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Quizá Frodo lo sentía, sin saberlo, como lo había sentido en el Amon Hen, aunque creyera que Gandalf había partido, partido para siempre a las sombras de la Moria distante. Durante largo rato permaneció sentado en el suelo, en silencio, cabizbajo, tratando de recordar todo cuanto le dijera Gandalf. Mas con respecto a esta elección no podía recordar ningún consejo. En verdad, la guía de Gandalf les había sido arrebatada demasiado pronto, cuando el País Oscuro estaba aún lejano. Cómo harían para entrar por fin en él, Gandalf no lo había dicho. Tal vez no lo supiera. En una oportunidad se había aventurado a entrar en la fortaleza Enemiga del Norte. Pero ¿había viajado alguna vez a Mordor, a la Montaña de Fuego y a Barad-dûr desde que el Señor Oscuro recobrara el poder? Frodo no lo creía. Y ahora él, un pequeño mediano de la Comarca, un simple hobbit de la apacible campiña, estaba aquí ¡obligado a encontrar un camino que los mayores no podían o no se atrevían a transitar! Triste destino el suyo. Pero Frodo ya lo había aceptado en su propia salita en la remota primavera de otro año, tan remota que le parecía un capítulo en la historia de la juventud del mundo, cuando los Árboles de Plata y de Oro todavía estaban en flor. Era una elección nefasta. ¿Qué camino elegir? Y si ambos conducían al terror y a la muerte, ¿de qué le valía elegir?

Avanzaba el día. Un silencio profundo cayó sobre el pequeño hueco gris en que yacían tendidos, tan cercano a las orillas del reino del terror: un silencio palpable, como un velo espeso, que los separara del mundo circundante. Allá arriba una cúpula de cielo pálido, con estrías de un humo fugitivo, parecía alta y lejana, como si la observaran a través de profundos abismos de aire, cargado de inquietos pensamientos. Ni aun un águila volando contra el sol habría reparado en los hobbits sentados allí, bajo el peso del destino, silenciosos e inmóviles, envueltos en los delgados mantos grises. Acaso se habría detenido un instante a examinar a Gollum, una figura minúscula, inerte contra el suelo: quizá eso que allí yacía era el esqueleto enflaquecido de un niño humano, las ropas en harapos aún adheridas al cuerpo, los brazos y piernas largos y blancos y resecos como huesos; de carne, ni un mísero bocado.

Frodo tenía la cabeza inclinada y apoyada sobre las rodillas, pero Sam, recostado de espaldas, con las manos detrás de la cabeza, contemplaba por debajo del capuchón el cielo desierto. O por lo menos estuvo desierto un rato. De pronto creyó ver la forma oscura de un pájaro que revoloteaba en círculos, se cernía sobre ellos, y se alejaba otra vez. Otras dos la siguieron, y luego una cuarta. A simple vista, parecían muy pequeñas, pero algo le decía a Sam que eran enormes, de alas inmensas, y que volaban a gran altura. Se tapó los ojos e inclinó el cuerpo hacia adelante, acurrucándose. Sentía el mismo temor premonitorio que había conocido en presencia de los Jinetes Negros, aquel horror irremediable que llegara con el grito en el viento y la sombra sobre la luna, aunque ahora no era tan aplastante y compulsivo: la amenaza parecía más remota. Pero era una amenaza. También Frodo la sintió, e interrumpió sus meditaciones. Se movió y se estremeció, pero no levantó la cabeza. Gollum se enroscó sobre sí mismo como una araña acorralada. Las figuras aladas giraron, y en rápido descenso partieron como flechas rumbo a Mordor.

—Los Jinetes andan otra vez por aquí, en el aire —dijo Sam en un ronco murmullo—. Yo los vi. ¿Cree que ellos nos habrán visto? Volaban muy alto. Si son los mismos Jinetes Negros no ven mucho a la luz del día, ¿verdad?

—No, tal vez no —respondió Frodo—. Pero los corceles podían ver. Y estas criaturas aladas en que ahora cabalgan tienen la vista más aguda que cualquiera otra. Son como grandes aves de rapiña. Algo andan buscando: el Enemigo está en guardia, me temo.

El sentimiento de terror pasó, pero el silencio que los envolvía se había roto. Durante un tiempo habían estado aislados del mundo, como en una isla invisible; ahora estaban de nuevo al desnudo, el peligro había retornado. Pero Frodo seguía sin hablarle a Gollum, y aún no se había decidido. Tenía los ojos cerrados, como si soñara, o se escudriñase interiormente el corazón y la memoria. Por fin se movió, se puso de pie, y pareció que iba a hablar y decidir.

—¡Escuchad! —dijo en cambio—. ¿Qué es esto?

Un nuevo temor cayó sobre ellos. Oyeron cantos y gritos roncos. Al principio parecían lejanos, pero se acercaban hacia ellos. A los tres los asaltó la idea de que las Alas Negras los habían descubierto y habían enviado hombres armados a capturarlos; nada era nunca demasiado rápido para aquellos terribles servidores de Sauron. Se acurrucaron, escuchando. Las voces y el ruido metálico de las armas y los arneses se oían ahora muy cerca. Frodo y Sam desenvainaron las pequeñas espadas. Huir era imposible.

Gollum se incorporó lentamente y trepó como un insecto hasta el reborde del hueco. Con extrema cautela, pulgada por pulgada, se encaramó hasta poder mirar hacia abajo entre dos aristas de la piedra. Allí estuvo inmóvil un tiempo, sin hacer ningún ruido. Pronto las voces comenzaron a alejarse otra vez, hasta extinguirse poco a poco. Un cuerno sonó a lo lejos en las murallas del Mora

—Más Hombres que van a Mordor —dijo en voz baja—. Caras oscuras. Nunca vimos Hombres como éstos hasta ahora. No, Sméagol nunca los vio. Parecen feroces. Tienen los ojos negros, largos cabellos negros, y aros de oro en las orejas: sí, montones de oro muy bello. Y algunos tienen pintura roja en las mejillas, y mantos rojos; y los estandartes son rojos, y también las puntas de las lanzas; y llevan escudos redondos, amarillos y negros con grandes clavijas. No buenos: hombres malos muy crueles, parecen. Casi tan malvados como los orcos, y mucho más grandes. Sméagol piensa que vienen del Sur, de más allá del extremo del Río Grande: llegaban por ese camino. Iban todos hacia la Puerta Negra; pero otros podrían venir detrás. Siempre más gente llegando a Mordor. Un día todos estarán adentro.

—¿Había algún Olifante? —preguntó Sam, olvidándose del miedo, ávido de noticias de países extraños.

—No, no, ningún Olifante. ¿Qué son los Olifantes? —dijo Gollum.





Sam se levantó, y poniéndose las manos en la espalda (como siempre cuando «decía poesía»), declamó:

Gris como una rata,

grande como una casa,

la nariz de serpiente,

hago temblar la tierra

cuando piso la hierba;

y los árboles crujen.

Con cuernos en la boca

por el Sur voy moviendo

las inmensas orejas.

Desde años sin cuento,

marcho de un lado a otro,