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—Pero si desde hace meses y meses no hacemos otra cosa que entrometernos en asuntos de magos —dijo Pippin—. Además del peligro, me gustaría tener alguna información. Me gustaría echarle una ojeada a esa bola.

—¡Duérmete de una vez! —le dijo Merry—. Ya te enterarás, tarde o temprano. Mi querido Pippin, jamás un Tuk le ganó en curiosidad a un Brandigamo; ¿pero te parece el momento oportuno?

—¡Está bien! ¿Pero qué hay de malo en que te cuente lo que a mí me gustaría: echarle una ojeada a esa piedra? Sé que no puedo hacerlo, con el viejo Gandalf sentado encima, como una gallina empollando un huevo. Pero no me ayuda mucho no oírte decir otra cosa que no-puedes-así-que-duérmete-de-una-vez.

—Bueno, ¿qué más podría decirte? —dijo Merry—. Lo siento, Pippin, pero tendrás que esperar hasta la mañana. Yo seré tan curioso como tú después del desayuno, y te ayudaré tanto como pueda en adular a los magos. Pero ya no puedo mantenerme despierto. Si vuelvo a bostezar, se me abrirá la boca hasta las orejas. ¡Buenas noches!

Pippin no dijo nada más. Ahora estaba inmóvil, pero el sueño se negaba a acudir; y ni siquiera parecía alentarlo la suave y acompasada respiración de Merry, que se había dormido pocos segundos después de haberle dado las buenas noches. El recuerdo del globo oscuro parecía más vivo en el silencio de alrededor. Pippin volvía a sentir el peso en las manos, y volvía a ver los misteriosos abismos rojos que había escudriñado un instante. Se dio vuelta y trató de pensar en otra cosa.

Por último, no aguantó más. Se levantó y miró en torno. Hacía frío, y se arrebujó en la capa. La luna brillaba en el valle, blanca y fría, y las sombras de los matorrales eran negras. Todo alrededor yacían formas dormidas. No vio a los dos centinelas: quizá habían subido a la loma, o estaban escondidos entre los helechos. Arrastrado por un impulso que no entendía, se acercó con sigilo al sitio donde descansaba Gandalf. Lo miró. El mago parecía dormir, pero los párpados no estaban del todo cerrados: los ojos centelleaban debajo de las largas pestañas. Pippin retrocedió rápidamente. Pero Gandalf no se movió; el hobbit avanzó otra vez, casi contra su voluntad, por detrás de la cabeza del mago. Gandalf estaba envuelto en una manta, con la capa extendida por encima; muy cerca, entre el costado derecho y el brazo doblado, había un bulto, una cosa redonda envuelta en un lienzo oscuro; y al parecer la mano que la sujetaba acababa de deslizarse hasta el suelo.

Conteniendo el aliento, Pippin se aproximó paso a paso. Por último se arrodilló. Entonces lenta, furtivamente, levantó el bulto; pesaba menos de lo que suponía. Quizá no era más que un paquete de trastos sin importancia, pensó curiosamente aliviado, pero no volvió a poner el bulto en su sitio. Permaneció un instante muy quieto con el bulto entre los brazos. De pronto se le ocurrió una idea. Se alejó en puntillas, buscó una piedra grande, y volvió junto a Gandalf.

Retiró con presteza el lienzo, envolvió la piedra, y arrodillándose la puso al alcance de la mano de Gandalf. Entonces miró por fin el objeto que acababa de desenvolver. Era el mismo: una tersa esfera de cristal, ahora oscura y muerta, inmóvil y desnuda. La levantó, la cubrió presurosamente con su propia capa, y en el momento en que iba a retirarse, Gandalf se agitó en sueños, y murmuró algunas palabras en una lengua desconocida; extendió a tientas la mano y la apoyó sobre la piedra envuelta en el lienzo; luego suspiró, y no volvió a moverse.

—¡Pedazo de idiota! —se dijo Pippin entre dientes—. Te vas a meter en un problema espantoso. ¡Devuélvelo a su sitio, pronto! —Pero ahora le temblaban las rodillas y no se atrevía a acercarse al mago y remediar el entuerto. «Ya no podré acercarme sin despertar a Gandalf», pensó. «En todo caso será mejor que me tranquilice un poco. Así que mientras tanto bien puedo echarle una mirada. ¡Pero no aquí!» Se alejó un trecho sin hacer ruido, y se detuvo en un montículo verde. La luna miraba desde el borde del valle.

Pippin se sentó con la esfera entre las rodillas levantadas y se inclinó sobre ella como un niño glotón sobre un plato de comida, en un rincón lejos de los demás. Abrió la capa y miró. Alrededor el aire parecía tenso, quieto. Al principio la esfera estaba oscura, negra como el azabache, y la luz de la luna centelleaba en la superficie lustrosa. De súbito una llama tenue se encendió y se agitó en el corazón de la esfera, atrayendo la mirada de Pippin, de tal modo que no le era posible desviarla. Pronto todo el interior del globo pareció incandescente; ahora la esfera daba vueltas, o eran quizá las luces de dentro que giraban. De repente, las luces se apagaron. Pippin tuvo un sobresalto y aterrorizado trató de liberarse, pero siguió encorvado, con la esfera apretada entre las manos, inclinándose cada vez más. Y súbitamente el cuerpo se le puso rígido; los labios le temblaron un momento. Luego, con un grito desgarrador, cayó de espaldas y allí quedó tendido, inmóvil.

El grito había sido penetrante, y los centinelas saltaron desde los terraplenes. Todo el campamento estuvo pronto de pie.

—¡Así que éste es el ladrón! —exclamó Gandalf. Rápidamente echó la capa sobre la esfera—. ¡Y tú, nada menos que tú, Pippin! ¡Qué cariz tan peligroso han tomado las cosas! —Se arrodilló junto al cuerpo de Pippin: el hobbit yacía boca arriba, rígido, los ojos clavados en el cielo—. ¡Cosa de brujos! ¿Qué daño habrá causado, a él mismo, y a todos nosotros? —El semblante del mago estaba tenso y demudado.

Tomó la mano de Pippin y se inclinó sobre él; escuchó un momento la respiración del hobbit, luego le puso las manos sobre la frente. El hobbit se estremeció. Los ojos se le cerraron. Lanzó un grito; y se sentó, mirando con profundo desconcierto las caras de alrededor, pálidas a la luz de la luna.





—¡No es para ti, Saruman! —gritó con una voz aguda y falta de tono, apartándose de Gandalf—. Mandaré a alguien para que me lo traiga en seguida. ¿Me entiendes? ¡Di eso solamente! —Luego trató de ponerse de pie y escapar, pero Gandalf lo retuvo con dulzura y firmeza.

—¡Peregrin Tuk! —dijo—. ¡Vuelve!

El hobbit dejó de debatirse, y volvió a caer de espaldas, apretando la mano del mago.

—¡Gandalf! —gritó—. ¡Gandalf! ¡Perdóname!

—¿Que te perdone? —dijo el mago—. ¡Dime primero qué has hecho!

—Yo... te saqué el globo y lo miré —balbuceó Pippin—, y vi cosas horripilantes. Y quería escapar pero no podía. Y entonces vino él y me interrogó; y me miraba fijamente, y... y no recuerdo nada más.

—No me basta con eso —dijo Gandalf con severidad—. ¿Qué fue lo que viste, y qué dijiste?

Pippin cerró los ojos estremeciéndose, pero no contestó. Todos observaban la escena en silencio, excepto Merry que miraba a otro lado. Pero la expresión de Gandalf era aún dura e inflexible.

—¡Habla! —dijo.

En voz baja y vacilante Pippin empezó a hablar otra vez, y poco a poco las palabras se hicieron más firmes y claras.

—Vi un cielo oscuro y murallas altas —dijo—. Y estrellas diminutas. Todo parecía muy lejano y remoto, y a la vez sólido y nítido. Las estrellas aparecían y desaparecían... oscurecidas por el vuelo de criaturas aladas. Creo que eran muy grandes, en realidad; pero en el cristal yo las veía como murciélagos que revoloteaban alrededor de la torre. Me pareció que eran nueve. Una bajó directamente hacia mí, y era más y más grande a medida que se acercaba. Tenía un horrible... no, no lo puedo decir.