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Con qué persistencia, sin embargo, y con qué minuciosidad —como si hubiera estado echando de menos su antigua actividad— mi pensamiento se ocupaba en inventar la apariencia de un hospital, y la apariencia de formas humanas vestidas de blanco moviéndose entre las camas, de una de las cuales provenía la apariencia de gemidos humanos. Yo me sometía afablemente a estas ilusiones, las estimulaba, las incitaba, hasta que conseguía crear una imagen completa, natural, el simple caso de una herida leve causada por una bala inexacta que pasó limpiamente por el serratus; en esto apareció un médico (a quien yo había creado), y se apresuró a confirmar mi despreocupada conjetura. Luego, mientras yo juraba, riendo, que había estado descargando torpemente el revólver, apareció también mi diminuta anciana, con un sombrero de paja negro adornado con cerezas. Se sentó junto a mi cama, me preguntó cómo me encontraba y, agitando maliciosamente el dedo, mencionó una vasija hecha pedazos por la bala... ¡oh, con cuánta astucia, con qué términos tan sencillos y corrientes explicaba mi pensamiento el zumbido y el gorgoteo que me habían acompañado a la inexistencia!

Supuse que el ímpetu postumo de mi pensamiento se agotaría pronto, pero al parecer, mientras todavía estaba vivo, mi imaginación había sido tan fértil que todavía quedaba bastante de ella para rato: siguió desarrollando el tema de la recuperación y pronto consiguió que me dieran de alta. La restauración de una calle de Berlín parecía un gran éxito, y mientras me deslizaba por la acera, probando delicadamente mis pies todavía débiles, prácticamente incorpóreos, pensaba en cuestiones cotidianas: que tenía que reparar el reloj, y comprar cigarrillos; y que no tenía dinero. Al sorprenderme con estos pensamientos —no demasiado alarmantes, ésa es la verdad— evoqué vivamente el billete de veinte marcos, de color carne con un sombreado castaño, que yo había hecho pedazos antes de mi suicidio, y mi sensación de libertad e impunidad en aquel momento. Ahora, sin embargo, mi acción adquiría cierto significado vengativo, y me alegraba haberme limitado a un capricho melancólico y no haber salido a la calle a hacer travesuras. Porque ahora sabía que después de la muerte el pensamiento humano, liberado del cuerpo, continúa moviéndose en una esfera donde todo está interconectado como antes y tiene un grado relativo de sentido, y que el tormento de un pecador en el otro mundo consiste precisamente en que su mente tenaz no puede encontrar sosiego hasta que no consigue desenmarañar las complejas consecuencias de sus imprudentes acciones terrestres.

Caminé por calles recordadas; todo se parecía muchísimo a la realidad, y, sin embargo, no había nada para probar que no estaba muerto y que la Passauer Strasse no era una quimera postexistente. Me veía desde fuera, pisando agua, como si dijéramos, y me sentía al mismo tiempo conmovido y asustado como un fantasma inexperto que observa la existencia de una persona de la que conoce, tanto como la figura de dicha persona, su revestimiento interno, la noche interna, la boca y el sabor-en-la-boca.

Mi flotante movimiento mecánico me llevó a la tienda de Weinstock. Inmediatamente aparecieron en el escaparate libros rusos impresos al instante para complacerme. Por una fracción de segundo algunos de los títulos parecieron todavía brumosos; fijé la mirada en ellos y la bruma se despejó. Cuando entré, la librería estaba vacía y en un rincón ardía una estufa de hierro forjado con la llama sombría de los infiernos medievales. De alguna parte detrás del mostrador oí la respiración sibilante de Weinstock:

—Ha caído por aquí —refunfuñó con voz forzada—, tiene que haber caído por aquí.

Luego se puso de pie, y en este momento sorprendí a mi imaginación (la cual, es cierto, estaba obligada a trabajar muy deprisa) en una inexactitud: Weinstock llevaba bigote, pero ahora no lo tenía. Mi fantasía no lo había terminado a tiempo y el pálido espacio donde debería haber estado el bigote no mostraba más que un punteado azulado.

—Tienes un aspecto horrible —dijo, a modo de saludo—. Lastimoso, muy lastimoso. ¿Qué te pasa? ¿Has estado enfermo?

Le contesté que, en efecto, había estado enfermo.

—Hay mucha gripe —dijo Weinstock—. Hace mucho que no te veo —prosiguió—. Dime, ¿encontraste trabajo?

Respondí que durante algún tiempo había trabajado como preceptor, pero que ahora había perdido ese empleo y que tenía unas ganas tremendas de fumar.

Entró un cliente y pidió un diccionario de ruso y español.

—Creo que tengo uno —dijo Weinstock, volviéndose hacia los estantes y pasando un dedo por el lomo de varios volúmenes pequeños y gruesos—. Ah, aquí hay uno de ruso y portugués: casi lo mismo.





—Me lo llevo —dijo el cliente, y se marchó con su inútil adquisición.

Mientras tanto, me llamó la atención un profundo suspiro, procedente del fondo de la tienda. Alguien, ocultado por los libros, pasó arrastrando los pies con un «och - och - och» ruso.

—¿Tienes un dependiente? —le pregunté a Weinstock.

—Voy a despedirlo pronto —contestó en voz baja—. Es un viejo completamente inútil. Necesito a alguien joven.

—¿Y qué tal le va a la Mano Negra, Vikentiy Lvovich?

—Si no fueras el escéptico rencoroso que eres —dijo Vikentiy Lvovich Weinstock con solemne desaprobación—, podría contarte muchas cosas interesantes.

Estaba algo ofendido, y esto era inoportuno: mi condición fantasmal, indigente e ingrávida, tenía que resolverse de una manera u otra, pero en lugar de eso mi fantasía estaba produciendo banalidades más bien insípidas.

—No, no, Vikentiy Lvovich, ¿por qué me llamas escéptico? Por el contrario, ¿no te acuerdas?, este asunto, hace tiempo, me costó su buen dinero.

En efecto, cuando conocí a Weinstock, descubrí inmediatamente en él un rasgo afín, una propensión a las ideas obsesivas. Estaba convencido de que ciertas personas a las que él se refería, con un laconismo misterioso, como «agentes», lo vigilaban constantemente. Hacía alusión a la existencia de una «lista negra» en la que, según cabía suponer, aparecía su nombre. Yo solía tomarle el pelo, pero por dentro temblaba. Un día, me pareció extraño tropezar de nuevo con un hombre en el que había reparado por casualidad aquella misma mañana en el tranvía, un desagradable tipo rubio de mirada furtiva: y, ahora, allí estaba él, de pie en la esquina de mi calle y fingiendo leer el periódico. A partir de aquel momento empecé a sentirme intranquilo. Podía reprenderme a mí mismo y ridículizar mentalmente a Weinstock, pero no podía hacer nada con mi imaginación. Por la noche fantaseaba que alguien trepaba por la ventana. Finalmente me compré un revólver y me tranquilicé del todo. Era a este gasto (tanto más ridículo, ya que me habían revocado la licencia de armas de fuego) al que me refería.

—¿Para qué te va a servir un arma? —replicó—. Son astutos como el diablo. Sólo hay una defensa posible contra ellos: inteligencia. Mi organización...

De pronto me lanzó una mirada recelosa, como si hubiese hablado demasiado. En este instante tomé una decisión y expliqué, tratando de mantener un aire burlón, que me encontraba en una situación singular: no me quedaba nadie a quien pedir prestado, y, sin embargo, tenía que seguir viviendo y fumando; y mientras decía todo esto, no dejaba de recordar a un desconocido de mucha labia, al que le faltaba un incisivo, que en una ocasión se presentó a la madre de mis alumnos y, exactamente en el mismo tono burlón, contó que tenía que ir a Wiesbaden esa noche y que le faltaban exactamente noventa pfe