso adquiriese una maravillosa belleza translúcida. Y, en esta penumbra, de pronto la conversación se centró en Smurov.

Empezó con frivolidades. Al principio declaraciones vagas, fragmentarias; luego, persistentes alusiones a asesinatos políticos en el pasado; luego, el terrible nombre del famoso espía doble de la antigua Rusia y palabras sueltas como «sangre... muchas molestias... suficiente...» Poco a poco esta introducción autobiográfica empezó a resultar coherente y, tras una breve relación de una muerte tranquila después de una enfermedad perfectamente respetable, una extraña conclusión de una vida singularmente infame, lo que quedó es lo siguiente:

«Esto es una advertencia. Cuidado con cierto hombre. Me sigue los pasos. Espía, seduce, traiciona. Ya ha sido responsable de la muerte de muchos. Un joven grupo de emigrados está a punto de cruzar la frontera para organizar una actividad clandestina en Rusia. Pero se tenderán las redes, el grupo perecerá. Espía, seduce, traiciona. Estad alertas. Cuidado con un hombrecillo vestido de negro. No se dejen engañar por su aspecto modesto. Estoy diciendo la verdad...»

—¿Y quién es este hombre? —preguntó Weinstock.

La respuesta tardó en llegar.

—Por favor, Azef, díganos quién es este hombre.

Bajo los dedos fláccidos de Weinstock, el platillo invertido volvió a moverse por toda la hoja con el alfabeto, precipitándose de un lado a otro mientras orientaba la señal de su borde hacia una u otra letra. Hizo seis de estas pausas antes de quedarse inmóvil como una tortuga asustada. Weinstock escribió y leyó en voz alta un nombre familiar.

—¿Has oído? —dijo, dirigiéndose a alguien en el rincón más oscuro de la habitación—. ¡Bonito asunto! Naturalmente, no necesito decirte que no creo en esto ni por un momento. Espero que no te hayas ofendido. ¿Y por qué deberías ofenderte? Ocurre con mucha frecuencia en las sesiones de espiritismo que los espíritus suelten tonterías. —Y Weinstock fingió que se lo tomaba a risa.

La situación se estaba volviendo curiosa. Yo podía contar ya tres versiones de Smurov, mientras que la original permanecía desconocida. Esto ocurre en las clasificaciones científicas. Hace tiempo, Li

Del mismo modo, decidí desenterrar al verdadero Smurov, pues ya era consciente de que su imagen estaba influida por las condiciones climáticas imperantes en varias almas: de que en un alma fría adoptaba un aspecto mientras que en otra, incandescente, tenía un colorido diferente. Empezaba a gustarme este juego. Personalmente, veía a Smurov sin emoción. Cierta predisposición a su favor que había existido al principio había cedido paso a la simple curiosidad. Y, sin embargo, experimenté una excitación nueva para mí. Del mismo modo que al científico no le interesa si el color de un ala es bonito o no, o si sus marcas son delicadas o llamativas (sino que está interesado solamente en los caracteres taxonómicos), yo consideraba a Smurov sin ningún estremecimiento estético; por el contrario, encontraba una intensa emoción en la clasificación de las máscaras smurovianas que había emprendido tan a la ligera.

La tarea distaba mucho de ser sencilla. Por ejemplo, sabía perfectamente bien que la insípida Maria





—Y usted —le pregunté a Evgenia—, ¿qué idea se ha formado usted?

—Oh, eso es difícil decirlo, así de repente —contestó, con una sonrisa que realzaba al mismo tiempo su parecido con un lindo bulldogy la sombra aterciopelada de sus ojos.

—Hable —insistí.

—En primer lugar está su timidez —dijo rápidamente—. Sí, sí, mucha timidez. Yo tenía un primo, un joven muy amable y agradable, pero que siempre que debía enfrentarse con una multitud de desconocidos en un salón elegante, entraba silbando para darse un aire independiente: a la vez despreocupado y duro.

—¿Sí? Continúe.

—A ver, qué más hay allí... Sensibilidad, diría yo, una gran sensibilidad y, naturalmente, juventud; y falta de experiencia con la gente...

No podía sonsacársele nada más, y el espectro resultante era bastante pálido y no muy atractivo. La versión de Smurov que dio Vanya fue, sin embargo, la que más me interesó. Pensé en esto constantemente. Recuerdo cómo, una noche, el azar pareció favorecerme con una respuesta. Yo había subido desde mi lóbrega habitación hasta el sexto piso sólo para encontrar a las dos hermanas a punto de salir para el teatro con Khrushchov y Mukhin. Como no tenía otra cosa que hacer, salí para acompañarlos a la parada de taxis. De pronto me di cuenta de que había olvidado la llave de abajo.

—Oh, no se preocupe, tenemos dos juegos —dijo Evgenia—, tiene suerte de que vivamos en la misma casa. Tenga, me las puede devolver mañana. Buenas noches.

Me dirigí a casa y en el camino se me ocurrió una maravillosa idea. Imaginé a un acicalado malo de película leyendo un documento que ha encontrado en el escritorio de otra persona. Es verdad que mi plan era muy incompleto. Una vez Smurov le había llevado a Vanya una orquídea amarilla salpicada de puntos oscuros que tenía cierto parecido con una rana; ahora yo podría averiguar si Vanya había conservado tal vez los restos queridos de la flor en algún cajón secreto. Una vez él le llevó un pequeño volumen de Gumilyov, el poeta de la entereza; tal vez valía la pena comprobar si las páginas habían sido cortadas y si el libro estaba quizás en la mesita de noche. Había también una fotografía, sacada con un flashde magnesio, en la que Smurov había salido magnífico —de medio perfil, muy pálido, con una ceja arqueada— y de pie junto a él estaba Vanya, mientras que Mukhin aparecía detrás con expresión malhumorada. Y, en términos generales, había muchas cosas que descubrir. Una vez decidido que si me tropezaba con la criada (una chica muy guapa, por cierto) le explicaría que había ido a devolver las llaves, abrí cautelosamente la puerta del piso de los Khrushchov y me dirigí de puntillas al salón.