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—Bueno —dijo ella con calma—, puede usted guardarse su historia de Wiesbaden, pero quizás le dé veinte pfe

Sin embargo, ahora, mientras me permitía esta yuxtaposición, no me sentía nada humillado. Desde el disparo —aquel disparo que, a mi juicio, había sido mortal— me había observado a mí mismo no tanto con simpatía como con curiosidad, y mi doloroso pasado —anterior al disparo— ahora me era ajeno. Esta conversación con Weinstock resultó ser el principio de una nueva vida para mí. Con respecto a mí mismo, ahora era un observador. Mi creencia en la naturaleza fantasmagórica de mi existencia me daba el derecho a ciertas diversiones.

Es tonto buscar una ley básica; todavía más tonto encontrarla. Un hombrecillo mezquino decide que todo el curso de la humanidad puede explicarse en términos de los signos del zodíaco, que giran insidiosamente, o como una lucha entre una barriga vacía y otra llena; contrata a un filisteo puntilloso para que actúe como secretario de Clío, e inicia un comercio al por mayor de épocas y masas; y, entonces, ay del individuum particular, con sus dos pobres ues, que grita desesperadamente en medio de la densa vegetación de causas económicas. Por suerte tales leyes no existen: un dolor de muelas puede costar una batalla, una llovizna cancelar una insurrección. Todo es fluido, todo depende del azar, y fueron en vano todos los esfuerzos de aquel burgués avinagrado con pantalones Victorianos a cuadros, autor de Das Kapital, fruto del insomnio y de la jaqueca. Hay un placer estimulante en mirar hacia el pasado y preguntarse: ¿Qué hubiera ocurrido si...? y sustituir un acontecimiento fortuito por otro, observando cómo de un momento gris, estéril, mediocre de nuestras vidas surge un acontecimiento maravilloso y halagüeño que en realidad no había logrado florecer. Algo misterioso, esta estructura ramificada de la vida: en cada instante pasado percibimos una bifurcación, un «así» y un «de otro modo», con i

Todas estas consideraciones simples sobre la naturaleza vacilante de la vida se me ocurren cuando pienso en la facilidad con que podría no haber alquilado nunca una habitación en la casa del número 5 de Peacock Street, o no haber conocido a Vanya y a su hermana, o a Román Bogdanovich, o a muchas otras personas con las que me encontré de repente, que empezaron a vivir al mismo tiempo, tan inesperada e insólitamente, a mi alrededor. Y, por otra parte, si después de mi salida espectral del hospital me hubiese instalado en una casa distinta, tal vez una felicidad inimaginable se hubiera convertido en mi interlocutor familiar... quién sabe... quién sabe...

Arriba, en el último piso, vivía una familia rusa. La conocí a través de Weinstock, de quien obtenían libros: otra estratagema fascinante por parte de la fantasía que gobierna la vida. Antes de realmente conocernos, solíamos encontrarnos en la escalera y nos cruzábamos miradas un tanto cautelosas, como suelen hacerlo los rusos en el extranjero. Reparé en Vanya inmediatamente e inmediatamente me dio un brinco el corazón; como cuando, en un sueño, entramos en una habitación a prueba de sueños y encontramos allí dentro, a disposición de nuestro sueño, a nuestra presa acorralada por el sueño. Tenía una hermana casada, Evgenia, una mujer joven con una preciosa cara cuadrada que hacía pensar en un bulldogbonachón y bastante hermoso. También estaba el corpulento marido de Evgenia. En una ocasión, en el vestíbulo de la planta baja, le sostuve la puerta y su mal pronunciado «gracias» en alemán ( danke) rimaba exactamente con el locativo de la palabra rusa por «banco»: donde, por cierto, trabajaba.

Con ellos vivía Maria





Las dos hermanas se parecían; la franca pesadez de bulldogde las facciones de la mayor era apenas perceptible en Vanya, pero de una manera distinta que prestaba significación y originalidad a la belleza de su rostro. Los ojos de las hermanas también eran parecidos: de un pardo negruzco, ligeramente asimétricos y un poquitín sesgados, con graciosos plieguecillos en los párpados oscuros. Los ojos de Vanya eran más opacos en el iris que los de Evgenia y, a diferencia de los de su hermana, eran algo miopes, como si su belleza los hiciera poco indicados para el uso cotidiano. Ambas muchachas eran morenas y se peinaban de la misma forma: una raya en medio y un moño grande y tirante a la altura de la nuca. Pero el cabello de la mayor no se afirmaba con la misma maravillosa suavidad y carecía de ese brillo cotizado. Quiero quitarme de encima a Evgenia, desembarazarme completamente de ella, para acabar así con la necesidad de comparar a las dos hermanas, y al mismo tiempo sé que, si no fuera por el parecido, el encanto de Vanya no sería tan completo. Sólo sus manos no eran elegantes: la palma pálida contrastaba demasiado con el dorso, que era muy rosado y de grandes nudillos, y había siempre manchitas blancas en las uñas redondas.

¿Cuánta más concentración se necesita, cuánta mayor intensidad ha de alcanzar nuestra mirada para que el cerebro pueda esclavizar la imagen visual de una persona? Allí están sentadas en el sofá; Evgenia lleva un vestido de terciopelo negro, y grandes cuentas adornan su blanco cuello; Vanya va vestida de carmesí, con pequeñas perlas en lugar de cuentas; sus ojos se entornan bajo las gruesas cejas negras; un toque de polvos no ha ocultado la ligera erupción sobre el ancho entrecejo. Las hermanas llevan idénticos zapatos nuevos y continuamente miran de reojo los pies de la otra: sin duda el mismo tipo de zapato no resulta tan bonito en el propio pie como en el de la otra. Maria

Mukhin y el majestuoso Román Bogdanovich conocen a la familia desde hace tiempo, mientras que Smurov es relativamente un recién llegado, si bien apenas lo parece. Nadie podría percibir en él la timidez que hace que una persona se destaque tanto entre personas que se conocen bien y están ligadas por los ecos arraigados de bromas familiares y por un residuo alusivo de nombres de personas que para ellos están llenos de un significado especial, lo cual hace que el recién llegado se sienta como si el relato de la revista que ha empezado a leer en realidad hubiese empezado hacía mucho tiempo, en inasequibles números atrasados; y mientras escucha la conversación general, llena de referencias a incidentes desconocidos para él, el forastero guarda silencio y dirige la mirada al que está hablando y cuanto más rápidos son los intercambios, más móviles se vuelven sus ojos; pero pronto el mundo invisible que vive en las palabras de la gente que le rodea empieza a agobiarlo y se pregunta si no han tramado deliberadamente una conversación en la que él no entra. En el caso de Smurov, sin embargo, si bien de vez en cuando se sentía excluido, desde luego no lo mostraba. Debo decir que en aquellas primeras veladas me produjo una impresión más bien favorable. No era muy alto, pero sí bien proporcionado y apuesto. El sencillo traje negro y la negra corbata de lazo parecían insinuar, de forma reservada, un luto secreto. Su rostro, pálido y delgado, era juvenil, pero el observador perspicaz podía distinguir en él las huellas del dolor y de la experiencia. Sus modales eran excelentes. Una sonrisa tranquila, un tanto melancólica, permanecía en sus labios. Hablaba poco, pero todo lo que decía era inteligente u oportuno, y sus bromas, poco frecuentes, aunque demasiado sutiles para provocar carcajadas, parecían abrir una puerta oculta en la conversación, dejando entrar una inesperada frescura. Todo hacía pensar que a Vanya no podía dejar de gustarle inmediatamente a causa de esa noble y enigmática modestia, esa palidez de la frente y la delgadez de la mano... Ciertas cosas —por ejemplo la palabra blagodarstvuyte(«gracias»), pronunciada sin la habitual tendencia a comerse las letras, por completo, conservando así su aroma de consonantes— tenían forzosamente que revelar al observador perspicaz que Smurov pertenecía a la mejor sociedad de San Petersburgo.