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Ya era de día, una mañana lúgubre y sin viento, y los vapores de las ciénagas yacían en bancos espesos. Ni un solo rayo de sol atravesaba el cielo encapotado, y Gollum parecía ansioso y quería continuar el viaje sin demora. Así pues, luego de un breve descanso, reanudaron la marcha y pronto se perdieron en un paisaje umbrío y silencioso, aislado de todo el mundo circundante, desde donde no se veían ni las colinas que habían abandonado ni las montañas hacia donde iban. Avanzaban en fila, a paso lento: Gollum, Sam, Frodo.

Frodo parecía el más cansado de los tres, y a pesar de la lentitud de la marcha, a menudo se quedaba atrás. Los hobbits no tardaron en comprobar que aquel pantano inmenso era en realidad una red interminable de charcas, lodazales blandos, y riachos sinuosos y menguantes. En esa maraña, sólo un ojo y un pie avezados podían rastrear un sendero tortuoso. Gollum poseía ambas cosas sin duda alguna, y las necesitaba. No dejaba de girar la cabeza de un lado a otro sobre el largo cuello, mientras husmeaba el aire y hablaba constantemente consigo mismo entre dientes. De vez en cuando levantaba una mano para indicarles que debían detenerse, mientras él se adelantaba unos pocos pasos, y se agachaba para palpar el terreno con los dedos de las manos o de los pies, o escuchar, con el oído pegado al suelo.

Era un paisaje triste y monótono. Un invierno frío y húmedo reinaba aún en aquella comarca abandonada. El único verdor era el de la espuma lívida de las algas en la superficie oscura y viscosa del agua sombría. Hierbas muertas y cañas putrefactas asomaban entre las neblinas como las sombras andrajosas de unos estíos olvidados.

A medida que avanzaba el día, la claridad fue en aumento, las nieblas se levantaron volviéndose más tenues y transparentes. En lo alto, lejos de la putrefacción y los vapores del mundo, el Sol subía, altivo y dorado sobre un paisaje sereno con suelos de espuma deslumbrante, pero ellos, desde allí abajo, no veían más que un espectro pasajero, borroso y pálido, sin color ni calor. Bastó no obstante ese vago indicio de la presencia del Sol para que Gollum se enfurruñara y vacilara. Suspendió el viaje, y descansaron, agazapados como pequeñas fieras perseguidas, a la orilla de un extenso cañaveral pardusco. Había un profundo silencio, rasgado sólo superficialmente por las ligeras vibraciones de las cápsulas de las semillas, ahora resecas y vacías, y el temblor de las briznas de hierba quebradas, movidas por una brisa que ellos no alcanzaban a sentir.

—¡Ni un solo pájaro! —dijo Sam con tristeza.

—¡No, nada de pájaros! —dijo Gollum—. ¡Buenos pájaros! —Se pasó la lengua por los dientes—. Nada de pájaros aquí. Hay serpientes, gusanos, cosas de las ciénagas. Muchas cosas, montones de cosas inmundas. Nada de pájaros —concluyó tristemente. Sam lo miró con repulsión.

Así transcurrió la tercera jornada del viaje en compañía de Gollum. Antes que las sombras de la noche comenzaran a alargarse en tierras más felices, los viajeros reanudaron la marcha, avanzando casi sin cesar, y deteniéndose sólo brevemente, no tanto para descansar como para ayudar a Gollum; porque ahora hasta él tenía que avanzar con sumo cuidado, y a ratos se desorientaba. Habían llegado al corazón mismo de las Ciénagas de los Muertos, y estaba oscuro.

Caminaban lentamente, encorvados, en apretada fila, siguiendo con atención los movimientos de Gollum. Los pantanos eran cada vez más aguanosos, abriéndose en vastas lagunas; y cada vez era más difícil encontrar dónde poner el pie sin hundirse en el lodo burbujeante. Por fortuna, los viajeros eran livianos, porque de lo contrario difícilmente hubieran encontrado la salida.

Pronto la oscuridad fue total: el aire mismo parecía negro y pesado. Cuando aparecieron las luces, Sam se restregó los ojos: pensó que estaba viendo visiones. La primera la descubrió con el rabillo del ojo izquierdo: un fuego fatuo que centelleó un instante débilmente y desapareció; pero pronto asomaron otras: algunas como un humo de brillo apagado, otras como llamas brumosas que oscilaban lentamente sobre cirios invisibles; aquí y allá se retorcían como sábanas fantasmales desplegadas por manos ocultas. Pero ninguno de sus compañeros decía una sola palabra.

Por último Sam no pudo contenerse.

—¿Qué es todo esto, Gollum? —dijo en voz baja—. ¿Estas luces? Ahora nos rodean por todas partes. ¿Nos han atrapado? ¿Quiénes son?

Gollum alzó la cabeza. Se encontraba delante del agua oscura, y se arrastraba en el suelo, a derecha e izquierda, sin saber por dónde ir.





—Sí, nos rodean por todas partes —murmuró—. Los fuegos fatuos. Los cirios de los cadáveres, sí, sí. ¡No les prestes atención! ¡No las mires! ¡No las sigas! ¿Dónde está el amo?

Sam volvió la cabeza y advirtió que Frodo se había retrasado otra vez. No lo veía. Volvió sobre sus pasos en las tinieblas, sin atreverse a ir demasiado lejos, ni a llamar en voz más alta que un ronco murmullo. Súbitamente tropezó con Frodo, que inmóvil y absorto contemplaba las luces pálidas. Las manos rígidas le colgaban a los costados del cuerpo: goteaban agua y lodo.

—¡Venga, señor Frodo! —dijo Sam—. ¡No las mire! Gollum dice que no hay que mirarlas. Tratemos de caminar junto con él y de salir de este sitio maldito lo más pronto posible... si es posible.

—Está bien —dijo Frodo como si regresara de un sueño—. Ya voy. ¡Sigue adelante!

En la prisa por alcanzar a Gollum, Sam enganchó el pie en una vieja raíz o en una mata de hierba y trastabilló. Cayó pesadamente sobre las manos, que se hundieron en el cieno viscoso, con la cara muy cerca de la superficie oscura de la laguna. Oyó un débil silbido, se expandió un olor fétido, las luces titilaron, danzaron y giraron vertiginosamente. Por un instante el agua le pareció una ventana con vidrios cubiertos de inmundicia a través de la cual él espiaba. Arrancando las manos del fango, se levantó de un salto, gritando.

—Hay cosas muertas, caras muertas en el agua —dijo horrorizado—. ¡Caras muertas!

Gollum se rió.

—Las Ciénagas de los Muertos, sí, sí: así las llaman —cloqueó—. No hay que mirar cuando los cirios están encendidos.

—¿Quiénes son? ¿Qué son? —preguntó Sam con un escalofrío, volviéndose a Frodo que ahora estaba detrás de él.

—No lo sé —dijo Frodo con una voz soñadora—. Pero yo también las he visto. En los pantanos, cuando se encendieron las luces. Yacen en todos los pantanos, rostros pálidos, en lo más profundo de las aguas tenebrosas. Yo las vi: caras horrendas y malignas, y caras nobles y tristes. Una multitud de rostros altivos y hermosos, con algas en los cabellos de plata. Pero todos inmundos, todos putrefactos, todos muertos. En ellos brilla una luz tétrica. —Frodo se cubrió los ojos con las manos—. Ahora sé quiénes son; pero me pareció ver allí Hombres y Elfos, y orcos junto a ellos.

—Sí, sí —dijo Gollum—. Todos muertos, todos putrefactos. Elfos y Hombres y Orcos. Las Ciénagas de los Muertos. Hubo una gran batalla en tiempos lejanos, sí, eso le contaron a Sméagol cuando era joven, cuando yo era joven y el Tesoro no había llegado aún. Fue una gran batalla. Hombres altos con largas espadas, y Elfos terribles, y Orcos que aullaban. Pelearon en el llano durante días y meses delante de las Puertas Negras. Pero las ciénagas crecieron desde entonces, engulleron las tumbas; reptando, reptando siempre.