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WEINSTOCK: —¿Quién sois, oh espíritu?

RESPUESTA: —Ivan Sergeyevich.

WEINSTOCK: —¿Cuál Ivan Sergeyevich?

RESPUESTA: —Turgeniev.

WEINSTOCK: —¿Sigues creando obras maestras?

RESPUESTA: —Idiota.

WEINSTOCK.: —¿Por qué insultarme?

RESPUESTA (sacudimiento de mesa): —¡Te he engañado! Soy Abum.

A veces, cuando Abum empezaba con sus payasadas, resultaba imposible desembarazarse de él durante toda la sesión de espiritismo. «Es malo como un mono», se quejaba Weinstock.

La compañera de Weinstock en estos juegos era una pequeña dama de cara sonrosada, cabello pelirrojo y manitas regordetas, que olía a goma de eucalipto y siempre estaba resfriada. Más tarde me enteré de que habían tenido una aventura amorosa durante largo tiempo, pero Weinstock, que en algunos aspectos era particularmente franco, jamás permitió que esto se le escapara. Se dirigían el uno al otro por sus nombres y patronímicos y se comportaban como si fuesen simplemente buenos amigos. Ella solía entrar de paso a la tienda y, mientras se calentaba junto a la estufa, leía una revista teosófica publicada en Riga. Alentaba a Weinstock en sus experimentos con el más allá y solía contar cómo periódicamente los muebles de su habitación empezaban a animarse, cómo una baraja volaba de un sitio a otro o se esparcía por el suelo y cómo en cierta ocasión la lámpara de cabecera brincó de la mesa y empezó a imitar a un perro que tira impaciente de su correa; finalmente saltó el enchufe, se oyó el ruido de alguien escapándose precipitadamente en la oscuridad y más tarde encontraron la lámpara en el vestíbulo, justo junto a la puerta de entrada. Weinstock solía decir que, por desgracia, no se le había concedido un «poder» real, que tenía los nervios tan flojos como tirantes viejos, mientras que los nervios de un médium eran prácticamente como las cuerdas de un arpa. Sin embargo, no creía en la materialización y era sólo como una curiosidad por lo que conservaba una foto, que le había dado un espiritista, en la que aparecía una mujer pálida y gordinflona, con los ojos cerrados, que vomitaba una masa fluida, como una nube.





Era aficionada a Edgar Poe y a Barbey d'Aurevilly, a las aventuras, los desenmascaramientos, los sueños proféticos y las sociedades secretas. La presencia de logias masónicas, clubs de suicidas, misas negras y especialmente agentes soviéticos enviados de «aquel lugar» (y qué elocuente y pavorosa era la entonación de ese «aquel lugar») para vigilar a algún infeliz emigrado, transformaban el Berlín de Weinstock en una ciudad de maravillas en medio de la cual se sentía perfectamente a sus anchas. Insinuaba que era miembro de una gran organización, supuestamente dedicada a desenmarañar y a rasgar los delicados hilos tejidos por cierta araña escarlata, que Weinstcok había hecho reproducir en una sortija de sello espantosamente llamativa que daba un no sé qué de exótico a su mano peluda.

—Están en todas partes —decía con calmada insinuación—. En todas partes. Si voy a una fiesta donde hay cinco, diez, tal vez veinte personas, entre ellas, puedes estar seguro, sí, sí, completamente seguro de que por lo menos hay un espía. Estoy hablando, pon por caso, con Ivan Ivanovich y, ¿quién puede jurar que se puede confiar en Ivan Ivanovich? O, pon por caso, tengo en mi despacho un hombre que trabaja para mí —cualquier tipo de despacho, no necesariamente esta librería (quiero evitar todo personalismo, ya me comprendes)—, y bien, ¿cómo puedo saber que no es un espía? Están en todas partes, repito, en todas partes... Voy a una fiesta, todos los invitados se conocen, y, sin embargo, no hay ninguna garantía de que este mismo modesto y educado Ivan Ivanovich no sea realmente... —Y Weinstock asintió significativamente.

Pronto empecé a sospechar que Weinstock, aunque con mucha cautela, estaba aludiendo a una persona concreta. En términos generales, cualquiera que charlara con él se iba con la impresión de que el blanco de Weinstock era bien el interlocutor de Weinstock, bien un amigo común. Lo más extraordinario de todo es que una vez —y Weinstock recordaba esta ocasión con orgullo— su instinto no lo había defraudado: una persona a la que conocía bastante bien, un tipo simpático, tranquilo, «honrado como Dios» (expresión de Weinstock), resultó ser en realidad un venenoso soplón soviético. Tengo la impresión de que sentiría menos dejar que se le escapara un espía que perder la oportunidad de insinuar al espía que él, Weinstock, lo había descubierto.

Aun cuando Smurov exhalase cierto aire de misterio, aun cuando su pasado pareciese más bien vago, ¿era posible que...? Lo veo, por ejemplo, detrás del mostrador con su pulcro traje negro, el pelo estirado, con su cara pálida y de rasgos definidos. Cuando entra un cliente, apoya cuidadosamente el cigarrillo sin acabar en el borde del cenicero y, frotándose las delgadas manos, presta cuidadosa atención a lo que necesita el comprador. A veces —sobre todo si se trata de una dama— sonríe ligeramente para expresar ya sea su condescendencia hacia los libros en general, o tal vez burlas a sí mismo en su papel de simple vendedor, y da valiosos consejos: éste vale la pena leerlo, mientras que éste es un poco pesado; aquí la eterna lucha de los sexos está descrita de forma muy entretenida y esta novela no es profunda pero sí muy chispeante, muy embriagadora, ya me entiende, como champán. Y la dama que ha comprado el libro, la dama con los labios pintados y con un abrigo de pieles negro, se lleva una imagen fascinante: aquellas manos delicadas que recogen los libros con cierta torpeza, aquella voz apagada, aquel esbozo de sonrisa, aquellos modales admirables. Sin embargo, en casa de los Khrushchov, Smurov empezaba ya a causar en alguien una impresión algo distinta.

La vida de esta familia en el número 5 de Peacock Street era excepcionalmente feliz. El padre de Evgenia y Vanya, que pasaba gran parte del año en Londres, les mandaba cheques generosos y, además, Khrushchov ganaba mucho dinero. Sin embargo, lo importante no era esto: incluso si no hubieran tenido un céntimo, nada hubiera cambiado. Las hermanas habrían estado envueltas en la misma brisa de felicidad, procedente de una dirección desconocida pero que podía sentir incluso el más melancólico y más insensible de los visitantes. Era como si hubiesen emprendido un alegre viaje: este piso alto parecía deslizarse como una aeronave. No se podía localizar exactamente el origen de aquella felicidad. Yo miraba a Vanya y empezaba a pensar que había descubierto el origen... Su felicidad no hablaba. A veces, de pronto hacía una pregunta breve y, una vez recibida la respuesta, inmediatamente callaba de nuevo, mirándoles fijamente con sus ojos asombrados, hermosos y miopes.

—¿Dónde están sus padres? —preguntó una vez a Smurov.

—En el cementerio de una iglesia muy lejana —contestó, y por alguna razón hizo una ligera reverencia.

Evgenia, que estaba jugando con una pelota de ping-pong en una mano, dijo que ella podía acordarse de su madre y Vanya no. Aquella noche no había nadie, excepto Smurov y el inevitable Mukhin: Maria