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—Pero eso pasó hace una eternidad o más —dijo Sam—. ¡Los Muertos no pueden estar ahí realmente! ¿Pesa algún sortilegio sobre el País Oscuro?

—¿Quién sabe? Sméagol no sabe —respondió Gollum—. No puedes llegar a ellos, no puedes tocarlos. Nosotros lo intentamos una vez, sí, tesoro. Yo traté una vez; pero son inalcanzables. Sólo formas para ver, quizá, pero no para tocar. ¡No, tesoro! Todos muertos.

Sam lo miró sombríamente y se estremeció otra vez, creyendo adivinar por qué razón Sméagol había intentado tocarlos.

—Bueno, no quiero verlos —dijo—. ¡Nunca más! ¿Podemos continuar y alejarnos de aquí?

—Sí, sí —dijo Gollum—. Pero lentamente, muy lentamente. ¡Con mucha cautela! Si no los hobbits bajarán a acompañar a los Muertos y encender pequeños cirios. ¡Seguid a Sméagol! ¡No miréis las luces!

Gollum se arrastró en cuatro patas hacia la derecha, buscando un camino que bordeara la laguna. Frodo y Sam lo seguían de cerca, y se agachaban, utilizando a menudo las manos lo mismo que Gollum. —Tres pequeños tesoros de Gollum seremos, si esto dura mucho más —murmuró Sam.

Llegaron por fin al extremo de la laguna negra, y la atravesaron, reptando o saltando de una traicionera isla de hierbas a la siguiente. Más de una vez perdieron pie y cayeron de manos en aguas tan hediondas como las de un albañal, y se levantaron cubiertos de lodo y de inmundicia casi hasta el cuello, arrastrando un olor nauseabundo.

Era noche cerrada cuando por fin volvieron a pisar suelo firme. Gollum siseaba y murmuraba entre dientes, pero parecía estar contento: de alguna manera misteriosa, gracias a una combinación de los sentidos del tacto y el olfato, y a una extraordinaria memoria para reconocer formas en la oscuridad, parecía saber una vez más dónde se encontraba, y por dónde iba el camino.

—¡En marcha ahora! —dijo—. ¡Buenos hobbits! ¡Valientes hobbits! Muy muy cansados, claro; también nosotros, mi tesoro, los tres. Pero al amo hay que alejarlo de las luces malas, sí, sí. —Con estas palabras reanudó la marcha casi al trote, por lo que parecía ser un largo camino entre cañas altas, y los hobbits lo siguieron, trastabillando, tan de prisa como podían. Pero poco después se detuvo de pronto, y husmeó el aire dubitativamente, siseando como si otra vez algo lo preocupara o irritara.

—¿Qué te ocurre? —gruñó Sam, tomando a mal la actitud de Gollum—. ¿Qué andas husmeando? A mí este olor poco menos que me derriba, por más que me tape la nariz. Tú apestas y el amo apesta: todo apesta en este sitio.





—¡Sí, sí, y Sam apesta! —respondió Gollum—. El pobre Sméagol lo huele, pero Sméagol es bueno y lo soporta. Ayuda al buen amo. Pero no es por eso. El aire se agita, algo va a cambiar. Sméagol se pregunta qué: no está contento.

Se puso de nuevo en marcha, pero parecía cada vez más inquieto, y a cada instante se erguía en toda su estatura, y tendía el cuello hacia el este y el sur. Durante un tiempo los hobbits no alcanzaron a oír ni a sentir lo que tanto parecía preocupar a Gollum. De improviso los tres se detuvieron, tiesos y alertas. Frodo y Sam creyeron oír a lo lejos un grito largo y doliente, agudo y cruel. Se estremecieron. En el mismo momento advirtieron al fin la agitación del aire, que ahora era muy frío. Mientras permanecían así, muy quietos, y expectantes, oyeron un rumor creciente, como el de un vendaval que se fuera acercando. Las luces veladas por la niebla vacilaron, se debilitaron, y por fin se extinguieron.

Gollum se negaba a avanzar. Se quedó allí, como petrificado, temblando y farfullando en su jerigonza, hasta que el viento se precipitó sobre ellos en un torbellino, rugiendo y silbando en las ciénagas. La oscuridad se hizo algo menos impenetrable, apenas lo suficiente como para que pudieran ver, o vislumbrar, unos bancos informes de niebla que se desplazaban y alejaban encrespándose en rizos y en volutas. Y al levantar la cabeza vieron que las nubes se abrían y dispersaban en jirones; de pronto, alta en el cielo meridional, flotando entre las nubes fugitivas, brilló una luna pálida.

Por un instante el tenue resplandor llenó de júbilo los corazones de los hobbits; pero Gollum se agazapó, maldiciendo entre dientes la Cara Blanca. Y entonces Frodo y Sam, mirando el cielo, la vieron venir: una nube que se acercaba volando desde las montañas malditas; una sombra negra de Mordor; una figura alada, inmensa y aciaga. Cruzó como una ráfaga por delante de la luna, y con un grito siniestro, dejando atrás el viento, se alejó hacia el oeste.

Se arrojaron al suelo de bruces, y se arrastraron, insensibles a la tierra fría. Mas la sombra nefasta giró en el aire y retornó, y esta vez voló más bajo, muy cerca del suelo, sacudiendo las alas horrendas y agitando los vapores fétidos de la ciénaga. Y entonces desapareció: en las alas de la ira de Sauron voló rumbo al oeste; y tras él, rugiendo, partió también el viento huracanado dejando desnuda y desolada la Ciénaga de los Muertos. Hasta donde alcanzaba la vista, hasta la distante amenaza de las montañas, sólo la luz intermitente de la luna punteaba el páramo inmenso.

Frodo y Sam se levantaron, frotándose los ojos, como niños que despiertan de un mal sueño, y encuentran que la noche amiga tiende aún un manto sobre el mundo. Pero Gollum yacía en el suelo, como desmayado. No les fue fácil reanimarlo; durante un rato se negó a alzar el rostro, y permaneció obstinadamente de rodillas, los codos apoyados en el suelo protegiéndose la parte posterior de la cabeza con las manos grandes y chatas.

—¡Espectros! —gimoteaba—. ¡Espectros con alas! Son los siervos del Tesoro. Lo ven todo, todo. ¡Nada puede ocultárseles! ¡Maldita Cara Blanca! ¡Y le dicen todo a Él! Él ve, Él sabe. ¡Aj, gollum, gollum, gollum! —Sólo cuando la luna se puso a lo lejos, más allá del Tol Brandir, consintió en levantarse y reanudar la marcha.

A partir de ese momento Sam creyó adivinar en Gollum un nuevo cambio. Se mostraba más servil y más pródigo en supuestas manifestaciones de afecto; pero Sam lo sorprendía a veces echando miradas extrañas, principalmente a Frodo; además, recaía, cada vez más a menudo, en el lenguaje de antes. Y Sam tenía un nuevo motivo de preocupación. Frodo parecía cansado, cansado hasta el agotamiento. No decía nada, en realidad casi no hablaba; tampoco se quejaba, pero caminaba como si soportara una carga cuyo peso aumentaba sin cesar; y se arrastraba con una lentitud cada vez mayor, al punto de que Sam tenía que rogarle a menudo a Gollum que esperase a fin de no dejar atrás al amo.

Frodo sentía, en efecto, que con cada paso que lo acercaba a las Puertas de Mordor, el Anillo, sujeto a la cadena que llevaba al cuello, se volvía más y más pesado. Y empezaba a tener la sensación de llevar a cuestas un verdadero fardo, cuyo peso lo vencía y lo encorvaba. Pero lo que más inquietaba a Frodo era el Ojo: así llamaba en su fuero íntimo a esa fuerza más insoportable que el peso del Anillo que lo obligaba a caminar encorvado. El Ojo: la creciente y horrible impresión de la voluntad hostil, decidida a horadar toda sombra de nube, de tierra y de carne para verlo: para inmovilizarlo con una mirada mortífera, desnuda, inexorable. ¡Qué tenues, qué frágiles y tenues eran ahora los velos que lo protegían! Frodo sabía bien dónde habitaba y cuál era el corazón de aquella voluntad: con tanta certeza como un hombre que sabe dónde está el sol, aun con los ojos cerrados. Estaba allí, frente a él, y esa fuerza le golpeaba la frente.