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La mujer dio media vuelta y entró lentamente en la casa. En el momento en que franqueaba las puertas, volvió la cabeza y miró hacia atrás. Graves y pensativos, los ojos de Éowyn se posaron en el rey con serena piedad. Tenía el rostro muy hermoso, y largos cabellos que parecían un río dorado. Alta y esbelta era ella en la túnica blanca ceñida de plata; pero fuerte y vigorosa a la vez, templada como el acero, verdadera hija de reyes. Así fue como Aragorn vio por primera vez a la luz del día a Éowyn, Dama de Rohan, y la encontró hermosa, hermosa y fría, como una clara mañana de primavera que todavía no ha alcanzado la plenitud de la vida. Y Éowyn de pronto lo miró: noble heredero de reyes, con la sabiduría de muchos inviernos, envuelto en la andrajosa capa gris que ocultaba un poder que ella no podía dejar de sentir. Permaneció inmóvil un instante, como una estatua de piedra; luego, volviéndose rápidamente, entró en el castillo.

—Y ahora, Señor —dijo Gandalf—, ¡contemplad vuestras tierras! ¡Respirad una vez más el aire libre!

Desde el pórtico, que se alzaba en la elevada terraza, podían ver, más allá del río, las campiñas verdes de Rohan que se perdían en la lejanía gris. Cortinas de lluvia caían oblicuamente a merced del viento, y el cielo allá arriba, en el oeste, seguía encapotado; a lo lejos retumbaba el trueno y los relámpagos parpadeaban entre las cimas de las colinas invisibles. Pero ya el viento había virado al norte y la tormenta que venía del este se alejaba rumbo al sur, hacia el mar. De improviso las nubes se abrieron detrás de ellos, y por una grieta asomó un rayo de sol. La cortina de lluvia brilló con reflejos de plata y a lo lejos el río destelló como un espejo.

—No hay tanta oscuridad aquí —dijo Théoden.

—No —respondió Gandalf—. Ni los años pesan tanto sobre vuestras espaldas como algunos quisieran que creyerais. ¡Tirad el bastón!

La vara negra cayó de las manos del rey, restallando sobre las piedras. El anciano se enderezó lentamente, como un hombre a quien se le ha endurecido el cuerpo por haber pasado muchos años encorvado cumpliendo alguna tarea pesada. Se irguió, alto y enhiesto, contemplando con ojos ahora azules el cielo que empezaba a despejarse.

—Sombríos fueron mis sueños en los últimos tiempos —dijo—, pero siento como si acabara de despertar. Ahora quisiera que hubieras venido antes, Gandalf, pues temo que sea demasiado tarde y sólo veas los últimos días de mi casa. El alto castillo que construyera Brego hijo de Eorl no se mantendrá en pie mucho tiempo. El fuego habrá de devorarlo. ¿Qué podemos hacer?

—Mucho —dijo Gandalf—. Pero primero traed a Éomer. ¿Me equivoco al pensar que lo tenéis prisionero por consejo de Gríma, aquél a quien todos excepto vos llaman Lengua de Serpiente?

—Es verdad —dijo Théoden—. Éomer se rebeló contra mis órdenes y amenazó de muerte a Gríma en mi propio castillo.

—Un hombre puede amaros y no por ello amar a Lengua de Serpiente y aprobar sus consejos —dijo Gandalf.

—Es posible. Haré lo que me pides. Haz venir a Háma. Ya que como ujier no se ha mostrado digno de mi confianza, que sea mensajero. El culpable traerá al culpable para que sea juzgado —dijo Théoden, y el tono era grave, pero al mirar a Gandalf le sonrió y muchas de las arrugas de preocupación que tenía en la cara se le borraron y no reaparecieron.

Después de que Háma hubiera partido, Gandalf llevó a Théoden hasta un sitial de piedra, y él mismo se sentó en el escalón más alto. Aragorn y sus compañeros permanecieron de pie en las cercanías.

—No hay tiempo ahora para que os cuente todo cuanto tendríais que oír —dijo Gandalf—. No obstante, si el corazón no me engaña, no tardará en llegar el día en que pueda hablaros con más largueza. Tened presente mis palabras: estáis expuesto a un peligro mucho peor que todo cuanto la imaginación de Lengua de Serpiente haya podido tejer en vuestros sueños. Pero ya lo veis: ahora no soñáis, ahora vivís. Gondor y Rohan no están solos. El enemigo es demasiado poderoso, pero confiamos en algo que él ni siquiera sospecha.

Gandalf habló entonces rápida y secretamente, en voz baja, y nadie excepto el rey pudo oír lo que decía. Pero a medida que hablaba una luz cada vez más brillante iluminaba los ojos de Théoden; al fin el Rey se levantó, erguido en toda su estatura, y Gandalf a su lado, y ambos contemplaron el Este desde el alto sitial.





—En verdad —dijo Gandalf con voz alta, clara y sonora—, ahí, en lo que más tememos, reside nuestra mayor esperanza. El destino pende todavía de un hilo, pero hay todavía esperanzas, si resistimos un tiempo más.

También los otros volvieron entonces la mirada al Este. A través de leguas y leguas contemplaron allá en la lejanía el horizonte, y el temor y la esperanza llevaron los pensamientos de todos todavía más lejos, más allá de las montañas negras del País de la Sombra. ¿Dónde estaba ahora el Portador del Anillo? ¡Qué frágil era el hilo del que pendía aún el destino! Legolas miró con atención y creyó ver un resplandor blanco: allá, en lontananza, el sol centelleaba sobre el pináculo de la Torre de la Guardia. Y más lejos aún, remota y sin embargo real y amenazante, flameaba una diminuta lengua de fuego.

Lentamente Théoden volvió a sentarse, como si la fatiga estuviera una vez más dominándolo, contra la voluntad de Gandalf. Volvió la cabeza y contempló la mole imponente del castillo.

—¡Ay! —suspiró—. Que estos días aciagos sean para mí y que me lleguen ahora, en los años de mi vejez, en lugar de la paz que creía merecer. ¡Triste destino el de Boromir el intrépido! Los jóvenes mueren mientras los viejos se agostan lentamente. —Se abrazó las rodillas con las manos rugosas.

—Vuestros dedos recordarían mejor su antigua fuerza si empuñaran una espada —dijo Gandalf.

Théoden se levantó y se llevó la mano al costado, pero ninguna espada le colgaba del cinto.

—¿Dónde la habrá escondido Gríma? —murmuró a media voz.

—¡Tomad ésta, amado Señor! —dijo una voz clara—. Siempre ha estado a vuestro servicio.

Dos hombres habían subido en silencio por la escalera y ahora esperaban de pie, a unos pocos peldaños de la cima. Allí estaba Éomer, con la cabeza cubierta, sin cota de malla, pero con una espada desnuda en la mano; arrodillándose, le ofreció la empuñadura a su Señor.

—¿Qué significa esto? —dijo Théoden severamente. Y se volvió a Éomer, y los hombres miraron asombrados la figura ahora erguida y orgullosa. ¿Dónde estaba el anciano que dejaran abatido en el trono o apoyado en un bastón?

—Es obra mía, Señor —dijo Háma, temblando—. Entendí que Éomer tenía que ser puesto en libertad. Fue tal la alegría que sintió mi corazón, que quizá me haya equivocado. Pero como estaba otra vez libre, y es Mariscal de la Marca, le he traído la espada como él me ordenó.

—Para depositarla a vuestros pies, mi Señor —dijo Éomer.

Hubo un silencio y Théoden se quedó mirando a Éomer, siempre hincado ante él. Ninguno de los dos hizo un solo movimiento.