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Maria

—Cuando oigo hablar de «los horrores de la guerra» —dijo Smurov, citando incorrectamente con una sonrisa un famoso poema—, no lo siento «ni por el amigo, ni por la madre del amigo», sino por aquellos que nunca han estado en la guerra. Es difícil expresar en palabras el placer musical que produce el zumbido de las balas... O cuando vuelas a galope tendido para atacar...

—La guerra es siempre algo horrible —interrumpió bruscamente Maria

—Personalmente... —empezó Smurov, pero ella volvió a interrumpirle:

—El heroísmo militar es un vestigio del pasado. En mi ejercicio de la medicina he tenido muchas oportunidades de ver a personas que han sido mutiladas o que han visto sus vidas destruidas por la guerra. Hoy día la humanidad aspira a nuevos ideales. Nada hay más degradante que servir de carne de cañón. Tal vez una educación distinta...

—Personalmente... —dijo Smurov.

—Una educación distinta —prosiguió ella rápidamente— en lo que se refiere a ideas de humanitarismo e intereses de cultura general me hace mirar con ojos distintos de los suyos. Nunca he disparado furiosamente contra la gente ni he atravesado a nadie con una bayoneta. Puede estar usted completamente seguro de que encontrará más héroes entre mis colegas médicos que en el campo de batalla...

—Personalmente, yo... —dijo Smurov.

—Basta ya —dijo Maria

Siguió un breve silencio. Smurov permaneció tranquilamente sentado, removiendo el té. Sí, tiene que ser un antiguo oficial, un temerario a quien le gustaba jugar con la muerte y sólo por modestia no dice nada sobre sus aventuras.

—Lo que quería decir es esto —tronó Román Bogdanovich—: Usted, Maria

—¿Le dio una paliza? —interrumpió Smurov con una sonrisa—. Oh, muy bien. Eso es lo que me gusta...

—Casi lo mata —repitió Román Bogdanovich, y emprendió su narración.

Smurov asentía con la cabeza mientras escuchaba. Evidentemente era una persona que, tras su modestia y discreción, ocultaba un espíritu apasionado. Sin duda era capaz de despedazar a un tipo en un momento de ira y, en un momento de pasión, de llevar bajo su capa en una noche ventosa a una muchacha asustada y perfumada hasta una barca que espera con los escálamos enfundados, bajo una rodaja de luna de melón, como hacía alguien en la anécdota de Román Bogdanovich. Si Vanya era una conocedora de caracteres, tenía que haber advertido esto.





—Lo he escrito todo detalladamente en mi diario —concluyó complacido Román Bogdanovich, y tomó un sorbo de té.

Mukhin y Khrushchov volvieron a congelarse junto a sus respectivas jambas; Vanya y Evgenia se alisaron sus vestidos en dirección a las rodillas con un gesto idéntico; Maria

Vikentiy Lvovich Weinstock, para quien Smurov trabajaba como dependiente (reemplazaba al inútil anciano), sabía menos de él que nadie. Había en la personalidad de Weinstock una atractiva veta de temeridad. Este es probablemente el motivo por el que empleó a alguien que no conocía bien. Sus sospechas exigían un alimento regular. Del mismo modo que hay personas normales y perfectamente decentes que inesperadamente resulta que tienen una pasión por coleccionar libélulas o grabados, Weinstock, nieto de un comerciante de chatarra e hijo de un anticuario, el ceremonioso, equilibrado Weinstock, que se había dedicado toda su vida al negocio de los libros, había construido para sí mismo un pequeño mundo separado. Allí, en la penumbra, tenían lugar misteriosos acontecimientos.

La India le despertaba un respeto mítico: era una de esas personas que, a la mención de Bombay, inevitablemente no imaginan a un funcionario británico enrojecido por el calor, sino a un faquir. Creía en los duendes y en las brujas, en los números mágicos y en el diablo, en el mal de ojo, en el poder secreto de los símbolos y los signos, y en los ídolos de bronce con el vientre desnudo. Por las noches, colocaba las manos, como un pianista petrificado, en una ligera mesita de tres patas. Esta empezaba a crujir suavemente, emitiendo chirridos como un grillo y, cobrando fuerzas, se levantaba por un lado y luego, torpe pero con energía, golpeaba una pata contra el suelo. Weinstock recitaba el alfabeto. La mesita lo seguía atentamente y golpeaba al son de las letras adecuadas. Llegaban mensajes de César, Mahoma, Pushkin, y de un primo muerto de Weinstock. A veces la mesa se portaba mal: se levantaba y permanecía suspendida en el aire, o bien atacaba a Weinstock y le daba topetadas en el estómago. Weinstock apaciguaba afablemente al espíritu, como un domador que juega con una bestia retozona; retrocedía hasta el otro extremo de la habitación, todo el tiempo con la punta de los dedos en la mesa que caminaba como un pato detrás de él. Para sus conversaciones con los muertos empleaba también una especie de platillo marcado y un artilugio extraño con un lápiz que salía por debajo. Las conversaciones eran registradas en una libreta especial. Un diálogo podía ser como sigue:

WEINSTOCK: —¿Ha encontrado el reposo?

LENIN: —Esto no es Baden-Baden.

WEINSTOCK: —¿Desea hablarme de la vida de ultratumba?

LENIN (tras una pausa): —Prefiero no hacerlo.

WEINSTOCK: —¿Por qué?

LENIN: —Tengo que esperar a que haya una reunión plenaria.

Se habían acumulado muchas de esas libretas y Weinstock solía decir que un día publicaría las conversaciones más importantes. Un fantasma muy divertido era un tal Abum, de origen desconocido, tonto y de mal gusto, que hacía de intermediario concertando entrevistas entre Weinstock y varias celebridades muertas. Trataba a Weinstock con vulgar familiaridad.