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—¿No aceptaréis la espada? —preguntó Gandalf.

Lentamente Théoden extendió la mano. En el instante en que los dedos se cerraban sobre la empuñadura, les pareció a todos que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza. Levantó bruscamente la espada y la agitó en el aire y la hoja silbó resplandeciendo. Luego Théoden lanzó un grito. La voz resonó, clara y vibrante, entonando en la lengua de Rohan la llamada a las armas:

¡De pie ahora, de pie, Caballeros de Théoden!

Desgracias horrendas nos acechan, hay sombras en el Este.

¡Preparad los caballos, que resuenen los cuernos!

¡Adelante, Eorlingas!

Los guardias, creyendo que se los convocaba, subieron en tropel las escaleras. Miraron con asombro a su Señor, y luego, como un solo hombre, depositaron a sus pies las espadas.

—¡Ordenad! —dijeron.

Westu Théoden hál!—gritó Éomer—. Es una alegría para nosotros volver a veros como antes. ¡Ya nadie podrá decir, Gandalf, que sólo vienes aquí a traer dolor!

—¡Toma de vuelta tu espada, Éomer, hijo de hermana! —dijo el rey—. ¡Ve, Háma, y tráeme mi propia espada! Gríma la ha guardado para mí. Tráeme también a Gríma. Y ahora, Gandalf, dijiste antes que me darías consejo, si yo quería escucharlo. ¿Cuál es entonces tu consejo?

—Lo que iba a aconsejarte ya está hecho —le respondió Gandalf—. Que confiarais en Éomer antes que en un hombre de mente tortuosa. Que dejarais de lado temores y remordimientos. Que hicierais lo que está a vuestro alcance. Todo hombre que pueda cabalgar tendrá que ser enviado al Oeste inmediatamente, tal como Éomer os ha aconsejado. Ante todo hemos de destruir la amenaza de Saruman, mientras estemos a tiempo. Si fracasamos, caeremos todos. Si triunfamos, emprenderemos la próxima tarea. Entretanto, la gente de vuestro pueblo, la que quede aquí, las mujeres, los niños, los ancianos, tendrán que huir a los refugios de las montañas. ¿No se han preparado acaso para un día funesto como el de hoy? Que lleven provisiones, pero que no se demoren, y que no se carguen de tesoros, grandes o pequeños. Es la vida de todos lo que está en peligro.

—Este consejo me parece bueno ahora —dijo Théoden—. ¡Que todos mis súbditos se preparen! Pero vosotros, mis huéspedes... tenías razón, Gandalf, al decir que la hospitalidad de mi castillo había menguado. Habéis cabalgado la noche entera y ya se termina la mañana. No habéis tenido reposo ni alimento. Prepararemos una casa para los huéspedes: allí dormiréis después de haber comido.

—Imposible, Señor —dijo Aragorn—. No ha llegado aún la hora del reposo para los fatigados. Los hombres de Rohan tendrán que partir hoy, y nosotros cabalgaremos con ellos, hacha, espada y arco. No hemos traído nuestras armas para dejarlas apoyadas contra vuestros muros, Señor de la Marca. Y le he prometido a Éomer que mi espada y la suya combatirán juntas.

—¡Ahora en verdad hay esperanzas de victoria! —dijo Éomer.

—Esperanzas, sí —dijo Gandalf—. Pero Isengard es poderoso. Y nos acechan otros peligros más inminentes. No os retraséis, Théoden, cuando hayamos partido. ¡Llevad prontamente a vuestro pueblo al Baluarte de El Sagrario en las colinas!

—Eso sí que no, Gandalf —le dijo el rey—. No sabes hasta qué punto me has devuelto la salud. No haré eso. Yo mismo iré a la guerra, para caer en el frente de combate, si tal es mi destino. Así podré dormir mejor.

—Entonces, hasta la derrota de Rohan se cantará con gloria —dijo Aragorn.





Los hombres armados que estaban cerca entrechocaron las espadas y gritaron:

—¡El Señor de la Marca parte para la guerra! ¡Adelante, Eorlingas!

—Pero vuestra gente no ha de quedar sin armas y sin pastor —dijo Gandalf—. ¿Quién los guiará y los gobernará en vuestro reemplazo?

—Lo pensaré antes de partir —respondió Théoden—. Aquí viene mi consejero.

En aquel momento Háma volvía de la sala del castillo. Tras él, encogido entre otros dos hombres, venía Gríma, Lengua de Serpiente. Estaba muy pálido y parpadeó a la luz del sol. Háma se arrodilló y presentó a Théoden una espada larga en una vaina con cierre de oro y recamada de gemas verdes.

—Hela aquí, Señor, Herugrim, vuestra antigua espada —dijo—. La encontramos en el cofre de Gríma. Por nada del mundo quería entregarnos las llaves. Hay allí muchas otras cosas que se creían perdidas.

—Mientes —dijo Lengua de Serpiente—. Y esta espada, tu propio amo me pidió que la guardara.

—Y ahora te la reclamo —dijo Théoden—. ¿Eso te disgusta?

—Por cierto que no, Señor —dijo Lengua de Serpiente—. Me preocupo por vos y por los vuestros tanto como puedo. Pero no os fatiguéis, ni confiéis demasiado en vuestras fuerzas. Dejad que otros se ocupen de estos huéspedes importunos. Vuestra mesa será servida de un momento a otro. ¿No iréis a comer?

—Sí —dijo Théoden—. Y que junto a mí se ponga comida para mis huéspedes. El ejército partirá hoy. ¡Enviad los heraldos! Que convoquen a todos. Que los hombres y los jóvenes fuertes y aptos para las armas, y todos quienes tengan caballos estén aquí montados a las puertas del castillo a la hora segunda pasado el mediodía.

—¡Venerado Señor! —gritó Lengua de Serpiente—. Tal como me lo temía, este mago os ha hechizado. ¿No quedará nadie para defender el Castillo de Oro de vuestros padres y todos los tesoros? ¿Nadie protegerá al Señor de la Marca?

—Si esto es hechicería —dijo Théoden—, me parece mucho más saludable que tus cuchicheos. Tus sanguijuelas pronto me hubieran obligado a caminar en cuatro patas como las bestias. No, nadie quedará, ni siquiera Gríma. Gríma partirá también. ¡Date prisa! ¡Aún tienes tiempo de limpiar la herrumbre de tu espada!

—¡Misericordia, Señor! —gimió Lengua de Serpiente, arrastrándose por el suelo—. Tened piedad de alguien que ha envejecido a vuestro servicio. ¡No me alejéis de vuestro lado! Yo al menos estaré con vos cuando todos los demás se hayan ido. ¡No os separéis de vuestro fiel Gríma!

—Cuentas con mi piedad —dijo Théoden—. Y no te alejo de mi lado. También yo parto a la guerra junto con mis hombres. Te invito a acompañarme y probarme tu lealtad.

Lengua de Serpiente miró una a una todas las caras, como una bestia acosada en medio de un círculo de enemigos y que busca una brecha por donde escapar. Se humedeció los labios con una lengua larga y pálida.

—De un Señor de la Casa de Eorl, por muy viejo que sea, no cabía esperar otra resolución —dijo—. Pero quienes lo aman de verdad tendrían que ayudarlo ahorrándole disgustos en estos últimos años. Veo, sin embargo, que he llegado demasiado tarde. Otros, que acaso llorarían menos la muerte de mi Señor, ya lo han persuadido. Si lo que está hecho no puede deshacerse, ¡escuchadme al menos en esto, Señor! Alguien que conozca vuestras ideas y honre vuestras órdenes tendrá que quedar en Edoras. Nombrad un senescal de confianza. Que vuestro consejero Gríma cuide de todo hasta vuestro regreso... y ojalá lo veamos, aunque ningún hombre sensato esperaría milagro semejante.